viernes, 26 de octubre de 2012
Summer Hot Cap.7
—Vamos mamá ¡anímate!
Miley dio un salto hacia atrás, intentando alejarse de las gélidas gotas de agua que su hijo le lanzaba desde el río en un intento de animarla a bañarse. ¡Antes muerta! Le gustaba el agua como a cualquier hijo de vecino, de hecho adoraba bañarse en las playas de arena fina y olas cálidas del Mediterráneo y tampoco le importaba darse algún que otro chapuzón rápido en las aguas del Alberche o nadar un poco en el pantano de San Juan, pero el río en el que estaban pasando el día no era apto para personas.
Sí, reconocía que las piscinas naturales del río Pelayo, en Guisando, eran un paraíso de la naturaleza: lagunas de agua clara rodeadas de árboles; la fragancia de la jara, el tomillo y el brezo inundando cada centímetro del monte; los pájaros piando acojonados por si algún águila despistada los usaba de desayuno y, arriba del todo, casi rozando las nubes, algún que otro buitre negro oteando la montaña en busca de carroña. Pero... Tanta naturaleza en estado puro no era para ella.
Esa misma mañana su suegro y su hijo habían decidido que era un día perfecto para ir a Guisando. Miley no veía por ningún lado la perfección del día. Hacía demasiado calor, el sol quemaba sin compasión y el aire no corría; para ella era el día perfecto para quedarse encerrada frente al ventilador —en casa de su suegro no existía el aire acondicionado—. No obstante, había decidido ir; ella y media familia, porque una de las cosas que tenía el pueblo era que las noticias corrían más rápido que la pólvora. En el tiempo que había tardado en meter en la bolsa un par de toallas, hacer unos bocadillos y ponerse el biquini, medio pueblo se había enterado de la excursión al río y había decidido apuntarse.
Y allí estaba, asada de calor, con la espalda colorada, la nariz al rojo vivo y los pies desollados. ¡Malditos pedruscos!
Miley adoraba la playa, la arena fina que le acariciaba las plantas de los pies y se escurría entre sus dedos. En el río no había arena, sino afilados guijarros; donde no había guijarros había agujas de pino, y donde no había ni lo uno ni lo otro, simplemente eran rocas; peñascos de aristas puntiagudas cubiertos de musgo asqueroso y resbaladizo. ¡Y a nadie le importaba! Los niños iban de acá para allá descalzos, saltando como cabras sin hacerse ningún rasguño; los adultos se sentaban en las piedras y charlaban con la botella de agua a mano y, mientras, ella se clavaba las piedras en el culo y las agujas de los pinos en los pies. ¡Vaya mierda!
Pero no podrían vencerla, no lloraría pidiendo clemencia ni clamaría por un alma compasiva que le llevara en coche hasta el pueblo, al refugio de su ordenador. No. Sería fuerte. Por tanto, nada más llegar al claro y comprobar que todo el mundo se dedicaba a charlar y bromear, ella se hizo invisible (o al menos lo intentó). Buscó un hueco de suelo sin piedras, puso allí su toalla y se acomodó cual Toro Sentado, rumiando su mala leche en silencio.
Y así se había quedado hasta que su suegro intentó convencerla para dar una vuelta por el monte.
—¿Para qué? —respondió Miley, cogiéndose las rodillas.
—Para respirar aire puro.
—Ya lo respiro aquí, gracias —respondió sonriendo (más o menos) y mirando el reloj. No había trascurrido ni una hora desde que habían llegado, aún le quedaba todo el día por delante.
Poco después rae su hijo quien se acercó a ella animándola a jugar una partida de tute. No parecía mala idea, aceptó.
En el mismo momento en que se sentó a jugar se vio rodeada por la familia, y todos, ¡todos!, jugaron. Daba igual la edad, el sexo o si sabían o no las regías; era una actividad en familia, por tanto todo el mundo era bienvenido y todo valía, hasta las trampas. Ella estaba acostumbrada a jugar en Madrid al póquer en serio; en una mesa, en silencio. Lo dicho, el pueblo no era para ella. Jugó una partida y se fue, sólo para ir a parar al grupo de las tías.
