«Más alto que yo, piel morena, manos fuertes… ¿Qué más? ¡Qué más!»
Se había repetido esa pregunta una y mil veces en el tiempo transcurrido desde su visita al campo. Dos días sin salir de la casa eran muchos minutos dedicados a comerse el coco, y eso era a lo que se había consagrado sin tregua: a preguntarse por qué no había salido corriendo cuando tuvo la oportunidad; por qué había reaccionado de esa manera... Pero sobre todas las cosas, se había estrujado una y otra vez el cerebro intentando reconocer una voz que estaba segura que no era la primera vez que escuchaba.
Para las dos primeras preguntas tenía respuesta: no había huido porque no se había sentido amenazada, más bien todo lo contrario, y había reaccionado de esa manera porque era una mujer normal y corriente con las fantasías que toda fémina tiene en algún momento de su vida.
El último interrogante seguía siendo una incógnita. Y eso la llenaba de frustración. Si él hubiera hablado en un tono de voz normal en vez de dedicarse a susurrar, lo hubiera reconocido. Pero no, el muy cabrón lo sabía, por eso había bajado la voz.
Miró por la ventana, la gente del pueblo caminaba por las calles ajena a su angustia. Llevaba dos días encerrada, horrorizada de pensar que en el momento en que pisara la calle, la gente la señalaría con el dedo mientras murmuraba lo zorra que era por dejarse sobar por el primer tipo que se le presentaba.
Pegó la frente al cristal y cerró los ojos. ¡Era lo que le faltaba! No sólo era «una extraña» a la que todo el mundo miraba y sobre la que casi todos cuchicheaban, ¡ahora además les había dado motivos para hacerlo! ¿Cómo había sido tan inconsciente?
Por el momento su suegro parecía no saber nada, pero estaba segura de que antes o después le llegarían rumores; al fin y al cabo se había dejado masturbar por un hombre —desconocido para más señas—, y los hombres jamás mantenían la puta boca cerrada.
Temía con pesar el momento en que su suegro lo descubriera. No diría nada, la apreciaba demasiado como para mencionárselo, pero la observaría con esa mirada horrible, mezcla de pena y desilusión que dedicaba a quienes le decepcionaban. Y ella no podría soportarlo.
No. Estaba decidido, no saldría de casa hasta el final de las vacaciones, para lo cual únicamente faltaban tres semanas. ¡Joder! ¿Por qué demonios le había prometido a su hijo que pasarían las vacaciones en el estupido pueblo? Porque su padre había muerto ese invierno y Frankie quería pasar las vacaciones en el pueblo, como todos los años, pero no quería estar solo.
Desde su separación, hacía ya cinco años, Frankie pasaba julio en la playa con ella y agosto en el pueblo con su padre. Este año su hijo quería ir al pueblo a toda costa, encontrarse con sus primos, que de paso también eran sus mejores amigos, y refugiarse en brazos de su tío y de su abuelo; pero no quería enfrentarse solo a la mirada compasiva de la gente. Así que Miley se resignó, olvidó la playa por un año y acompañó a su hijo a Mombeltrán. Aún se estaba arrepintiendo.
Se levantó del alféizar de la ventana y se dirigió hacia la única parte de la casa que consideraba suya: su habitación, su escritorio. El portátil estaba abierto sobre éste. Tres semanas no eran demasiadas si tenía Internet al alcance de un clic. Encendió el PC y esperó. Ni siquiera Internet tenía prisa en ese lugar perdido de la mano de Dios.
—Miley, hija, no te lo tomes a mal, pero nos tienes preocupados —dijo Paul entrando en su habitación sin llamar. Miley frunció el ceño—. Llevas dos días encerrada en casa. Deberías salir, al fin y al cabo estás de vacaciones.
—Estoy bien aquí, gracias Paul —contestó educadamente a su suegro. Que el hijo hubiera sido un malnacido no significaba que el padre fuera mala persona; de hecho, era todo lo contrario.
—No estás bien. Nadie puede estar bien encerrado entre cuatro paredes. ¿Ha pasado algo?
—Por supuesto que no. —«Dímelo tú», pensó. «¿Te ha dicho alguien que soy una puta?»
—Estamos preocupados por ti, hija.
—No os preocupéis. Estoy bien. Gracias —mintió Miley, tamborileando con los dedos sobre el escritorio.
—Frankie y yo hemos pensado en ir esta tarde a Icona a merendar, nos gustaría que nos acompañaras.
—Odio comer en el campo —aseveró Miley.
Icona era un prado lleno de hierbajos y bichos, con un arroyo poblado de mosquitos chupa sangre al que iba medio pueblo a merendar y chismorrear. No quería encontrarse con nadie.
