Presintió, más que oyó, al hombre alejarse de ella y, sin pensarlo dos veces, se giró, extendió las manos y le sujetó con fuerza la muñeca.
El desconocido se quedó petrificado. Su mente estaba tan pendiente de captar un último atisbo del precioso cuerpo de Miley antes de salir de la cabaña, que no se había percatado de que ella podía darse la vuelta, girarse hasta quedar frente a él, cara a cara. Su peor pesadilla había ocurrido.
Sus ojos mostraban todo el terror que rugía en su alma, pero María no lo vio.
No pudo verlo. Tenía los ojos cerrados.
—Espera —dijo temblorosa, con la cabeza baja y los ojos apretados fuertemente.
—No... —susurró el hombre.
—No te vayas...
—No puedo quedarme... No debes saber... —Se interrumpió al verla caer de rodillas en el áspero suelo.
—No romperé las reglas del juego —afirmó.
Recorriendo con sus manos las perneras de los vaqueros hasta dar con el final de la tela, se los bajó lentamente, gimiendo ante el tacto de las piernas cubiertas de suave vello. Los pantalones volaron hasta una esquina cuando los pies grandes y morenos se deshicieron
de ellos de una patada. Miley sonrió ante su impaciencia, se acercó a sus rodillas y deposito un suave beso en cada una. Le acarició los pies y subió, tanteando con las yemas el camino hasta sus genitales, siguiendo con labios y lengua el recorrido trazado a fuego con sus dedos.
El hombre jadeó con fuerza al sentirla sobre su piel. No podía verle la cara, seguía teniendo la cabeza inclinada. Posó una mano sobre su dorada coronilla, más por intentar mantener el equilibrio que por impedirle alzar la vista.
Cuando los gruesos y húmedos labios ascendieron por su ingle, cuando la cálida y suave mejilla rozó su pene, cuando los dedos acunaron con cuidado sus testículos, creyó que moriría. Cuando un húmedo roce acarició su glande, supo que estaba muerto y en el paraíso.
Miley aprendió la forma y el tamaño del pene con la lengua y los labios. Acarició con la palma de la mano los testículos a la vez que con los dedos presionaba suavemente el perineo y sonrió sobre el pene cuando lo oyó gruñir de placer.
Los labios de Miley rodeaban la corona de su verga, apretaban y soltaban; su lengua se introducía en la uretra tomando cada lágrima de semen que escapaba de ella. Los delicados dedos jugaban con sus testículos, los abandonaban subiendo por toda la longitud del pene acariciando la superficie tersa, tan sensibilizada que casi dolía con cada roce. Casi... Los dientes arañaban suavemente la piel del frenillo. Él dejó caer la cabeza hacia atrás y apretó los dientes para evitar gritar de placer.
Miley abrió los labios y él le enterró el pene en la boca, hasta que chocó contra la garganta.
Jadeó con fuerza al sentir el glande rozándola el paladar, al notar cómo los dientes le arañaban suavemente al subir y bajar por toda la longitud de su verga, cómo acariciaba con la lengua cada vena hinchada, cómo sus preciosas mejillas se contraían y presionaban al absorber con fuerza la corona del pene.
—Voy a correrme —logró decir.
Miley aumentó la presión, sus labios subieron y bajaron más rápido, sus dedos recorrieron el perineo más intensamente—. No... puedo.... contenerme... más —susurró sin aire—. Sepárate —avisó sin soltarla el cabello que tenía asido en las manos.
Ella le ignoró. Lo absorbió con fruición, sin detenerse para respirar, regodeándose en la palpitación de las venas hinchadas que recorrían su enorme y perfecto pene.
Gritó cuando el orgasmo explotó en sus testículos, quemándole. Eyaculó con fuerza en el interior de la boca de Miley y ella capturó cada chorro de semen en su garganta, le alentó con su lengua, pidiendo más, hasta que no quedó una sola gota. Entonces, y sólo entonces, le permitió salir de su boca.
