Al día siguiente, Joe la llevó al café. Se acercaba la fecha de la inauguración y, como resultado, Miley estaba de los nervios.
El papeleo estaba solucionado y habían llegado los primeros suministros, de modo que tenía todo lo que pudiera necesitar. Lo único que quedaba por hacer era abrir y… empezar a trabajar.
Había puesto un anuncio para contratar tres empleados.
Necesitaba una persona para atender el mostrador y un ayudante en la cocina, además de un conductor que se encargase del transporte cuando empezase con los caterings.
Por fin estaba haciendo realidad el sueño de tener su propio negocio y nunca había tenido más miedo en toda su vida.
Después de hacer unas cuantas llamadas para programar entrevistas, sacó los suministros de las cajas y empezó a guardarlo todo en la trastienda. Cuanto más pensaba en la inauguración, más ganas sentía de vomitar.
Aquello era por lo que tanto había trabajado. Nick se lo había puesto muy fácil, desde luego, pero lo habría conseguido sola tarde o temprano.
El móvil le sonó en ese momento y cuando miró la pantalla vio que era su madre.
–Vaya, siempre llama en el peor momento –murmuró.
Estuvo a punto de no responder, pero eso sería una cobardía y, además, luego tendría que escucharla quejándose de que la evitaba. No, mejor lidiar con ella lo antes posible.
Además, su madre era inofensiva. Un desastre, pero totalmente inofensiva.
Dejando escapar un suspiro de resignación, Miley respondió:
–Hola, mamá.
–¡Hola, cariño! ¿Cómo estás? Hace tiempo que no hablamos.
Miley sonrió, a su pesar. Sabía que ella la quería y no era culpa suya que fuera… en fin, no sabía muy bien cómo describir a su madre.
–Estoy bien, mamá. ¿Y tú? ¿Qué tal en París? –París ha sido maravilloso, pero ahora estamos en Grecia, donde hay un sol maravilloso.
–¿Cómo está Doug?
Miley contuvo el aliento, esperando no haber metido la pata. ¿Su madre seguía con Doug o habría cambiado de novio?
–Lo estamos pasando de maravilla y me ha dicho que te mande un beso.
Miley enarcó una ceja, escéptica, porque aún no lo conocía. Y dudaba que fuese a conocerlo.
–¿Cuándo volverás, mamá?
Ella no sabía que estaba embarazada y no le parecía buena idea contárselo por teléfono. Además, seguramente se consideraba a sí misma demasiado joven y demasiado guapa como para ser
abuela, de modo que se llevaría un disgusto.
Aunque le gustaría compartir la noticia con ella, no quería estropearle el viaje.
Y se lo estropearía, estaba segura.
–No lo sé. Lo estamos pasando tan bien… no hay prisa, ¿no? A menos que me necesites, claro. ¿Ocurre algo, cariño?
–No, no ocurre nada. Pásalo bien, mamá. Hablaremos otro día.
–Un beso, cielo.
–Otro para ti.
Después de guardar el móvil en el bolsillo, Miley se quedó mirando la cocina durante unos segundos, sintiendo un peso sobre los hombros.
Lamentaba no poder tener una relación normal con su madre. Le encantaría tener una como la de Miley… Gloria adoraba a sus hijos y siempre les había ofrecido su apoyo y su amor incondicional. Por el contrario, aunque su madre tenía buenas intenciones y la quería de verdad, sencillamente no era una persona maternal.
Después de guardar los últimos suministros, salió del local y cerró la puerta.
Pero cuando se daba la vuelta vio al chófer de Nick esperándola.
Ya no era tan orgullosa como para rechazar que la llevase a casa.
No le importaba ir dando un paseo, pero su abdomen era cada día más pesado y sus pies empezaban a protestar.
Cuando John la dejó en la puerta de su apartamento, se quedó sorprendida al ver una cesta con un lazo azul.
Miley llevó la cesta al cuarto de estar y leyó la tarjeta que había dentro de un sobre…
Perdóname.
Cam.
Dentro de la cesta había un uniforme de los Yankees del tamaño de un recién nacido. Sin poder evitarlo, esbozó una sonrisa y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Era adorable.
También había un osito de peluche, una pelota de béisbol, un diminuto guante de béisbol y dos entradas para el próximo partido de los Yankees.
Si Nick hubiera estado allí le habría echado los brazos al cuello y lo habría perdonado. Y, por eso, se alegraba de que no estuviera allí.
No debería perdonarlo. Estaba siendo un felpudo mientras Nick pasaba continuamente del doctor Jekyll a Mister Hyde.
Había tenido cinco meses para olvidar que aquel bebé iba a reemplazar al hijo que había perdido. Era tiempo suficiente, ¿no?
–Ay, Nick… ¿qué voy a hacer contigo? ¿Con nosotros? Lo único que podía hacer era rezar para que cambiase de opinión.
Porque si no era así lo perdería y Miley haría cualquier cosa con tal de evitarle a su hijo el dolor de saber que su padre no lo quería.
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