Las madres preparaban la comida, los hombres jugaban a la petanca, los niños y ándanos hacían trampas en el tute y las abuelas se sentaban muy juntas en un círculo de sillas de piscina, dispuesto única y exclusivamente para ellas; para las decanas de la familia. Hacían una pina y hablaban sobre unos y otros sin molestarse en bajar la voz. A veces llamaban a algún despistado para que fuera a charlar con ellas, y ella estaba despistada. En honor a la verdad, debía reconocer que incluso se lo había pasado bien, más o menos. Las abuelas eran como una enciclopedia heráldica del pueblo, lo sabían todo de todos y su misión en la vida era enseñar a la juventud todo sobre sus ancestros. У María se había convertido por obra y magia de su matrimonio con «el hijo del Rubio» en parte de esa juventud. Aunque llevara años divorciada, aunque ahora fuera viuda, daba lo mismo. Era la madre del «nieto del Rubio» y, como tal, tenía que estar enterada de todo. Le interesara o no.
Cuando logró escapar de sus garras, se acercó hasta orilla del río con la intención de remojarse un poco, a ver de esa manera lograba deshacerse del incipiente dolor de cabeza que tenía. Metió un pie en el agua y lo sacó al segundo con los dientes castañeteando. ¡Dios! ¿Cómo podía estar tan fría? Y lo que era más importante, ¿cómo podían los primos, tíos, sobrinos y demás caterva de familiares estar a remojo, tan tranquilos, en esa agua gélida?
Niños pequeños y no tanto, bebés enseñando la colita, mamas embarazadas, padres haciendo aguadillas a sus hijos... Todos tan felices, sin síntomas de congelación, con los labios sonrosados en vez de morados y la piel lisa en vez de erizada. No lo entendía, ella se había quedado helada.
Y justo en ese momento, a traición, su hijo la había salpicado. ¿No habría en aquel lugar perdido de la mano de Dios un caballero andante que la rescatara de la familia, el agua helada y el aburrimiento crónico?
—Vamos, prima, anímate —oyó una voz conocida a su espalda—. El agua tiene que estar divina.
—Justin, hola —saludó sorprendida. No lo había visto en toda la mañana—. ¿También a ti te han liado para un día de campo?
—No. Yo me he liado solo. Se me ocurrió ir al Rincón del Ángel a comer y allí me contaron que toda la familia había venido a Guisando. Me dije, ¡demonios! ¿Nadie me ha avisado? ¿Será que no quieren que vaya? Por tanto no podía hacer otra cosa que venir hasta aquí a cerciorarme del desplante.
—¡Mira que eres mal pensado! —dijo Miley, divertida.
—No sabes cuánto. Anda, alejémonos de la orilla, tu crío es capaz de lanzar otra andanada de hielo líquido y, si lo hace, no respondo de mis actos —afirmó simulando un escalofrío.
A partir de ese momento, al contrario que por la mañana, la tarde pasó volando.
Definitivamente Justin y ella eran almas gemelas. No les gustaba el campo, no les gustaba el río y no les gustaba el pueblo.
Justin era un poco como su exmarido, él tampoco se sentía en el pueblo como en casa. Al igual que Kevin, había estudiado allí hasta que pudo escaparse a una ciudad para cursar la carrera, luego no había vuelto más que para pasar las vacaciones o algún fin de semana suelto. Pero a diferencia de su ex, por lo que ella sabía, Justin mantenía su polla dentro de los pantalones.
Durante toda la tarde pusieron cara de asco cuando vieron a las arañas correr por los troncos de los árboles, esquivaron con sonrisas las llamadas del «Círculo de Tías», se alejaron disimuladamente de la orilla del río y jugaron un par de manos al póquer. Ellos dos solos. Justin perdió, por supuesto.
Tras pasar toda la tarde con él, llegó a una conclusión: Justin no era su amante misterioso, imposible. Era demasiado dulce, demasiado tranquilo, demasiado... previsible. Y sin saber por qué, se sintió decepcionada y aburrida. Y no porque Justin fuera aburrido, sino porque tenía la cabeza en otros temas.
