lunes, 1 de octubre de 2012

Summer Hot Cap.1




Llegó el ardiente verano, el bochornoso calor, las temidas vacaciones, el odiado pueblo… El aburrimiento.
Un día tras otro, una hora tras otra, un segundo tras otro... En el maldito pueblo.
Miley observó desde el umbral de la casa a su hijo de 14 años levantar la mano y despedirse; se iba a dar una vuelta, no volvería hasta la noche.
Les vio alejarse; su niño pequeño, que ya no lo era, rodeado de toda la caterva de primos de su misma edad que se reunían en el pueblo al llegar el verano. En el maldito y aburrido pueblo.
Cuando era niña y acababan las clases, la mayoría de sus amigas se iban al pueblo desde finales de junio hasta principios de septiembre. Ella se quedaba sola en Madrid, soñando que sus padres tenían un pueblo al que ir; un pueblo lleno de tíos, primos y abuelos con los que pasar las vacaciones estivales.
Hay que tener cuidado con lo que se desea… porque puede cumplirse.
Al crecer se olvidó del sueño, pero el sueño no se olvidó de ella. Y cuando conoció al que sería su marido durante casi diez años, el sueño iba incluido en el trato.
Kevin era de Ávila, más concretamente de un pueblo de Ávila, Mombeltrán. Durante el primer verano de su noviazgo fueron allí a pasar las vacaciones, fue un sueño convertido en realidad. Días de calor y risas, de ríos y juegos, de naturaleza y sensualidad, de locura y erotismo… De polvos salvajes en el campo y embarazos no deseados.
Se casaron, tuvieron a Frankie, se odiaron y se divorciaron.
Pero mucho antes de divorciarse, aborrecía el pueblo.
Y ahora estaba de nuevo allí. Tras cinco años sin poner un pie en las montañas de Gredos, se había visto obligada a volver.
Miró a su alrededor, Frankie había desaparecido en las callejuelas; se encontraba sola de nuevo. Se giró para entrar en la casa, posó la mano en el pomo de la puerta y la apartó como si se hubiera quemado. ¡No quería pasar otra tarde más encerrada entre aquellas cuatro paredes!
Metió los dedos en el bolsillo de los vaqueros, asegurándose de que llevaba las llaves encima y dio un paso. Respiró profundamente y dio otro, y otro más. No miró a izquierda ni a derecha, no miró hacia atrás, ni siquiera levantó la cabeza de la punta de sus pies. Solo quería alejarse de ese horrible pueblo, de esa horrible casa y, perderse…
¿Dónde? Ni idea. Solo perderse.
Caminó por la calle principal sin hacer caso a la gente que la reconocía como «la viuda del hijo del Rubio». En el pueblo perdía su identidad, pasaba de ser Miley a ser «La mujer del hijo de…» o, más exactamente en estos momentos: «La viuda del hijo de…»; aunque antes había sido «la Ex del hijo de…». Se necesitaba ser un hombre del pueblo para tener nombre allí, su exmarido no lo había sido; ni hombre, ni del pueblo…, por tanto siempre sería «el hijo del Rubio».
Fue un alivio cuando dejo atrás la Cruz del Rollo, cuando por fin salió del pueblo, cuando dejo de oír los murmullos que seguían cada uno de sus pasos.
Pero no se detuvo.
Siguió andando, un paso tras otro. Atravesó fincas de olivos y vides hasta llegar a un cerro. Se detuvo bajo las sombras de encinas, robles y pinos. Respiró. Estaba lejos del pueblo, de su agobio; pero no lo suficiente.
Un paso, otro paso, otro más. Nunca sería suficiente.
Era un alma de ciudad. De humo. De tráfico. De edificios altos hasta el cielo.
Los bosques, las nubes sobre su cabeza, los arroyos que cortaban el camino; eso no era para ella.
Un paso, otro paso, otro más… Miró a su alrededor: árboles, arbustos y rocas. Nada más. No sabía dónde estaba y tampoco le importaba mucho. Había logrado su propósito: huir.
Un relincho recorrió el bosque. Se giró buscando el origen del sonido. Era extraño, estaba alejada del pueblo, que ella supiese no había fincas por esa zona, claro que tampoco sabía mucho de Mombeltrán.
Sin saber por qué se dirigió hacia el sonido, le daba igual estar perdida en un lado que en otro. Se iba a aburrir lo mismo al norte que al sur, y los caballos siempre le habían gustado.
Otro relincho, esta vez más cercano. Apresuró sus pasos hasta llegar a una alta valla que se extendía de este a oeste hasta el infinito, o eso parecía. Supuso que se trataba de un coto privado de caza. La cerca estaba encajada entre altos árboles, rodeando una gran parcela, y a través de los agujeros podía ver un claro más allá de los árboles.
Otro relincho.
Miley siguió la alambrada, buscando un lugar desde el que la vegetación le dejara ver al dueño de tan potentes pulmones.
Unos minutos después vio un sendero asfaltado que llevaba hasta unas puertas de forja. Observó el lugar, alerta; no quería ver a nadie, quería morir de aburrimiento ella sola, sin habladurías ni murmullos; pero el camino estaba desierto y el caballo relinchaba de nuevo.
Se acercó con cautela, la puerta estaba cerrada con una cadena. Empujó, el candado que debía sujetarla cayó. Lo recogió del suelo y dudó unos segundos con él en las manos, luego lo enganchó a un eslabón sin cerrarlo del todo y entró en la finca.
Árboles altos y frondosos rodeaban el camino asfaltado intentando devorarlo hasta que, pocos metros después, el sendero desaparecía y los árboles con él. Como si hubiera sido eliminado por alguna fuerza mágica, el bosque se abrió en un claro enorme y verde en mitad del cerro.
Frente a ella una alta cerca blanca formaba un círculo de unos treinta metros de diámetro. Pegada al perímetro había una construcción de paredes de chapa y tejado de uralita en forma de «U» invertida que probablemente sería un establo y, unos veinticinco o treinta metros al este, rodeada por un muro bajo hecho de piedras y elevada a medio metro del suelo sobre una plataforma de cemento, se ubicaba una pequeña casa rústica de tejas rojas y paredes de pino, con un pequeño porche sobre el que destacaba una mecedora de madera.
Si hubiera creído en los cuentos, habría pensado que estaba en la casa de la abuelita de Caperucita Roja. Pero no creía en ellos y además estaba aburrida.
Fijó la mirada en el círculo blanco, donde un precioso caballo negro, de crines largas hasta los ijares y cruz alta, con una estrella blanca destacando en la sien y la cola ondeando al viento relinchaba alzando la testa y arqueando el cuello. Recorría con pasos pesados el centro del círculo y se alzaba sobre sus patas traseras en dirección a un alazán rojizo, algo más pequeño, que pastaba tranquilo atado al pie del cercado. Este alzó la cola y soltó un buen chorro de orina en respuesta a su compañero. El negro corcoveó excitado, alzó el labio superior y olisqueó el aire con movimientos casi espasmódicos.
Miley se acercó como hipnotizada. Era impresionante ver a ambos corceles; uno tan tranquilo, el otro tan nervioso y a la vez tan majestuoso y altivo. Aferró la cerca con los dedos y apoyó la barbilla sobre las manos, incapaz de apartar la mirada.
Ahora el negro se aproximaba al alazán, casi podía decirse que bailaba alrededor de él levantando los cascos, acercándose orgulloso para, al instante siguiente, alejarse nervioso. El alazán volvió a orinar. El negro arqueó el cuello, destacando de esta manera los músculos duros y delineados de la cruz, a la vez que volvía a subir el labio superior y cabeceaba en el aire con énfasis.
—¿Qué están haciendo? —se preguntó Miley.
—El semental danza para la yegua —susurró una voz ronca sobre su nuca, a la vez que un cuerpo duro y cálido se pegaba a su espalda.
—¡Qué…! —Miley intentó volverse, pero unos fuertes brazos la rodearon por los hombros y unas manos ásperas se posaron sobre las suyas, inmovilizándola.
—Ahora la yegua le muestra al semental que está preparada —continuó el desconocido haciendo caso omiso de los intentos de Miley por liberarse—. Observa —ordenó.
En ese momento el alazán separó las patas traseras y levantó durante breves segundos la tupida cola de pelo canela, mostrando la vulva hinchada y rojiza de una yegua. El corcel negro se volvió loco. Hizo cabriolas, dio saltos y elevó las patas delanteras mostrando su belleza en todo su esplendor.
—Lo está provocando —aseveró el desconocido. Los labios susurrando en su oído— pero el semental no se fía; conoce a las yeguas, sabe que antes de aparearse tiene que ganársela.
El corcel se acercó a la yegua y en ese momento ella bufó y bajó su cola ocultando la entrada a su vagina. El negro reculó y se lanzó a la carrera hacia el otro extremo del vallado.
—Se rinde... —dijo Miley entristecida. Con un suspiro intentó volver la cabeza y ver de quien era la voz que la mantenía inmóvil; una voz que, estaba segura, debía de reconocer.
—No. Se replantea el cortejo —susurró el desconocido empujando su pecho sobre la espalda de Miley, obligándola a pegarse a la valla antes de que ella pudiera verle el rostro.
Miley volvió su atención al semental. Se le veía más calmado, recorriendo pausadamente el perímetro de la cerca, ignorando a la yegua.
—Más bien pasa de ella —aseveró Miley, intentando liberar las manos del agarre del hombre.
—No. Están jugando, ella quiere un semental entre sus patas, pero antes quiere un cortejo en toda regla —susurró él introduciendo uno de sus pies entre los de ella.
—Yo no soy una yegua que busca follar con un semental —declaró Miley, sin moverse ni alzar la voz, pensando que debería intentar liberarse de él. O, al menos, sentir miedo por la situación en la que estaba inmersa. Pero no era así, no tenía ni pizca de miedo ni se sentía atacada. Algo en su interior le decía que el desconocido no era tal.
—No. No eres una yegua —aseveró él en voz baja, ocultando adrede el tono verdadero de su voz e ignorando el resto de la frase—. Ahora volverá a tentarle.
Y así fue. La yegua volvió a miccionar y el semental respondió con un sonoro relincho, corcoveando y hocicando al aire.
El desconocido presionó las manos de Miley sobre la valla hasta que éstas se juntaron, luego asió ambas con una de las suyas y llevó la otra hasta el estómago de la mujer.
Miley se tensó sin saber bien por qué. El roce de sus dedos sobre la camiseta era cálido, demasiado cálido.
«Esto no me está pasando a mí», pensó. «No puedo estar en mitad del campo, pegada a un tío que no sé ni cómo es, observando a un par de caballos a punto de echar un polvo... Y con ganas de echarlo yo misma.»
El semental negro volvió a repetir el baile y la yegua volvió a levantar su cola. En el momento en que él se acercó, ella la bajó otra vez.
—Menuda calienta pollas está hecha —comentó Miley apoyando la barbilla en el dorso de la mano que sujetaba las suyas. Era morena, con uñas cortas y limpias. Sintió sus dedos callosos acariciándole los nudillos. «No debería estar relajada, este tipo me está seduciendo y ni siquiera sé quién es...»
—Negro sabe lo que se hace, ahora es cuando va a empezar a impresionarla —susurró él.
—Ya veo —replicó burlona. Quería que él dejara de susurrar, que levantara la voz hasta su tono normal. Estaba segura de que si lo hacía le reconocería.
—No miras adonde debes. Cualquier yegua se sentiría impresionada ante él —aseveró el desconocido pegando su ingle a las nalgas de Miley. 
Estaba erecto.
Ambos machos lo estaban.
El pene del caballo se alargaba hasta casi el corvejón, a mitad de la pata trasera.
La polla del desconocido se acomodaba entre las nalgas de Miley; dura, gruesa, quemándola a través de la tela de los vaqueros.
Miley se quedó petrificada. Debería girarse y darle una buena patada en los cojones, pero no podía. Mentira, no quería. Hacia tanto tiempo que nada ardía en ella, que no sentía la sangre correr alterada por sus venas… Continuó inmóvil.
El semental se acercó a la yegua, ésta lo ignoró; la golpeó suavemente con la testa en los lomos, ella no se movió.
El desconocido posó sus labios sobre la nuca de Miley. Ella sintió su lengua cálida y húmeda lamiéndola en círculos, acercándose poco a poco a la vena que le latía erráticamente en el cuello para apretar los labios contra ella y absorber con fuerza, justo en mitad de un latido. Un escalofrío recorrió su espalda y bajó directo hasta su vagina.
El semental negro tampoco se había quedado quieto. Bailaba alrededor de la yegua, acercándose a ella para golpearla con el hocico en las ancas para alejarse al instante en un baile frustrante que dio como resultado que ésta apartara a un lado la cola y expusiera levemente su vulva hinchada para volver a ocultarla al segundo siguiente. El semental se alejó, el pene bamboleó inmenso entre sus patas traseras cuando levantó las delanteras y lanzó un potente relincho.
El desconocido recorrió con los dedos el camino desde el estómago a los pechos y sostuvo el izquierdo en la palma de su mano; sus dedos extendidos abarcaron el seno y lo tentaron suavemente, deslizándose sobre el pezón fugazmente. Miley echó la cabeza hacia atrás hasta que su mejilla encontró la del desconocido, pero él la empujó con el mentón hasta que quedó apoyada en su hombro duro y masculino. Luego recorrió con los labios la delicada clavícula femenina, raspándola con su incipiente barba y mandando destellos de placer con cada áspero roce. Miley cerró los ojos, frustrada por no ser capaz de verle, de reconocer su voz.
—Abre los ojos —ordenó él con voz enronquecida.

Miley le obedeció a duras penas, sus músculos no respondían a las órdenes de su cerebro. Las piernas estaban flojas, sin fuerzas; las manos todavía reposaban sobre la valla, sujetas por las de él; su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración errática, ansiando un nuevo roce de sus dedos callosos.
El semental estaba tras la yegua. Le hocicaba las ancas, empujándola y alejándose de ella. En ese momento el alazán elevó la cola y el semental hundió el hocico en la vulva; frotó su
morro en ella, humedeciéndolo, para separarse al instante del fruto prohibido; su verga mostrándose en todo su esplendor.
La mano del desconocido liberó las suyas, recorrió lentamente los brazos y aterrizó sobre su estómago. Pero no se detuvo allí, bajó hasta encontrar la cinturilla de los vaqueros y se coló bajo ellos, quemándole la piel.
Miley sintió los dedos recorriendo los rizos de su pubis; presionando su vulva, húmeda al igual que la de la yegua.
«Estoy libre, me ha soltado; debería darme la vuelta, golpearle, escapar, salir corriendo», pensó. Pero no lo hizo, no quería hacerlo.
Se aferró con fuerza a la cerca, los dedos temblándole de anticipación, las rodillas débiles por la excitación, la mirada fija en los dos corceles... Se acercaba el final.
El semental volvió a alzar las patas delanteras. Miley no podía apartar la vista de la inmensa verga negra; brillante y rígida, larga y orgullosa, gruesa y lisa... Parecía suave. Tan suave como las caricias de las yemas del desconocido en sus labios vaginales.
La mano que jugaba con su pecho izquierdo se desplazó lentamente hacia el derecho, los dedos rodearon el pezón, lo pellizcaron, tiraron de él y sintió que la tierra sobre la que estaban posados sus pies desaparecía, que todo su mundo giraba alrededor de las manos de aquel hombre. La que excitaba sus pezones, la que abarcaba su vulva.
—Observa a los caballos —ordenó él, situando un dedo a cada lado del clítoris—. La yegua está preparada, su vagina está lubricada. Abre las patas y levanta la cola, ofreciéndose sumisa. —Apretó los dedos contra el clítoris y Miley estuvo a punto de estallar.
El pie enfundado en la bota campera del desconocido la golpeó suavemente en los tobillos hasta que abrió más las piernas. Miley jadeó con fuerza cuando vio desaparecer su gruesa y morena muñeca por debajo de la cinturilla de los pantalones, se olvidó de respirar cuando sus dedos llegaron hasta la entrada de su vagina.
—¿Qué crees que hará Negro ahora? —preguntó susurrando.
—No... No lo sé... —respondió Miley cerrando los ojos, perdida en las sensaciones que recorrían su cuerpo.
—Míralos —ordenó severo.
Miley obedeció.
El semental se colocó tras la yegua y elevó las patas delanteras para cubrirla, encerrándola bajo su cuerpo, sujetándola por las ancas. La enorme y pulida verga en su máxima extensión, los testículos hinchados balanceándose bajo su negra y tupida cola.
Miley se humedeció los labios.
El negro corcel penetró de una sola embestida la entrada rosada e hinchada de la yegua alazana.
El desconocido introdujo con fuerza dos dedos dentro de su vagina al mismo tiempo que presionaba el clítoris con el pulgar.
Las rodillas dejaron de sostenerla, pero él la sujetó por el estómago sin dejar de bombear con los dedos en su vagina. Dentro y fuera. Dentro y fuera. Con fuerza. Rápidamente, curvando los nudillos en cada embestida a la vez que azotaba con el pulgar el clítoris endurecido.
—Para... por favor... Para... —rogó Miley con voz apenas audible.
El desconocido hizo caso omiso. Pegó más su ingle a las nalgas y comenzó a frotarse contra ella.
Miley creyó que se rompería en pedazos. Él empujaba con su pene inhiesto y sólido contra sus glúteos mientras sus dedos le invadían la vagina sin pausa. Su pulgar recorría en apretados y húmedos círculos el clítoris, mientras la palma de su otra mano le quemaba el estómago.
El aire no le llegaba a los pulmones, la sangre ardía en sus venas, tenía los blancos de apretar la cerca y sus labios abiertos jadeaban en busca de oxígeno.
El semental montaba a la yegua con fuerza. Los dedos del desconocido destrozaban los nervios de su sexo, mandando ramalazos de placer por todo su cuerpo, llevándola hasta donde nunca había llegado.
—Esto no está bien... —intentó razonar Miley al borde del orgasmo—. No debo...
—Córrete para mí —ordenó él—. Ahora.
Miley gritó. Tembló. Cayó en un abismo que no sabía que existía.
Se derrumbó sin fuerzas sobre la mano del desconocido, sintiendo sus ásperos dedos entre sus pliegues más íntimos, la palma de su mano húmeda por sus fluidos.
—Cierra los ojos y respira —ordenó él sosteniéndola.
Miley dejó caer las pestañas y se esforzó por volver a respirar con normalidad.
El desconocido la tumbó con suavidad sobre el suelo.
Esperó lánguida a que él la desnudara y se la follara con la misma intensidad con que la había masturbado, pero en vez de eso le sintió girarse y oyó sus pasos alejarse entre los árboles.
Abrió los ojos confundida.
El semental pastaba tranquilo al otro lado de la valla, sus instintos satisfechos.
La yegua sacudía la cabeza como saliendo de un sueño.
Giró la cabeza y buscó a su alrededor. El prado, vacío; la puerta del establo, cerrada; la cabaña... Tal vez el desconocido había ido a la cabaña.
Se levantó lentamente, sus piernas aún no respondían con rapidez.
Un paso, otro paso, otro más hasta llegar a la choza. La puerta estaba cerrada y las ventanas tenían cortinas que le impedían ver el interior. Estuvo a punto de golpear la puerta con los puños, pero sabía que sería inútil. Él se había ido. Había oído sus pasos alejándose en dirección contraria, hacia los árboles que rodeaban el claro. No lo encontraría si él no quería. Y parecía que ése era el caso.
—¡Cabrón! —gritó con todas sus fuerzas—. Cabrón… —repitió entre dientes sabiendo que no tenía derecho a insultarlo, ni siquiera a enfadarse.
No tenía derecho a sentirse ofendida. Él no le había obligado a hacer nada; de hecho no había hecho nada más que dejarse llevar y aceptar el placer que él le daba.
—Pude haberme ido. Él me soltó, pude haber echado a correr, haber gritado, haberme girado y verle la cara. Pero no lo hice —reconoció para sí— ¿Por qué no lo hice?
Respiró profundamente y se colocó la ropa. Tenía los pezones sensibles. La vulva le latía con el recuerdo del orgasmo. Los músculos de la vagina se le contraían involuntariamente. El clítoris ardía.
Miró a la yegua y se acercó hasta ella. Ésta la miró curiosa.
—Nos lo hemos pasado bien esta tarde... Espero que haya merecido la pena, tú te quedaras aquí con tu semental, ignorando lo que te rodea; yo volveré al pueblo y rezaré porque mi semental no se vaya de la lengua y no me haga sentir como una puta en un sitio en el que no me siento yo misma.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia el camino asfaltado, esperando que éste llevara a alguna carretera que confluyera con la del pueblo. Realmente no tenía ni la más remota idea de donde se encontraba.







chicas!!! primer capi de esta nove que les parece subo otro??

1 comentario: