domingo, 10 de junio de 2012

The Man She Loves to Hate cap.16






UN día suponía una gran diferencia. Dos días mucho más. Dos días y Miley ya tenía sus emociones bajo control lo suficiente como para poder acompañar a su madre tras la barra del bar por las noches y servir cervezas. Sobre el tema del tiempo que había pasado en la montaña en compañía de Nick Jonas, se mostró recalcitrante. Una sonrisa, una frase sin sentido y un cambio de tema le funcionaban bien. Si no era así, hablaba sobre el hecho de haber visto la
avalancha desde el teleférico justo antes de que se estrellara contra el suelo.
Esto tendía a acallar todos comentarios y a producir una reacción de asombro general.
El Bar de Rachel no era un establecimiento muy grande, sino más bien un pequeño y alargado local con vino y licores de excelente calidad, cerveza de barril y una cocinera polinesia llamada Ophelia-Anne que estaba a cargo de la cocina.
Nadie preparaba el marisco como ella. El menú se cambiaba a diario y raramente se repetían platos. Cuando Ophelia-Anne no estaba, el bar no servía comida.
Aquella tarde la cocina sí que estaba abierta y el restaurante estaba lleno de una variopinta mezcla de comensales que se habían enterado de que aquella noche Ophelia-Anne iba a preparar salmón asado.
Aquel bar había sido un desafío para Rachel. Un proyecto inapropiado para conseguir que se olvidara de su igualmente inapropiada relación con un hombre
casado. Se había convertido en su refugio, en un lugar cálido, en el que Rachel Cyrus podía estar con la cabeza bien alta y era mucho más que simplemente la amante de Jonas.
Al final de su vida, James Jonas había ido cada vez con más frecuencia, para pasar el tiempo con Rachel y para saborear la comida de Ophelia-Anne sin importarle los comentarios y los problemas que su aparición causaba allí. Se había hecho más descuidado. Eso, o había dejado de importarle lo de ser discreto.
Miley jamás había visto a Nick Jonas en el bar. Hasta aquella noche.
Rachel lo vio entrar, pero dejó que fuera Miley quien lo sirviera.
—Nick, ¿qué te apetece tomar? —le preguntó mientras le ofrecía el listado de bebidas.
—No he venido a tomar nada, Miley —dijo, con una voz airada que auguraba que tampoco había ido a charlar con ella.
—En ese caso, déjame que te lo diga de otro modo —replicó ella—. ¿Qué es lo que quieres?
—No importa, ¿no te parece? He venido para darte esto —anunció él. Colocó un sobre encima de la barra del bar, delante de ella—. Mi padre te menciona en su testamento. A tu madre también. Cualquier abogado sabrá lo que tiene que hacer para completar las transferencias. Alternativamente, si hay algo que no comprendas en esos documentos, podrías devolverme alguna de mis llamadas.
Con eso, saludó a Rachel con una inclinación de cabeza y miró de nuevo a Miley.
Entonces, se marchó.
Miley tomó el sobre y lo golpeó suavemente contra la barra de caoba del bar.
Era un sobre muy pesado. La animosidad de Nick acicateó el interés de ella.
Había pensado que... bueno, jamás serían amigos, pero había creído que, al menos, se entenderían después de lo ocurrido en la montaña. Había creído que, al menos, habían alcanzado un cierto nivel de tolerancia el uno por el otro.
Se había equivocado.
Resultaba evidente que algo había ocurrido y que eso lo había hecho cambiar de opinión. Algo que tenía que ver con el testamento de su padre.
Suspiró y se retiró a un rincón de la cocina. Allí, sacó un montón de papeles.
Empezó por leer la carta que ocupaba el primer lugar. Una carta del abogado de James.
—¿Qué quería Nick? —le preguntó Rachel desde la puerta unos minutos más tarde.
—Probablemente estrangularme —dijo Miley lentamente, mientras examinaba los papeles una vez más para asegurarse—. Me ha dicho que me ha estado dejando mensajes para que yo lo llamara, pero mi teléfono no funciona bien. Lleva varios días así, desde la avalancha. Voy a tener que comprarme uno nuevo. Bueno, eso no es lo importante. Han leído el testamento de James. Nick es
el ejecutor del testamento y parece que James me ha dejado una casa en Christchurch y un apartamento en el puerto de Auckland.
—Qué tonto —susurró Rachel, aunque no parecía sorprendida—. Le dije que no lo hiciera.
—¿Lo sabías?
—Sabía que quería dejarte algo. Sabía bien lo duro que te resultaba todo en ocasiones por mi relación con él.
Miley cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Es una pena que no legitimizara su relación contigo —musitó, lo que le reportó una mirada de reprobación de Ophelia-Ann—. ¿Qué voy a hacer yo con una casa y un apartamento?
—Te darán seguridad económica —replicó secamente Rachel—. Un lugar para vivir que no sea una caja de zapatos.
—Mi caja de zapatos es muy bonita y, lo que es más, yo pago la renta. Me gano mi vida, mamá. Tú me comprendes porque tú me lo enseñaste.
—Lo sé y se lo dije, pero James quería hacer algo por ti.
—Sí, bueno, pues a ti también te ha dejado algo.
—Eso no es cierto. James no me ha dejado nada —replicó su madre—. Yo no quería nada. Lo acordamos.
—Pues parece que cambió de opinión. Te ha dejado una cartera de inversión por un valor de dieciséis millones —anunció Miley mientras volvía a meter todos los papeles en el sobre y se lo entregaba a su madre—. Y no se trata
de dólares —añadió mientras se dirigía de nuevo de camino al bar—, sino de libras esterlinas.






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