Dejó su mente vagar hasta el claro del bosque donde estaba oculta la cabaña. ¿Estaría esperándola? Sintió una punzada de anhelo en el estómago. Deseaba estar allí, con él, escuchando su voz susurrante, sintiendo sus manos acariciándola… Haciéndole sentir especial, querida, adorada. ¡Qué tontería! Era sexo y sólo sexo, y además era peligroso. Si él decidía irse de la lengua, jamás podría volver a mirar a la cara a su hijo ni a su suegro, ni ya puestos al resto del pueblo. Aunque esto último, siendo sincera, le importaba un comino. Pero, sabía sin lugar a dudas, que él jamás le haría daño.
—¿Qué te pasa? Te has quedado seria de repente —preguntó Justin, acariciándola la mejilla con un dedo.
—Estoy cansada de estar sentada sobre una piedra —respondió Miley, y no mentía, al menos no del todo.
—Vámonos
—¿Adónde? No hay ningún sitio al que ir aquí arriba —sonrió sin ganas. Podían ir al río o internarse en el bosque. No había más opciones.
—Al pueblo. Podemos ir al kiosco a tomar algo. Aún es pronto.
—Exactamente. Es demasiado pronto, aún quedan como poco un par de horas para que la gente decida marcharse —contestó mirando el reloj. Eran poco más de las nueve de la noche—. Seguro que quieren cenarse las tortillas que han quedado...
—Podemos irnos solos. Tengo coche, ¿sabes?
—No me parece bien dejar a Frankie y a mi suegro. He venido con ellos.
—Están muy entretenidos, lo mismo ni se dan cuenta —dijo Justin levantándose—. Diles que te vas y listo, no son tus niñeras.
—Mmm. ¿Eso que estoy oyendo es una orden? —preguntó juguetona.
—No, mujer, claro que no. Es sólo una... sugerencia.
—Bueno, en ese caso, sugiero que les preguntemos si no les importa y luego nos vayamos cagando leches de aquí.
Pero no fue tan fácil. Su suegro y su hijo no estaban por ningún lado; según parecía, se habían ido a ver a los buitres con El Vivo. Lógicamente, pensó Miley para sí misma, no se iban a ir con un muerto.
Por si la desaparición de su familia más cercana no fuera suficiente, ella necesitaba urgentemente un poco de privacidad. Al final decidieron buscarles cada uno por su lado y volver a encontrarse frente al círculo de tías.
«Esto es justo lo que más odio del monte», pensó Miley internándose en la arboleda. «Puedo soportar los bichos, los parientes, el agua helada, incluso la incomodidad del suelo; pero lo que no soporto de ninguna manera es tener que andar por mitad del bosque, perdida de la mano de Dios y expuesta al ataque de cualquier animal salvaje, para hacer un pis. ¡Joder!».
Miley caminó con cuidado, intentando no golpearse (demasiado) con las piedras y las ramas caídas que llenaban el suelo. Un par de veces miró hacia atrás creyendo que ya podía aliviarse y en las dos ocasiones negó con la cabeza. Estaba lejos del campamento pero no lo suficiente como para bajarse el biquini, ponerse en cuclillas y quedarse a gusto.
«Odio el pueblo», pensó, sintiendo escalofríos. «¿Cómo puede ser que por la mañana haga un calor de muerte y en cuanto cae el sol se levante por fin el aire? Justo cuando ya no hace falta ¡Es injusto!».
Estuvo tentada de darse la vuelca e ir a por algo de ropa. El biquini, aunque no era diminuto, tampoco tapaba mucho y, por si fuera poco, no se había puesto calcetines y las deportivas le estaban haciendo polvo los dedos de los pies.
Se giró de nuevo. El campamento no se veía por ningún lado. Lo cierto era que, entre pensar en lo mucho que odiaba el pueblo y alejarse de la gente, llevaba andando más de un cuarto de hora.
—¡Genial! Ahora me he perdido, joder. Se acabó, ¡ningún lobo me devorará con la vejiga llena!
NOTA: se que habia puesto el Nombre de "Joe" como el ex marido de Miley jaja pero ya no me gusto asi que lo cambie por "Kevin" y no es el Jonas ehh es el que salio con Miley en el video de rock mafia
"Kevin Zegers"
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario