viernes, 26 de octubre de 2012
Summer Hot Cap.5
Miley se quedó petrificada al ver que él entraba en la cabaña pero no cerraba la puerta.
—¿Qué coño significa esto? —susurró para sí—. No seas idiota, sabes bien lo que significa. Te está invitando a entrar. Lo que no tienes tan claro es si vas a aceptar la invitación.
Dio un paso. Dudó. Miró a su alrededor. Los caballos en el cercado, los árboles rodeando el claro, el sol alto en el cielo. No había nadie más. Nadie que pudiera verla e ir con el cuento al pueblo. Y el desconocido, por ahora, había sido discreto.
Excepcionalmente discreto.
Había pasado una semana desde su primer encuentro. Una semana de calor sofocante, noches ardientes, sábanas empapadas en pasión insatisfecha y sueños oscuros con un hombre sin cara. Un hombre que hacía escasos segundos se estaba masturbando frente a ella sin ningún pudor, pensó, sintiendo su estómago contraerse.
Vestido sólo con los vaqueros, acariciándose lentamente el pene con una mano y los testículos con la otra, sentado indolente mientras impulsaba con un pie desnudo la mecedora de madera era la imagen más erótica que había visto en su vida.
Se mordió los labios al sentir su vagina palpitar. Se estaba excitando con sólo pensarlo. ¡Mentira! Estaba excitada desde el segundo exacto en que había decidido acudir al claro. ¡Mentira de nuevo! Llevaba excitada desde el momento en que el desconocido la había inmovilizado contra la cerca, hacía ya seis días con sus noches.
«¿Pero qué coño me pasa? —pensó, enfadada—. ¿Me falta un tornillo, o qué?»
No le iban esa clase de jueguecitos peligrosos y desconocidos; inmovilización, aceptación, ¿sumisión? ¡No! Ella era de esas. O tal vez sí... Sí con el hombre adecuado, aunque no tuviera ni idea de quién era, aunque no le hubiera visto el rostro. Un hombre alto, moreno y con una v*erga que su mano no abarcaba por completo cuando se masturbaba.
Sintió humedad entre sus piernas al recordar. Y no era sudor.
Se alegró de llevar falda, si se hubiera puesto los pantalones de lino como pensó al principio, ahora mismo estarán empapados. Observó dudosa la puerta abierta de la cabaña, la excitante invitación no pronunciada.
¿Qué debía hacer? No. Esa no era la pregunta apropiada.
¿Qué quería hacer? Entrar en la cabaña. Sin dudarla
Dio un paso.
¿Quién era el desconocido? Ni idea.
¿Era peligroso? No, imposible.
¿Por qué no? Porque no había sentido miedo estando entre sus brazos. Porque hubiera podido hacerle cualquier cosa y sólo le había dado placer. El aura que le rodeaba era dominante, salvaje y, por alguna razón, sentía que podía confiar en él.
¿Quién es él? Se preguntó de nuevo. Seguro que era un hombre normal y corriente, un tipo simpático y puede que incluso tímido en la vida real.
¿Por qué no? Siendo sincera, ella tampoco era tan atrevida ni desvergonzada en la vida real. Pero ahí, en ese claro del bosque...
Todas las personas tenían una cara oculta. Una cara que sólo mostraban en ciertos momentos. En ciertos juegos. Y esto no era más que un juego, ¿verdad? Un juego excitante y prohibido, pero un juego al fin y al cabo.
Comenzó a caminar con seguridad hacia la puerta de la cabaña. Cuando estuvo a pocos metros, se detuvo.
Estaba segura de que conocía al hombre misterioso. El susurro de su voz levantaba ecos en su memoria, pero no lograba aunar la voz con una cara conocida. No podía saber si era alguien afín a ella.
Pero si vivía en el pueblo, seguro que no.
En el pueblo todo era tranquilidad y reposo. Sus habitantes se asomaban a la ventana y veían pasar el tiempo sin la menor inquietud. Se levantaban al alba para cuidar sus campos y al regresar salían a pasear por la calle para encontrarse con otros parroquianos con los que hablar. Nadie quedaba con nadie, simplemente se encontraban por casualidad. Se sentaban en los bancos frente a las montañas y miraban la vida pasar.
Se moría de angustia al pensar en el tiempo perdido, en los segundos desperdiciados.
Ella siempre tenía algún proyecto en mente, siempre iba corriendo a todas partes.
¿Y qué importaba eso ahora? Pensó irritada por la volatilidad de sus pensamientos.
Dio un paso más hacia la cabaña y volvió a detenerse.
¡Ay, Dios! ¿Qué coño estaba haciendo? No sabía quién estaría esperándola tras la puerta. Contuvo el aliento al darse cuenta de que era eso lo que la incitaba a continuar. No tenía ni la más remota idea de qué iba a encontrar.
Se giró en dirección al camino. No iba a continuar con esa estupidez. Ni de coña.
Dio un paso, dos, tres. Se detuvo.
—¿Quién es él? —preguntó entre dientes, frunció el ceño y sonrió irónica—. ¿A qué dedica el tiempo libre? ¿Por qué ha robado un trozo de mi vida? —canturreó—.. ¿Qué soy, una mujer o un avestruz que esconde la cabeza bajo tierra? —inquirió girándose y encaminándose hacia la cabaña—. Soy una mujer adulta; una mujer decidida a coger el toro por los cuernos, o por donde haga falta. Una mujer segura de sí misma que va a cometer la mayor estupidez de su vida —finalizó, arrepentida en el mismo momento en que traspasó el umbral de la cabaña.
Se detuvo con un pie dentro y otro rúen, oteando en la penumbra del interior, pero no vio a nadie.
Entró, intrigada.
La cabaña era muy pequeña, sólo constaba de las cuatro paredes que se veían desde fuera. No había puertas que llevaran a ninguna otra habitación.
En dos de los muros se ubicaban unos grandes ventanales, tapados por tupidas cortinas que impedían el paso de la luz. La escasa claridad que iluminaba el habitáculo se colaba por la puerta entreabierta.
En el centro de la estancia había una mesa rectangular de madera con un par de sillas al lado; una gran cama, también de madera, estaba pegada a una pared junto a un arcón del mismo material que imaginó hacía las veces de mesilla; una exquisita chimenea de piedra y un aparador ocupaban la pared libre. No había nada más en la cabaña. Ni vivo ni muerto.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos. ¿No había nadie dentro? imposible. Le había visto entrar, no existía ningún lugar donde esconderse y la única salida quedaba a su espalda.
La puerta se cerró de golpe dejando la cabaña a oscuras.
Miley gritó sobresaltada. Unos fuertes brazos la rodearon desde atrás.
—Tranquila —susurró la voz de su amante misterioso— Estoy aquí.
Miley no pudo contestar, estaba perdida en su aroma, en su tacto, en su calidez.
La abrazó, cuando lo que quería hacer en realidad era arrodillarse ante ella y dar gracias a todos los dioses del cielo por su presencia.
Había aceptado la invitación.
Gimió de alivio sobre su preciosa y delicada nuca. Los minutos que había tardado en entrar habían sido los más difíciles de su vida.
Oculto tras la puerta, había esperado nervioso e ilusionado a que ella aceptara. Su pene erecto e insatisfecho le dolía esperanzado, sus testículos estaban tensos por la expectación, sus manos temblaban de impaciencia; pero lo que más le hacía sufrir eran los latidos angustiados de su corazón al pensar que ella no aceptaría, que se iría para no volver más. Y ahora estaba allí. Con él. Entre sus brazos.