Él perdió el equilibrio y dio varios pasos tambaleantes hacia atrás, todavía desorientado por el placer recibido. Apoyó la mano en la pared, jadeando e intentando recuperar el aliento.
Miley seguía de rodillas, la cabeza inclinada, sus pechos subiendo y bajando rápidamente por la respiración agitada.
El desconocido inspiró y expiró profundamente varias veces. Cuando sintió que el control volvía a su cuerpo, se alejó de la pared y dio un paso, dos, tres; hasta quedarse erguido frente a ella y sin saber qué hacer.
No podía descubrirse, no podía romper el juego o el sueño terminaría.
La rodeó hasta quedar detrás de ella, hincó una rodilla en el suelo y susurró algo en su oído. Luego se levantó y caminó hacia la puerta sin mirar atrás.
La tenue luz del final de la tarde penetró en la cabaña, iluminando débilmente los pies desnudos del hombre. Miley levantó la vista del suelo rápidamente, pero sólo le dio tiempo a verle dar el último paso y observar sus piernas velludas y bien formadas, sus nalgas duras, su cintura estrecha... Luego las sombras del porche se tragaron los colores y sólo pudo ver que era alto y que el pelo le caía en mechones alborotados hasta la nuca. Nada más.
Se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo y suspiró.
Era extraño, pensó, en vez de estar avergonzada o aterrorizada por lo que acababa de hacer, se sentía segura, protegida... Cuidada. Adorada.
Sonrió al recordar su última orden, arrodillado tras ella con su aliento susurrando en el oído y su aroma a sudor y sexo impregnado en la piel.
—Vuelve. —Suplicó más que ordenó.
Pasaban cinco minutos de las siete de la madrugada cuando el primer rayo de sol consiguió atravesar el dosel de encinas y pinos que rodeaban la cabaña. Se coló subrepticiamente por las cortinas abiertas de la ventana y atravesó sin prisa el suelo hasta llegar a la cama sobre la que dormía, inquieto, un hombre desnudo.
El hombre despertó al sentir el calor de la luz sobre su cuerpo, se cubrió los ojos con el antebrazo y gruñó. Se rascó el pecho y suspiró al sentir presión en la ingle. Deslizó la mano hacia el ombligo, hasta tocar la cabeza hinchada y humedecida de su pene erecto.
Volvió a gruñir.
Rodeó con los dedos el glande y apretó, sus piernas se abrieron involuntariamente y sus nalgas se tensaron.
—Joder —exclamó con voz ronca.
Retiró el antebrazo que lo protegía del sol y abrió los ojos sin dejar de acariciarse lentamente.
Apenas había dormido un par de horas, pero se sentía con más fuerzas que nunca en su vida. Había tardado horas en regresar a la cabaña la noche anterior, asustado por si ella todavía estaba allí esperando para verle la cara, para reconocerle.
No le había importado internarse desnudo en el bosque ni caminar descalzo sobre las punzantes hojas de los pinos que abarrotaban el suelo hasta que las plantas de sus pies se quejaron de dolor. Lo único que le importaba era alejarse de allí.
Huir. Sí, huir.
Ella había vuelto, se había entregado al juego con él. Sin saber quién era. Sin que aparentemente le importara. Y no sabía si sentirse aliviado o enfadado.
Aliviado porque por fin se hacía realidad su sueño.
Enfadado porque siempre sería eso, un sueño.
«No romperé las reglas del juego». Para ella no era más que un juego excitante. Un momento de placer que, estaba seguro, olvidaba en cuanto salía de la cabaña.
—Pero en mi mano está que no olvide —afirmó jadeante. Sus dedos subían y bajaban aferrados con fuerza al tronco de su pene; la otra mano acariciaba los testículos. Sus piernas se abrieron más aún, bajó los dedos hasta tocar el perineo, imaginando que era Miley tentándole de nuevo. Dejó que sus parpados se cerraran, recordando. Había soñado con ella todas las noches durante largos años, había saboreado su piel, besado sus labios, penetrado en su cuerpo de mil maneras distintas. De formas tan eróticas y excitantes que se despertaba gritando en mitad de la noche con las sábanas empapadas por el orgasmo y el cuerpo temblando de placer.
Aferró el pene con más fuerza y deslizo los dedos velozmente hasta el glande, oprimiéndolo. Gotas de semen le humedecieron la palma. Apretó las nalgas sin dejar de acariciarse el perineo igual que ella lo había hecho la tarde anterior.
Gimió al recordar. Miley no se había asustado de su sexualidad brusca y exigente, no había salido corriendo, sino todo lo contrario, había exigido más.
—¿Quieres más? —Jadeó arqueando la espalda, a punto de correrse—. Cariño... No sabes... No tienes ni la más remota idea de lo que he soñado hacerte cada noche.
Abrió los ojos y fijó la mirada en el techo de la cabaña. Apretó los dientes, la determinación se reflejaba en sus facciones.
—¿Quieres jugar? —preguntó al aire—. Yo quiero mis sueños —afirmó soltando su pene—. Quiero todas y cada una de las noches que has hecho que me corra en las sábanas.
Se levantó de la cama ignorando el dolor que le asaeteaba los testículos, ignorando el semen que bullía en ellos.
—No voy a manchar más mi cama. O al menos no voy a hacerlo solo —aseveró, apretando la mandíbula.
Todavía desnudo, abrió uno de los cajones del aparador, sacó un metro, papel y bolígrafo. Miró al techo, calculando.
Tenía muchas cosas que hacer, no iba a perder el tiempo masturbándose. Ya no.
Al ferretero no le gustaba nada madrugar, de hecho lo odiaba; por eso siempre llegaba tarde al trabajo. Claro que no tenía la mayor importancia, ya que él era el jefe y, si no era puntual, no pasaba nada. O eso solía pensar.
Esa mañana, como todos los días, pasaban quince minutos de las diez cuando por fin aparcó frente a la entrada de su negocio.
Con la espalda apoyada en la pared, los pies cruzados, las manos en los bolsillos y una cara de mala hostia tremenda le esperaba un hombre de casi dos metros de altura, vestido con unos vaqueros desgastados, botas camperas y una camiseta blanca sin mangas que dejaba
entrever unos brazos morenos y musculosos. Un mechón de pelo negro le caía sobre los ojos claros, haciéndole parecer aun más amenazador.
El tendero tragó saliva y se apresuró a subir las rejas. En el momento en que abrió la puerta, el desconocido entró y sin mediar palabra le enseñó un papel. Lo cogió y sin hacer preguntas comenzó a depositar cada cosa de la lista sobre el mostrador. Conocía al hombre; de hecho, a tenor de todo lo que le había comprado en los últimos años, estaba seguro de que el tipo tenía que ser un verdadero manitas. Un manitas taciturno al que no le gustaba charlar.
El hombre pagó, gruñó un «hasta la vista» y se marchó. Tenía prisa. Aún le quedaba por comprar lo más importante. Se montó en el coche y tamborileó con los dedos sobre el volante.
¿Farmacia o algo más... específico? Metió la llave en el contacto y encendió el motor. Sonrió, lo que podía conseguir en la farmacia era muy poco para todo lo que tenía pensado: una caja de preservativos, mejor dos, un tubo de lubricante… Poco más.
Sacó de la guantera una página arrancada de un periódico, estudió la dirección que esa misma mañana había rodeado con rotulador rojo y entornó los ojos. La calle no estaba lejos. Dejó caer la hoja sobre el asiento del copiloto, aceleró y salió derrapando del aparcamiento. Tenía muchas cosas que hacer. Por primera vez en sus treinta y seis años de vida iba a entrar en un sex shop. Esperaba que estuviera a la altura de sus expectativas.
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