—Miley, tu hijo ha perdido a su padre... —La interpelada alzó la cabeza para encontrarse con la mirada apesadumbrada de Paul— y su madre no le hace caso porque se pasa el día encerrada en su cuarto. No creo que sea justo para Frankie. —Miley se mordió los labios al darse cuenta de que estaba siendo, además de cobarde, egoísta—. Deja de hacer el idiota y acompáñanos. El pueblo no es tan malo.
—Está bien. Iré.
La merienda no estuvo mal, nadie la miró raro ni susurró en su presencia, tampoco se formaron grupitos para comentar a sus espaldas, o al menos ella no los vio. De hecho la gente fue muy amable, o todo lo amable que se puede ser con una persona que apenas habla. Miley sabía que estaba siendo irracional, pero estaba muerta de miedo.
Con el paso de las horas —una merienda en el pueblo significaba pasear por el campo de mesa en mesa desde las seis de la tarde hasta que volvían a casa a las doce de la noche— Miley se fue relajando, sobre todo al comprobar que por lo visto su semental era el único hombre del mundo que no andaba cotorreando sobre sus conquistas.
Comenzó a observar a todos los hombres que había a su alrededor. Eliminó a todos los que no fueran del pueblo y alrededores; el desconocido tenía ese acento abulense único y especial, aun hablando en susurros. Descartó a los que eran más bajos que ella, lo cual era bastante difícil, ya que medía poco más de metro y sesenta y cinco; desechó también a los que no estaban bronceados, pero casi todos lo estaban, al fin y al cabo trabajaban en el campo y eso implicaba piel morena. Observó las manos, recordaba perfectamente las del desconocido: grandes, fuertes, morenas, de uñas limpias y cortas, como las de la mayoría de los hombres del pueblo. También se fijó en el calzado, revisó atentamente a aquellos que llevaran botas camperas, aun sabiendo que era una soberana estupidez; todo el mundo tenía al menos un par de botas en su armario. Intentó recordar algo más. Creía que el desconocido tenía el cuerpo duro, musculoso... pero no estaba segura, sólo lo había sentido contra su espalda, y lo que más había notado era su tremenda erección... Y claro, no podía ir mirando el paquete a los hombres, no era plan; aunque más de una vez se descubrió haciéndolo. «¡Joder!»
Para contentar a su hijo se intentó relacionar con la gente. Saludó a primos, tíos, cuñadas de primos, abuelos de primos y demás familia, que por cierto componía medio pueblo. Uf, lo odiaba. Era lo malo de aquel lugar, la mitad de la gente era familia directa de su suegro y la otra mitad, de su difunta suegra... Un horror. Era imposible alejarse de tanto besuqueo, abrazo e interrogatorio familiar.
Se pinchó con los pelos del bigote al besar a tía Ana, la única hermana soltera del cuñado de Paul; respondió con calma a la prima Inés, prima hermana de su exmarido y dueña de la única peluquería del pueblo, lo que la convertía en la fuente oficial de (des)información, a la que todo el mundo acudiría en busca de noticias en cuanto Miley se diera la vuelta. Sonrió educada ante la parrafada que le echó Peter sobre las tierras que nadie cuidaba, primo segundo del primo hermano de su ex, y rezó para que un rayo la fulminara ipso facto ante la cháchara de más de media hora de la tía abuela Eustaquia, hermana de alguno de los cuñados de los primos de quién sabe qué familiar. Consiguió alejarse de ella al ver a su cuñado apoyado en el tronco de un árbol.
—¡Anda! ¡Si ése es Nick! —gritó, no porque estuviera entusiasmada de ver a su cuñado, sino porque la tía Eustaquia era sorda como una tapia— ¡Hace años que no le veo!
—Hijita, deberías ir a saludarlo, seguro que tiene muchas cosas que contarte.
—Lo dudo —dijo entre dientes Miley.
—¿Que has dicho?
—¡Seguro! ¡Voy a saludarlo! ¡Adiós!
Echó a andar antes de que la buena señora cambiara de opinión y la volviera a coger del brazo para seguir hablando. Disimuladamente se limpió la cara con la camiseta; no sólo estaba sorda como una tapia, también era campeona en el lanzamiento de perdigones entre dientes...
«¿Qué le costaría comprarse una dentadura postiza? Seguro que así se ahorraría muchísima saliva.»
un capi mas !!!!
comenten si les gusta para seguirla o no jijiji
besitos las amo♥
holaaa me encantooo, me gustaria q entres a mi blog y leas mi nove my life, y me dieras tu opinion si es posible dejando un comentario gracias... amo como escribis y tus noves me dejan con el wtf? jajajajajaj
ResponderEliminarbesooos
agus mar
JesusauuuuurioooO!
ResponderEliminarque es esto, Michelle?
*inserte aquí una risa maliciosa*
¿?
bueeeeeeee´ esto va a estar
interesante así que estaré
pendiente de los próximos capis :)
Te quiero mucho
besos y abrazos grandes