Hundió la nariz en su cabello dorado e inspiró profundamente. Deseaba tumbarla en la cama y lamerla entera, saborear su paladar y fundirse con ella de todas las maneras posibles. Pero no podía. Debía permanecer a su espalda, sin descubrir su identidad, sin poder acariciarla de frente ni reposar la cabeza entre sus pechos pequeños y sedosos. La cabaña estaba en penumbra, pero las negras pupilas de María no tardarían en acostumbrarse a la oscuridad y entonces lo miraría a los ojos y sabría quién era él. Y cuando eso sucediera, el sueño se evaporaría para siempre.
No podía permitirlo. La deseaba demasiado. Llevaba demasiado tiempo esperándola.
Tomaría lo que le fuera entregado. No se arriesgaría en quimeras.
Las manos del hombre aflojaron su agarre, pero no la soltaron. Al contrario, comenzaron a recorrer su estómago, a buscar en la camisa las pequeñas aberturas entre los botones e introducir los dedos en ellas. Trazó círculos alrededor de su ombligo, deslizó las callosas yemas por los huecos de las costillas, subió lentamente hasta tocar el encaje del sujetador...
Miley jadeaba buscando aire con cada roce; sus pezones se endurecieron, ansiosos por sentir las caricias del hombre. Sus sentidos se vieron inundados con el aroma a jabón y virilidad. Inhaló con fuerza la esencia del desconocido, limpia y pura; la excitaba casi tanto como sus manos. Sintió su pene desnudo a través de la tela de la falda, pegándose a ella, quemándola en lugares adonde no alcanzaba la razón. Sus dedos se entretenían
recorriendo los bordes del sujetador, tan delicadamente que la estaba volviendo loca. Quería sentir esa orgullosa verga dentro de ella, atacándola con dureza, abriéndola con su grosor apenas intuido.
Se revolvió entre los brazos del desconocido, intentando girarse; tocar aquello que sentía contra ella. El hombre la sujetó entre sus brazos, agarró la camisa y de un fuerte tirón arrancó los botones y se la bajó hasta los codos, amarrándola con ella, impidiéndola moverse.
—No te muevas —susurró en su oído. El desconocido fijó su mirada en el movimiento agitado de los pechos de Miley y respiró profundamente, necesítala tranquilizarse o sería incapaz de contenerse. Ancló sus manos en la cintura de la mujer y la alzó en vilo. Ella se dejó caer contra él, los brazos atorados en los costados, la cabeza apoyada en su poderosa clavícula. La llevó como si fuera una pluma hasta la mesa, dejándola resbalar por su cuerpo hasta que sus pies calzados con bailarinas blancas tocaron el suelo.
Miley sintió contra la espalda la piel masculina, cálida y desnuda, los musculosos pectorales. Él dejó que sus glúteos se deslizaran sobre los marcados abdominales y el pene hinchado se encajó en la unión de sus piernas, separado de su vulva por la falda y el tanga. Gimió frustrada. Lo quería dentro.
El hombre notaba en el tronco de su verga cada arruga de tela, su glande se extasiaba con la humedad que traspasaba el diminuto tanga que ella llevaba; tanta suavidad, tanta calidez, era casi insoportable.
Le liberó los brazos de las ataduras de la camisa y empujó su espalda, obligándola a inclinarse sobre la mesa hasta sus pezones cubiertos de encaje se apretaron contra la madera pulida. Le cogió las manos y las deslizó por la suave superficie hasta que la mujer quedó con los brazos estirados por encima de la cabeza, las palmas apretadas contra la madera y los dedos extendidos.
La espalda desnuda se mostraba pálida y tentadora en contraste con la oscuridad del roble barnizado. Los muslos pegados al canto de la mesa hacían que las nalgas casi se alzaran en el aire esperando sus manos, sus caricias, su pene. Le fue alzando la falda lentamente, dejando asomar poco a poco las piernas delgadas y sedosas.
Miley sintió la calidez del ambiente en su piel cuando él le levantó la falda, pero no sintió sus dedos, ni su boca, ni su pene pegándose a ella ni siquiera cuando colocó la tela arrugada sobre su cintura y le bajó lentamente el tanga hasta quitárselo. No la tocó en ningún momento.
Gruñó frustrada y en respuesta oyó su risa sibilante. Se estiró más sobre la mesa y sus dedos tocaron algo suave. Levantó la cabeza extrañada, ante sus ojos encontró una... fusta. Se intentó incorporar de golpe. Una mano le apretó la espalda impidiéndoselo.
—¿No te gusta? —susurró en su oído—. La he hecho para ti. Pensando en ti.
—¿La has hecho para mí? —jadeó Miley acariciando el mango de la fusta entre asustada y excitada.
—Con mis propias manos —aseveró él en voz baja, casi suspirando—. Durante todos estos días tallaba y pulía la madera del mango pensando en ti, lo envolví en cuero recordando el tacto de tu cuerpo y, cuando la terminé, me masturbé imaginando que te acariciaba con ella —finalizó casi gimiendo.
—¿Dolerá? —preguntó Miley sin saber por qué. Ella no quería jugar a eso, no le gustaban esos juguetes. Entonces, ¿por qué su vagina se contraía espasmódicamente?
El desconocido no respondió, sino que recorrió los brazos de Miley hasta llegar a la mano que acariciaba inconscientemente el suave cuero.
Miley vio sus fuertes y morenos dedos asir el mango de la fusta. Jadeó entre asustada y expectante. Cerró los ojos.
Sintió una caricia tan suave como una pluma deslizarse por su espalda, dibujar círculos sobre su piel. No eran los dedos de su amante. Tampoco su lengua.
El desconocido dio un paso atrás, si quería acabar lo que había empezado necesitaba separarse de ella, de su calor.
Si la tocaba moriría de placer haciendo el más espantoso de los ridículos.
Recorrió lentamente con la flexible varilla de la fusta la piel femenina, con mucha suavidad, dejando que se acostumbrara a ella y acostumbrándose él a su vez a su manejo. Era la primera vez que la usaba para esos menesteres.
Miley estaba asombrada por la suavidad de las caricias, por la ternura en las palabras del hombre, por su propia reacción ante el juego.
Jadeó excitada al sentir una sensación distinta sobre su piel. El desconocido estaba recorriendo con sus labios el camino que creaba con la fusta, mandando escalofríos de calor por todo su cuerpo.
La piel de Miley sabía como la brisa saluda del mar en una tarde de verano, era excitante, fresca y cálida a la vez. Rozó con cuidado su mandíbula rasposa en la suave piel de su cintura; dibujó con la lengua las hendiduras del final de su espalda, deteniéndose al llegar a la tela arrugada de la falda, y volvió a subir por el camino trazado. La trémula piel femenina palpitaba a su paso, su respiración se aceleraba haciendo que sus pulmones se expandieran con fuerza. Metió una no entre la mesa y el cuerpo de Miley, retiró el sujetador y ahuecó bajo los pechos hinchados; pellizcó los pezones, alterando fuerza y suavidad mientras dirigía de nuevo la fusta hacia abajo, hasta la cintura, hasta la tela y más allá.
Miley dejó de respirar. Los labios del hombre pegado a su piel dibujaron una sonrisa.
La flexible varilla saltó sobre la tela y se detuvo sobre sus nalgas. Notó el roce picante moverse en círculos cada vez más pequeños sobre sus glúteos hasta quedar enterrado en ellos, presionando con la punta la sensible piel del ano.»
—¡No! —jadeo.
—¿No? —gimió el dejando resbalar la fusta por el perineo hasta detenerla firmemente acomodada entre los labios vaginales.
—No —exhaló Miley, sin saber si se negaba a dejarse penetrar el ano o si le pedía que no se alejara del agujero entre sus nalgas. Se temía que era por esto último, pero no tuvo tiempo de recapacitar sobre ello.
El desconocido frotó la varilla en su vulva pegándose a su trasero, acomodando en el lugar donde había estado la fusta su grueso y rígido pene.
—Sí —exclamó Miley, sin saber por qué. El hombre casi se desmayó de placer al oírla asentir. Casi murió de éxtasis al sentirla presionar el trasero contra su pene, abrir más las piernas, pegarse a él y restregarse contra él.
El desconocido perdió el control. La fusta escapó de sus manos sin fuerza a la vez que él se derrumbaba sobre la espalda de la mujer y empujaba las caderas con energía. Estaba al borde del abismo.
Se obligó a detenerse, ella debía volar primero. Sólo así él sería libre de dejarse ir.
La sujetó por la cintura con ambas manos para impedirle que siguiera moviéndose. Miley gruñó frustrada, intentó incorporarse para obligarle a acabar lo que había empezado, pero él no se lo permitió. Posó sus labios ardientes sobre su nuca y mordió. ¡Mordió! Pero en vez de sentir dolor, un espasmo de placer le recorrió el cuerpo, quemándole el útero y convirtiendo su vagina en gelatina temblorosa.
Los dedos del desconocido se deslizaron veloces por su pubis hasta acabar adheridos a sus pliegues, la palma de su mano empujando con fuerza en el clítoris mientras el dedo anular se introducía en ella.
Miley se puso de puntillas, dándole mejor acceso a su vagina, empujando con más fuerza contra el estático pene pegado a sus nalgas, sintiendo contra el perineo los testículos pesados y llenos de esperma, dispuesto a ser liberado.
—Más —suplicó.
El desconocido le concedió el deseo. El dedo corazón la penetró junto al anular, lentamente; primero las yemas, después la primera falange, la segunda... Miley empujó con mis fuerzas obligándole a hundirlos hasta los nudillos. El pulgar tomó posición en el clítoris e hizo magia sobre él.
Los sonidos del bosque se vieron rotos por jadeos roncos y gruñidos de placer, por la respiración fuerte y errática de dos cuerpos al límite de la resistencia. Al límite del placer.
—Más —gritó Miley.
Un tercer dedo se introdujo en ella bombeando coa fuerza junto a los otros. Dentro y fuera. Con rapidez y dureza. Ferozmente.
La verga impulsándose contra sus glúteos, recorriendo la grieta entre ellos con premura, tentando el ano para alejarse en el momento en que parecía que se iba a introducir en él.
El hombre hundió la cara en la sedosa melena de María, muerto de pasión y miedo. Jamás se había sentido tan excitado e inseguro. Jamás la sangre en sus venas había quemado tanto como en este momento. Jamás había perdido el control como con ella. Jamás había deseado tanto dar placer a uní mujer. Conseguir que Miley jadeara su nombre cuando llegara al orgasmo era la única razón de su existencia. Una quimera imposible, pensó cerrando los ojos.
—Necesito... —sollozó Miley—, necesito...
—Dilo —gruñó él, al borde del delirio.
—Te necesito a ti...
—Me tienes.
—Dentro de mí.
—¡Joder! —gritó frustrado. Miley se estremeció bajo él—. No puedo —susurró, recuperando en parte la compostura—. No tengo condones —masculló apesadumbrado.
—¿Condones? ¿Para qué quieres condones? —preguntó totalmente aturdida.
Luego cayó en la cuenta: para prevenir enfermedades. Gracias a su dificultad (por decirlo de manera delicada) para concebir, casi nunca había usado preservativos y, por supuesto, también pesaba mucho el hecho de que hacía años que no se acostaba con nadie. Y antes de eso, sólo lo había hecho con su exmarido.
El hombre notó que el cuerpo femenino se relajaba bajo el suyo. Retiró de la vulva hinchada la mano resbaladiza por los fluidos. Percibió el rayo de desilusión que se coló en la mente de María.
¿Cómo había sido tan estúpido de olvidar comprar preservativos? ¿En qué coño estaba pensando? Pasó horas trabajando en la fusta, acariciándose hasta el orgasmo al imaginarse jugando con ella sobre el cuerpo de Miley, gritando de placer por las noches, soñando que se introducía en ella, y no había pensado ni por un momento en ir a una farmacia a comprar lo que realmente necesitaría si ella volvía. ¡Idiota!
Se agachó y recogió la fusta del lugar en el que había caído, en el suelo entre sus pies.
Miley intentó contener un sollozo, pero no pudo. ¿Por qué no había mantenido la boca cerrada? ¿Por qué había sido tan bocazas? Sólo había pensado en ella, como siempre; en su placer, en su satisfacción. Él le había dado todo sin pedir nada a cambio y ella se lo pagaba con exigencias. ¡Cómo podía ser tan estúpida! ¡Tan egoísta!
Apoyó las manos en la mesa, impulsándose con la intención de incorporarse, mirarle a la cara y disculparse por ser tan egoísta, fuera quien fuera él.
No se lo permitió. En el momento en que sus pechos se separaron de la pulida madera, la mano de dedos extendidos del hombre se plantó sobre su espalda y empujó con fuerza, aplastándola suavemente contra la mesa.
—No he acabado contigo —afirmó con un susurro.
La mano que le sujetaba bajó hasta las nalgas, un dedo se hundió entre ellas. Apoyó el poderoso antebrazo sobre el final de su espalda, inmovilizándola, y metió los pies descalzos entre los finos y delicados de Miley, abriéndole las piernas hasta que los músculos del interior de los muslos femeninos se quejaron.
¿Me va a follar sin condón?, pensó asustada, justo de sentir algo suave y duro entre sus muslos. Un segundo después, el mango de la fusta se sumergía en su interior.
El desconocido jadeó a la vez que Miley. Era tan excitante oírla gemir que estuvo a punto de correrse sin esperarla, sin hacerla volar. Apretó los dientes. Ni hablar.
Fijó la mirada en el mango de madera cubierto que tanto le había costado tallar. Penetraba con suavidad la vagina, haciéndola arquearse de placer, extrayendo gemidos sollozantes de sus labios. Había pasado días trabajando el cuero para dejarlo liso y sedoso y cada segundo había merecido la pena.
Bombeó con potencia introduciéndolo entero, rozando los labios vaginales con los nudillos para a continuación extraerlo despacio, muy despacio, hasta sacarlo casi por completo, haciéndola gruñir, para al instante enterrarlo de nuevo con fuerza.
Miley respiraba agitada, se tensaba; los músculos de su vagina se contraían intentando retener el falo en su interior, tratando de evitar que se escaparan las sensaciones que recorrían su cuerpo cada vez que sentía los nudillos del desconocido rozar su vulva.
El hombre presentía que Miley estaba al límite, que le quedaban unos segundos para derrumbarse. El mismo sentía la mandíbula dolorida de tanto apretar los dientes. Notaba el escroto tenso, dispuesto a soltar la carga de semen que le quemaba la ingle; su pene dolorido saltaba en el aire buscando el contacto de la piel femenina que le haría explotar en un orgasmo sobrecogedor, capaz de hacerle perder el conocimiento.
Miley se estremeció al sentir cómo el dedo alojado entre sus nalgas comenzaba a moverse al mismo ritmo que la mano que empuñaba la fusta. Bajando hasta el perineo, recogiendo la humedad que rezumaba de su vagina, subiendo hasta la grieta entre sus nalgas, tentando y presionando su ano.
En el momento en que la fusta penetró hasta el fondo de su vagina y el dedo se introdujo en el ano, estalló.
Gritó como no había gritado nunca. Su cuerpo se agitó en espasmos, sin control. Su vagina se contrajo con fuerza a la vez que desde los pezones, rayos de éxtasis recorrían sus venas hasta quemarle el clítoris.
Él apretó sus nudillos contra la vagina de Miley, sintiendo las vibraciones de su orgasmo en la mano que agarraba la fusta. Esperó hasta que ella dejó de temblar y entonces, y sólo entonces, desenterró de su interior el objeto que tanta satisfacción le había dado.
Miley notó cada milímetro que salió de ella.
La presión sobre su espalda se retiró, estaba libre.
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