viernes, 26 de octubre de 2012

I Don't Want To Love You cap.19





En cuanto Nick la levantó del sofá, Miley sintió como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Él la apretó contra su pecho, en silencio, antes de inclinar la cabeza para besarla.
Fue una caricia breve, pero la sintió hasta en la planta de los pies.
–Tu cama –dijo él.
Miley le tomó la mano para llevarlo al dormitorio. Estaba tan excitada que le temblaban las piernas, pero cuando llegó a la cama se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.
Afortunadamente, Nick sí parecía saber qué hacer porque la sentó sobre el colchón y se puso de rodillas frente a ella, mirando su abdomen.
Miley contuvo el aliento, preguntándose si iba a parar, pero de repente Nick puso la cara sobre su abdomen y besó la tensa piel.
–Te prometí un masaje –dijo con voz ronca–. Y creo que voy a disfrutarlo más que tú.
Ella cerró los ojos, incrédula, mientras la tumbaba de lado para desnudarla suavemente. Pero los abrió para ver a Nick desnudándose. Tenía un cuerpo muy bonito, largo y fibroso, completamente masculino.
Se puso de rodillas detrás de ella y empezó a acariciarla, pasando las manos sobre sus caderas y sus hombros hasta que empezó a relajarse. Luego la tumbó de espaldas y siguió masajeando sus muslos y pantorrillas hasta llegar a los pies.
Miley sentía como si estuviera flotando y cuando le besó el pie pensó que iba a perder la cabeza. ¡Era la sensación más erótica que había experimentado nunca y solo le estaba besando el pie! Pero aquel hombre hacía que cualquier roce fuera sexy. Con cada caricia parecía tocarle el alma… 
Los ojos de Cam conectaron con los suyos y sonrió, travieso, antes de inclinarse sobre ella. Miley intentaba moverse, pero él sujetó con fuerza sus caderas mientras le hacía el amor con la boca. Tenía una lengua tan experta que la volvía loca…
Bajó las manos para agarrarle el pelo mientras él hundía la lengua, deslizando dos dedos en su interior.
Era más de lo que Miley podía soportar y levantó las caderas cuando llegó a un clímax tumultuoso.
Nick la besó con ternura, haciéndola temblar de nuevo, acariciándola y tocándola con reverencia.
Miley quería creer que las cosas estaban cambiando, que tal vez era capaz de olvidar el pasado y dar un paso hacia el futuro, pero temía sacar el tema.
Temía su rechazo y no podía ser paciente o comprensiva. No iba a esperar para siempre a que él decidiera que quería luchar por el futuro.
–Dime si te hago daño.
Nick se colocó entre sus muslos, sujetando su peso con una mano mientras guiaba su miembro con la otra. Luego empujó hacia delante tentativamente, sin dejar de mirarla a los ojos, y Miley tuvo que cerrar los suyos, disfrutando de la invasión.
–¿Demasiado? –preguntó él.
–No, no es suficiente.
Sonriendo, Nick empujó un poco más, las venas de su cuello marcadas.
–Hazme el amor –susurró ella–. No te contengas, no vas a hacerme daño.
Nick cerró los ojos, empujando las caderas hacia delante hasta que sus cuerpos chocaron. Pero el encuentro era menos urgente esta vez y Miley se sentía… amada.
Sabía que era una fantasía absurda, pero se dejó llevar por un momento, disfrutando de aquel instante absolutamente perfecto.
Cuando Nick volvió a moverse, le puso las manos sobre los hombros, clavando las uñas en su carne mientras se arqueaba hacia arriba.
–Así, cariño. Me encanta cómo respondes, siempre al cien por cien.
Ah, si supiera que siempre era así con él. Miley se mordió los labios para no decir en voz alta lo que sentía.
«Te quiero».
Estaban tan cerca que no sabía dónde empezaba uno y terminaba el otro.
Nick susurró su nombre, sus cuerpos moviéndose al unísono, y el mundo desapareció por un momento. Después, Miley cayó sobre el colchón, tan exhausta que no podía moverse.
No dijo nada y tampoco lo hizo él. Cualquier cosa que dijeran estropearía el momento. Sabía que cuando despertase se habría ido.
Despertaría en una habitación vacía y con un corazón aún más vacío.
Le pasó un brazo por los hombros, sabiendo que era absurdo, pero incapaz de contener el deseo de retenerlo un poco más. Luego cerró los ojos y, poco a poco, se quedó dormida.
Nick despertó cubierto de sudor, el horror de la pesadilla aún vívido en su mente. En la oscuridad, intentó llevar aire a sus pulmones… Había revivido a cámara lenta el accidente en el que habían muerto Elise y Colton, experimentando el horror, la angustia indecible de saber que no podía hacer nada, que no podía salvarlos. Aun así, corrió hacia el coche con el corazón en la garganta, rezando para llegar a tiempo, para que esta vez los encontrase vivos… Pero cuando llegó al coche, lo que vio fue el rostro ensangrentado de
Miley. Desesperado por borrar de su cerebro esa horrible visión, Nick saltó de la cama.
Se vistió como pudo, tropezando en su prisa por escapar, y salió a la calle para respirar aire fresco. Se quedó inmóvil durante unos segundos, intentando recordar las facciones de Elise.
Pero no era el rostro de su querida esposa lo que veía cada vez que cerraba los ojos, sino el rostro de Miley.




Holaa!! niñas bellas aki les dejo este pequeño maraton NILEY
dedicado a ami querida amiga MARIINA ♥♥♥que me lo pidio y que creo que es su CUMPLE 
felicidades pequeña!!!!
y Gracias por las que me felicitaron en el Mio como Mayi♥ y Mariina por Face y MAle♥ que me hizo una entrada :$ y me subio unas fotitos que ame♥ ;)
Las ADORO Las amo♥♥
Las AMODORO!!!!!!♥♥♥

I Don't Want To Love You cap.18



Nick llegó al café de Miley y la llamó al móvil, sin salir del coche.
–Estaré lista enseguida –dijo ella.
–No hay prisa, voy a dar una vuelta a la manzana.
Nick esperó que el semáforo se pusiera en verde, tamborileando sobre el volante con los dedos… y se dio cuenta entonces de que estaba deseando volver a verla.
Era extraño. Miley y él tenían una relación de amor odio. La quería lo más lejos posible y, sin embargo, no podía alejarse de ella. Tal vez porque Miley lo miraba como si pudiera ver en su interior y eso lo ponía nervioso.
Cuando estaba un par de días sin verla se sentía inquieto.
Necesitaba saber que estaba bien, que tenía todo lo que necesitaba… Y si era sincero consigo mismo, la verdad era que quería volver a verla.
Tenía que olvidar el pasado, le decían. Tenía que seguir adelante.
¿Pero cómo se hacía eso? ¿En qué momento dejaba de doler algo como lo que le había ocurrido a él? ¿En qué momento dejaría de estar paralizado por el miedo de perder a alguien que le importaba? No tenía respuestas para esas preguntas y hasta que las tuviera, la relación entre Miley y él no podría funcionar. Él no quería que funcionase.
Pero eso no explicaba por qué estaba dando vueltas a la manzana, deseando volver a verla. Debería estar en su casa, solo. Y no debería haberle pedido disculpas, aunque era cierto que se las debía.
Pero debería haber dejado que Miley siguiera enfadada con él. Al final, sería lo mejor para los dos. Romperían de manera limpia, sin remordimientos, sin recriminaciones.
Pero quería verla. Quería… estar con ella. En sus términos, claro.
Reconocía que era muy egoísta por su parte y, sin embargo, no podía evitarlo.
Quería estar a su lado porque se sentía más vivo cada vez que Miley entraba en una habitación.
Ella estaba en la puerta del local y cuando subió al coche con una sonrisa en los labios fue como recibir un puñetazo en el estómago.
–Ah, qué bien poder sentarme un rato.
Nick tardó varios segundos en percatarse de que varios coches tocaban la bocina porque estaba interrumpiendo el tráfico, de modo que arrancó de nuevo mientras Miley le contaba cómo había ido la inauguración.
La deseaba, aunque no quería. Y, de repente, la idea de ir a un restaurante no le apetecía en absoluto. Miley parecía cansada y él estaba impaciente.
Necesitaba tenerla para él solo.
–Hay un cambio de planes –le dijo.
–¿Ah, sí? ¿Vas a darme plantón? 
–No, no, al contrario –Nick sonrió–. Lo que
voy a hacer es llevarte a casa para que puedas tumbarte en el sofá mientas yo pido por teléfono el mejor filete de la ciudad. Luego voy a llevarte a la cama para darte un masaje y voy a hacerte el amor hasta que te desmayes.
Miley lo miró, boquiabierta durante unos segundos.
–Muy bien –dijo por fin.
Nick sonrió, satisfecho. Estaba mucho más que bien.
Cuando entraron en su apartamento, el aire estaba cargado de tensión.
–¿Por qué no te sientas y te relajas un rato? –sugirió él–. Voy a pedir la cena por teléfono. ¿Quieres beber algo? Esa cara tan solícita de Nick era desconcertante. Y le gustaba tanto que podría acostumbrarse.
Siempre había sido generoso, desde luego, pero esa solicitud era algo personal y no sabía si era un nuevo intento de disculpa por lo que pasó el día de la ecografía o si empezaba a sentir algo por ella.
Resultaba imposible saberlo con aquel hombre.
–Agua, por favor. Hay una botella en la nevera.
Miley se tumbó en un sillón, poniendo los pies sobre una otomana, y dejó escapar un suspiro mientras escuchaba a Nick hablando por teléfono con el restaurante. Un momento después volvió al cuarto de estar con un vaso de agua en la mano.
–Gracias.
–La inauguración ha sido un éxito.
–Y en parte te lo debo a ti –dijo ella–. Bueno, tal vez no solo en parte.
–Yo solo te he ayudado con el local. Eres tú quien lo ha convertido en un éxito.
–Gracias por decir eso, significa mucho para mí. Llevaba tanto tiempo esperando… 
Nick se sentó en otro sillón, a su lado.
–¿Has pensado alguna vez qué vas a hacer cuando nazca el niño? 
–¿Qué quieres decir? 
–¿Seguirás trabajando tanto o contratarás a alguien para que ocupe tu puesto? Así tendrías más tiempo para estar con el niño.
Miley recordó entonces que Nick y ella no eran una pareja. Le preguntaba qué pensaba hacer porque no iban a estar juntos.
Y le sorprendió reconocer cuánto le gustaría que la situación fuera diferente.
–Aún no lo he decidido. Depende de cómo vaya el café y si puedo permitirme contratar a alguien más. Tengo que entrenar a mi ayudante para que pueda hacer mis recetas mientras yo esté de baja por maternidad, pero no voy a cerrar el local. Sería absurdo.
–No, claro –asintió Nick–. Nosotros tenemos varios chefs de repostería en nuestros hoteles y seguro que a alguno de ellos no le importaría ocupar tu puesto durante unas semanas.
Ella lo miró, atónita.
–Pero vosotros tenéis hoteles de cinco estrellas. Yo no puedo pagar a un famoso chef.
–Seguirá cobrando de la empresa, no te preocupes.
Miley suspiró.
–No puedo aceptar. Lo que has hecho por mí es maravilloso, pero no puedo seguir aceptando tu ayuda.
–¿Por qué no? 
–Porque el día que no la tenga, me hundiré. Tengo que salir
adelante yo sola.
Nick frunció el ceño.
–No he dicho que vaya a dejar de ayudarte.
–Tengo que hacerlo sola, de verdad.
Él no discutió, aunque Miley tenía la sensación de que el asunto no estaba zanjado. Pero entonces se le ocurrió algo… 
–No he enmarcado mi primer dólar. 
Nick parpadeó, sorprendido.
–¿Qué? 
–Se supone que uno debe enmarcar el primer dólar que gana cuando abre un negocio. ¿Tú no hiciste eso? 
–Siempre podrías enmarcar una tarjeta de crédito.
Miley hizo una mueca.
–Eres un aguafiestas. ¿Tú no guardaste tu primer dólar? 
Nick se encogió de hombros.
–Sigo teniendo mi primer millón.
Ella puso los ojos en blanco.
–¿El dinero significa algo para ti o ha perdido su valor? 
–Pues claro que significa algo –respondió él, poniendo una cara de susto que casi la hizo reír–. Significa que puedo manteneros a mi hijo y a ti. Significa que puedo vivir cómodamente, que no tendrás que preocuparte por no tener seguro médico…
Miley levantó las manos en señal de rendición.
–Muy bien, muy bien, ha sido un comentario injusto. Lo siento.
–No tiro el dinero por la ventana, si era a eso a lo que te referías.
–No, pero te había convertido en el estereotipo de un millonario y eso no es justo –admitió ella–. La gente que tiene mucho dinero no suele entender a los que no lo tienen.
Nick enarcó una ceja.
–Espero que no quieras decir que soy un presuntuoso.
–No, no lo creo. Eres insoportable, pero no presuntuoso –bromeó Miley.
El sonido del timbre interrumpió la conversación y Nick se levantó para abrir.
Unos segundos después volvió con una bolsa en la mano, pero cuando Miley iba a quitársela él no la dejó.
–No tan rápido.
–Tengo hambre.
–¿Quieres comer en la cocina o estás cómoda en la mesa de café? –Aquí mismo. Me inclinaré hacia delante y meteré la cabeza en la bolsa.
Nick soltó una carcajada.
–Qué imagen tan sexy.
En cuanto probó el tiernísimo filete, Miley cerró los ojos, dejando escapar un suspiro.
–¿Está rico? –le preguntó Nick.
–No tengo palabras. Es el mejor filete que he comido nunca.
Él asintió, satisfecho.
Comieron en silencio, roto solo por el ruido de tenedores y cuchillos.
Cuando terminaron, Nick le levantó los pies para colocarlos sobre la otomana y darle un masaje el empeine.
Miley dejó escapar un suspiro de placer.
–Ah, qué maravilla.
–Has estado trabajando todo el día, imagino que te dolerán los pies.
–Desde luego.
–Pues entonces relájate y deja que yo me encargue de todo.
No iba a tener que pedírselo dos veces.
–En cuanto termines te llevaré a la cama. Que duermas o no depende de ti.
Oh, cielos.
Miley vio que Nick la miraba como intentando averiguar si estaban pensando lo mismo. Pero claro que pensaban lo mismo. 
Y si no se daba prisa, se quitaría la ropa y le gritaría: ¡tómame!




I Don't Want To Love You cap.17





Era el gran día y Miley había estado despierta toda la noche, cocinando, limpiando, decorando y, básicamente, estresándose. Siendo la maravillosa amiga que era, Selena se había quedado con ella hasta el amanecer. Miley había enviado a Demi a casa mucho antes. La pobre estaba a punto de dar a luz y no podía pasar una noche en vela.
Pero todo el mundo había prometido volver a las nueve de la mañana para la gran inauguración.
–Todo ha quedado precioso, Miles –dijo Taylor–. ¿A qué hora llegan los empleados? 
Miley miró su reloj.
–Deberían haber llegado ya.
–Necesitas descansar, cariño. Pareces agotada.
–No hay descanso para los nuevos empresarios –bromeó Miley.
En ese momento sonó la campanita de la puerta. Era una de sus empleadas y Miley le dio instrucciones para que colocase en las estanterías las magdalenas que faltaban por colocar mientras ella daba un último repaso al local.
Satisfecha cuando todo estaba en orden, fue al lavabo a arreglarse un poco. Lo que realmente necesitaba era una ducha, pero no tenía tiempo de ir a casa.
–¿Estás ahí, Miley? 
Taylor y Emily estaban al otro lado de la puerta, con bolsas de cosméticos en la mano.
–Hemos venido a maquillarte y arreglarte el pelo –anunció Emily.
Miley se sentó sobre la tapa del inodoro, aliviada por tener unos minutos para relajarse. Su sueño estaba a punto de hacerse realidad.
No todo había ido exactamente como ella había planeado, pero no cambiaría absolutamente nada.
Quería a su hijo con todo su corazón, con una fuerza que la sorprendía. No había imaginado que pudiera conectar de esa forma con un ser humano que aún no había nacido. Incluso le hablaba durante el día y le cantaba por las noches o le leía cuentos mientras estaba tumbada en el sofá después de un largo día de trabajo.
Su hijo le había dado un propósito en la vida y estaba más decidida que nunca a triunfar y a ser una madre de la que el niño estuviera orgulloso.
Su madre siempre había estado más preocupada por su propia felicidad que por la de su hija, pero ella jamás sería así. Su niño sería la persona más importante de su vida.
Emily y Taylor no dejaban de reír y charlotear mientras la arreglaban y Miley sabía que lo hacían para tranquilizarla.
Cuando estaban dándole los últimos retoques, Demi y Selena entraron en el café.
–¡Tienes que venir a ver esto! –gritó Dems, tirando de su mano.
Miley se quedó helada al ver un montón de gente en la puerta del local, esperando que abriese. Y sus empleados, gracias a Dios, lo tenían todo preparado.
Cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, Demi lanzó un grito: 
–¡No llores o se te correrá el rímel! 
Miley rio, abrazando a sus amigas.
Cinco minutos después, por fin abrió el café y estuvo trabajando sin parar durante horas. Eran más de las doce cuando levantó la mirada y vio a Nick entrando en el local.
–Ve a saludarlo –dijo Demi–. Yo me encargo de la caja registradora.
–¿Seguro? Llevas mucho rato de pie.
–Estoy perfectamente –dijo su amiga–. Además, he comido un montón de magdalenas y estoy fuerte como un toro.
Miley sonrió mientras salía de detrás del mostrador para saludar a Nick.
–Parece que hay mucha gente –dijo él.
–Es fantástico, no puedo creérmelo. Llevamos toda la mañana trabajando sin parar.
Nick esbozó una sonrisa.
–¿Tienes unos minutos para mí? 
–Sí, claro. Y te invito a un café.
Miley le sirvió un café, con un cruasán y una magdalena recién hecha, antes de llevarlo a la trastienda.
–Ay, Dios mío, no voy a poder levantarme –murmuró cuando se dejó caer sobre una silla.
–¿No has dormido bien? –le preguntó él, con cara de preocupación.
–No he dormido nada.
–Deberías descansar, Miley. Eso no puede ser bueno para el niño.
–No, ya lo sé. Es que tenía que prepararlo todo para la inauguración, pero en cuanto cierre me iré a casa y me meteré en la cama, no te preocupes.
Nick se quedó callado un momento, mirándola con gesto inseguro.
–Quería ver qué tal iban las cosas el primer día, pero sobre todo quería decirte otra vez cuánto siento lo que pasó en la clínica. Sé que no vas a creerme, pero de verdad estoy intentando lidiar con la situación.
–Sí, te creo. Pero dime lo ricas que están mis magdalenas de fresa.
Al ver que miraba con recelo la magdalena, Miley tomó un poco de crema y la puso sobre sus labios.
Él se echó hacia atrás, sorprendido, pero luego sacó la punta de la lengua para probarla… 
–Tienes razón, está muy rica.
–Te gustan, ¿eh? 
–Mucho –respondió Nick–. ¿Esto significa que me has perdonado? Miley inclinó a un lado la cabeza.
–Eso depende. ¿Dónde vas a llevarme a cenar esta noche? Estoy muerta de hambre y quiero un buen filete. Mi niño y yo necesitamos carne roja.
Después de decirlo esperó la inevitable reacción negativa de Nick al recordar el hijo que esperaban, pero no hubo ninguna reacción. Al contrario, en realidad casi parecía aliviado.
–Buena idea –dijo por fin–. Reservaré mesa temprano para que puedas irte a la cama cuanto antes. Tengo una reunión por la tarde, pero volveré antes de la hora de cerrar y te llevaré a tu apartamento por si quieres cambiarte de ropa.
–Eso suena estupendo.
Nick se levantó.
–Has hecho un buen trabajo, Miley. Y yo diría que la gente que ha venido opina lo mismo. Tienes un éxito entre las manos.
–Y te lo debo a ti –dijo ella–. Si tú no hubieras conseguido este local tan estupendo seguramente aún seguiría buscando.
–Tú has trabajado mucho y te lo mereces.
Miley asintió con la cabeza, pero le entristecía la formalidad con la que se trataban y anhelaba la amistad que había habido entre ellos en los últimos meses. Si no podían tener una relación íntima, al menos podrían ser amigos.
Cualquier cosa sería mejor que aquella relación tan distante, tan circunspecta.
De modo que lo abrazó en la puerta y Nick se inclinó para darle un beso en la mejilla.
–Nos vemos en unas horas, pero no trabajes demasiado, ¿de acuerdo? 
Miley levantó una mano para tocarle la cara.
Nunca sabía dónde estaba con él y eso la sacaba de quicio. Pero una cosa era segura: no pensaba esperar eternamente mientras él tomaba una decisión.


I Don't Want To Love You cap.16





Al día siguiente, Joe la llevó al café. Se acercaba la fecha de la inauguración y, como resultado, Miley estaba de los nervios.
El papeleo estaba solucionado y habían llegado los primeros suministros, de modo que tenía todo lo que pudiera necesitar. Lo único que quedaba por hacer era abrir y… empezar a trabajar.
Había puesto un anuncio para contratar tres empleados.
Necesitaba una persona para atender el mostrador y un ayudante en la cocina, además de un conductor que se encargase del transporte cuando empezase con los caterings.
Por fin estaba haciendo realidad el sueño de tener su propio negocio y nunca había tenido más miedo en toda su vida.
Después de hacer unas cuantas llamadas para programar entrevistas, sacó los suministros de las cajas y empezó a guardarlo todo en la trastienda. Cuanto más pensaba en la inauguración, más ganas sentía de vomitar.
Aquello era por lo que tanto había trabajado. Nick se lo había puesto muy fácil, desde luego, pero lo habría conseguido sola tarde o temprano.
El móvil le sonó en ese momento y cuando miró la pantalla vio que era su madre.
–Vaya, siempre llama en el peor momento –murmuró.
Estuvo a punto de no responder, pero eso sería una cobardía y, además, luego tendría que escucharla quejándose de que la evitaba. No, mejor lidiar con ella lo antes posible.
Además, su madre era inofensiva. Un desastre, pero totalmente inofensiva.
Dejando escapar un suspiro de resignación, Miley respondió: 
–Hola, mamá.
–¡Hola, cariño! ¿Cómo estás? Hace tiempo que no hablamos.
Miley sonrió, a su pesar. Sabía que ella la quería y no era culpa suya que fuera… en fin, no sabía muy bien cómo describir a su madre.
–Estoy bien, mamá. ¿Y tú? ¿Qué tal en París? –París ha sido maravilloso, pero ahora estamos en Grecia, donde hay un sol maravilloso.
–¿Cómo está Doug? 
Miley contuvo el aliento, esperando no haber metido la pata. ¿Su madre seguía con Doug o habría cambiado de novio? 
–Lo estamos pasando de maravilla y me ha dicho que te mande un beso.
Miley enarcó una ceja, escéptica, porque aún no lo conocía. Y dudaba que fuese a conocerlo.
–¿Cuándo volverás, mamá? 
Ella no sabía que estaba embarazada y no le parecía buena idea contárselo por teléfono. Además, seguramente se consideraba a sí misma demasiado joven y demasiado guapa como para ser
abuela, de modo que se llevaría un disgusto.
Aunque le gustaría compartir la noticia con ella, no quería estropearle el viaje.
Y se lo estropearía, estaba segura.
–No lo sé. Lo estamos pasando tan bien… no hay prisa, ¿no? A menos que me necesites, claro. ¿Ocurre algo, cariño? 
–No, no ocurre nada. Pásalo bien, mamá. Hablaremos otro día.
–Un beso, cielo.
–Otro para ti.
Después de guardar el móvil en el bolsillo, Miley se quedó mirando la cocina durante unos segundos, sintiendo un peso sobre los hombros.
Lamentaba no poder tener una relación normal con su madre. Le encantaría tener una como la de Miley… Gloria adoraba a sus hijos y siempre les había ofrecido su apoyo y su amor incondicional. Por el contrario, aunque su madre tenía buenas intenciones y la quería de verdad, sencillamente no era una persona maternal.
Después de guardar los últimos suministros, salió del local y cerró la puerta.
Pero cuando se daba la vuelta vio al chófer de Nick esperándola.
Ya no era tan orgullosa como para rechazar que la llevase a casa.
No le importaba ir dando un paseo, pero su abdomen era cada día más pesado y sus pies empezaban a protestar.

Cuando John la dejó en la puerta de su apartamento, se quedó sorprendida al ver una cesta con un lazo azul.
Miley llevó la cesta al cuarto de estar y leyó la tarjeta que había dentro de un sobre… 
Perdóname.
Cam.
Dentro de la cesta había un uniforme de los Yankees del tamaño de un recién nacido. Sin poder evitarlo, esbozó una sonrisa y sus ojos se llenaron de lágrimas. 
Era adorable.
También había un osito de peluche, una pelota de béisbol, un diminuto guante de béisbol y dos entradas para el próximo partido de los Yankees.
Si Nick hubiera estado allí le habría echado los brazos al cuello y lo habría perdonado. Y, por eso, se alegraba de que no estuviera allí.
No debería perdonarlo. Estaba siendo un felpudo mientras Nick pasaba continuamente del doctor Jekyll a Mister Hyde.
Había tenido cinco meses para olvidar que aquel bebé iba a reemplazar al hijo que había perdido. Era tiempo suficiente, ¿no? 
–Ay, Nick… ¿qué voy a hacer contigo? ¿Con nosotros? Lo único que podía hacer era rezar para que cambiase de opinión.
Porque si no era así lo perdería y Miley haría cualquier cosa con tal de evitarle a su hijo el dolor de saber que su padre no lo quería.

Summer Hot Cap.8





Miró a su alrededor, no vio nada. De hecho no se veía un pimiento, se había hecho de noche en un pispas. Se armó de valor, se bajó la braga del biquini, se acuclilló y orinó, sin dejar de mirar a todos lados sólo por si acaso. No pensaba dejar que ningún lobo la devorara con las bragas bajadas.
Se limpió cuidadosamente con una toallita húmeda de bebé, dando gracias en su interior a su costumbre de ir con ellas a todas partes, incluso a la selva, esto... el pueblo, y se colocó la ropa (ja). Se mordió los labios un segundo, solía tener buena orientación pero en la montaña todo le parecía igual. No obstante no era tan complicado, sólo tenía que volver por donde había venido. Se dio la vuelta y caminó... Y siguió caminando... Diez minutos después se detuvo. Joder! no le sonaba nada... No sabía dónde estaba. ¡Su puta madre!
—¡Odio el pueblo! —gritó entre dientes, rezando porque alguien la oyera.
—Es una pena. El pueblo no te odia a ti, más bien te aprecia —susurró una voz tras ella. Miley gritó, y esta vez lo hizo con todas sus fuerzas—. Ey, tranquila, no pasa nada. Soy yo. —Volvió a susurrar la voz mientras que los fuertes brazos de su amante la rodeaban por la espalda.
—¡Hijo de puta! ¡¿Sabes el susto que me has dado?! —exclamó Miley, dando patadas en el aire.
—Me hago una ligera idea. —Miley lo sintió sonreír contra su nuca.
Abrió la boca para ordenarle que la sacara del bosque ipso facto, pero la cerró al instante. El desconocido había deslizado su mano bajo la braga del biquini y en esos momentos estaba jugando con los rizos de su pubis.
—¡Ah, no! ¡Aquí no! —exclamó asustada—. Alguien puede vernos.
—Por ejemplo, un lobo... —susurró en su oído para después morderla en el hombro.
¿Me ha leído la mente? Pensó un segundo antes de olvidarse de todo. El cabello del hombre le hacía cosquillas en la mejilla mientras su mano se deslizaba más abajo, hacia el clítoris, y comenzaba a hacer magia sobre él.
Gimió, perdida en las sensaciones, sintiéndose a salvo allí, en mitad de la nada, arropada por los brazos de un hombre al que no conocía y excitada al sentir su erección pegándose a sus nalgas casi desnudas.
La mano que la sujetaba por el abdomen se retiró, para al momento posarse de nuevo sobre su estómago asiendo algo entre los dedos. Fue resbalando lentamente hasta juntarse con la que le acariciaba la vulva y, una vez allí, presionó delicadamente sobre su clítoris. Miley estuvo a punto de caer por la impresión. El desconocido tenía algo en el dedo que vibraba, algo tan suave y cálido que mandaba dardos de placer por todo su cuerpo.
—¿Te gusta? —preguntó él, tímidamente.
Miley le respondió jadeando y pegando los glúteos a su erección. El aliento del desconocido le recorrió la nuca cuando se rió entre dientes.
Intentó pegarse más él, quería sentirle en todo su cuerpo, pero sólo notó la tela. El algodón suave de la camiseta de él contra su espalda, el roce áspero de los vaqueros raspándole los muslos... ¡Tela y no piel! Gruñó sin poder evitarlo y llevó sus manos hacia atrás, a la erección cubierta por el pantalón del hombre. Buscó a tientas los botones y los desabrochó. Él jadeó y se pegó más a ella.
Sonrió. Ella también sabía jugar. Hundió las manos bajo la tela y comprobó que él no llevaba ropa interior. ¡Perfecto! Tanteó con los dedos hasta recorrer el pene entero, recordando su forma, su grosor, su tamaño. Lo envolvió con las manos, lo sacó de la prisión del vaquero, lo colocó entre sus nalgas y comenzó bailar contra él.
Él hundió un dedo en su vagina mientras con la otra mano seguía friccionando el clítoris con... algo. Ella siguió sus embates. Cuando el dedo entraba, ella friccionaba el trasero contra su pene, cuando el dedo salía, ella se alejaba. La respiración de ambos se aceleró, el aire se llenó del olor a excitación y sexo, los jadeos de ambos hicieron eco entre los árboles mientras sus cuerpos se movían acompasadamente.
—¡Joder! —exhaló de repente el hombre.
Sacó los dedos de la vagina de Miley y retiró con fuerza el biquini que cubría las nalgas que tanto ansiaba sentir. «Será sólo un segundo, un único roce», se ordenó a sí mismo; «necesito sentir su piel, su calor». La polla lloró agradecida por el cálido contacto, buscó el lugar entre los glúteos que la llevaría al perineo y de allí, al paraíso. «No iré más allá», juró él en su mente.
Miley dejó de respirar cuando sintió el pene rondar la entrada de su vagina. Temblando de anticipación, se puso de puntillas para darle mejor acceso. Se agarró con fuerza a la muñeca firme y velluda que se colaba por debajo del biquini y esperó.
Pero no pasó nada.
El desconocido seguía inmerso en friccionar el clítoris con ese algo vibrante que la estaba volviendo loca; sus caderas se balanceaban, haciendo que el pene recorriera lentamente la vulva humedecida; pero no entraba en ella, no la llenaba.
—Fóllame —ordenó sin pararse a pensar lo que estaba exigiendo.
—No —respondió él con un gruñido. El sudor caía sobre su frente.
—Ahora —exigió clavándole las uñas en las muñecas.
El desconocido la penetró con la punta del glande. Miley jadeó con fuerza; impaciente, excitada, casi a punto de volar. Se pegó más contra él, que la sujetó con la mano libre por la cintura y la frenó.
—No —negó firmemente—. No te voy a follar en mitad del bosque. —«No la primera vez», pensó para sí mismo. «No, aunque reviente de dolor. No, aunque muera por la frustración.» Ella merecía algo mejor y él necesitaba anclarla a su alma, aunque fuera haciéndola adicta a sus caricias. La necesitaba con él, siempre... O mientras que durase el sueño.
—Pues entonces vete a la puta mierda —gritó Miley frustrada.
—Como desees —susurró él.
Presionó con fuerza el objeto vibrante contra su clítoris y hundió su pene un poco más en ella, sin llegar a introducir más que la corona. Miley tembló mientras el orgasmo recorría su cuerpo.
Él salió de ella y retiró sus dedos de la entrepierna del biquini, pero dejó pegado a sus labios vaginales aquello que vibraba volviéndola loca. La besó con ternura en la mejilla y susurró en su oído
—Sigue el camino de baldosas amarillas.
—¿Qué? —Logró decir con el poco aire que aún quedaba en sus pulmones. Como única respuesta escuchó la risa clara y sensual del hombre.
Todavía atontada por el orgasmo, se llevó la mano a la entrepierna y cogió lo que allí había dejado él. Apenas había luz y no podía ver bien qué era, pero una cosa estaba clara, era como un anillo, no ocupaba apenas y tenía alas. ¿Alas? Apretó la mano sobre ello, decidida a esperar hasta llegar al campamento y, con más luz, ver qué era. En ese momento recordó.
¡Joder, el campamento!
Se irguió y miró a su alrededor, estaba sola otra vez. Perdida otra vez. ¡Mierda, mierda, mierda! ¿Por qué el muy cabrón no se había quedado con ella? ¿Es que no se había dado cuenta de que estaba perdida? Claro que no, ¿cómo iba a saberlo? Ella había estado tan pendiente del placer que no se lo había dicho, «¡Idiota! ¡Soy idiota!» Las lágrimas le quemaron los ojos.
De repente una luz iluminó el bosque. Una luz amarilla que marcaba el sendero. ¿El camino de baldosas amarillas?
Miley se puso de pie y miró hacia el origen de la luz, pero quedó deslumbrada al instante. Cerró los ojos para intentar recuperar la visión y le oyó acercase a ella, cogerla del brazo e indicarla que comenzara a andar.
—Vamos, no queda lejos —susurró él—. Sigamos el camino de baldosas amarillas —bromeó.
Pasó el brazo sobre su hombro y la sujeto contra su costado, manteniéndose ligeramente tras ella e iluminando el sendero con la linterna. La sostuvo con fuerza durante todo el recorrido, impidiéndole caer y avisándola de los obstáculos que la harían tropezar.
Un rato después, Miley vio luces y oyó gritos.
—Te están buscando —afirmó él—. Aunque no lo quieras creer, se preocupan por ti.
—¿Quiénes? —preguntó algo atontada por el aroma a jabón y placer que emanaba del cuerpo del hombre; por la calidez con la que se pegaba a su espalda y la fortaleza con la que rodeaba sus hombros.
—Tu familia —dijo apretándola el hombro—, ésa a la que tanto te empeñas en ignorar.
—Yo no los ignoro —contestó Miley, sintiendo el amargo sabor del remordimiento en el paladar—. Simplemente no...
—Exactamente, tú no... —afirmó soltándola—. Camina un par de pasos y grita, vendrán corriendo a por ti.

—¿Y tú? —preguntó Miley girándose hacia él. La luz de la linterna, enfocada en su cara, la deslumbró impidiendo que le viera.
—Ve con ellos —contestó él, apagando la linterna.
Miley escuchó sus pasos hasta que se perdieron en el bosque. Esperó unos segundos y gritó. Al momento le contestaron y, en un instante, se vio rodeada por las caras preocupadas de toda la gente a la que había ignorado durante cinco años. Su hijo la abrazó llorando, llevaba perdida casi una hora.
—¿Cómo se te ha ocurrido entrar en la montaña tú sola? —la increpó.
—Bueno... No parecía adecuado que nadie me acompañara —contestó sonriendo—, y además no me he perdido. Sólo me he despistado un poco —mintió.
La mentira dio resultado, más o menos, porque su hijo se calmó y su suegro respiró. Volvieron al campamento y poco a poco fueron regresando los hombres que habían salido a buscarla, entre ellos Justin que, al verla, sonrió y asintió.
—Ya os había dicho que no estaba perdida —dijo a nadie en especial, pero en sus ojos se leía el alivio.


Cuando volvieron al pueblo, Justin, Frankie y el resto de la familia se empeñaron en pasar un rato por el kiosco. Al fin y al cabo no era más que media noche y les apetecía escuchar un poco de música al aire libre y relajarse después del susto. Miley, sin saber muy bien por qué, accedió a acompañarles, aunque antes pasó por casa para cambiarse de ropa... y comprobar qué era lo que ocultaba en la mano que había mantenido cerrada en un puño todo el camino. Necesitaba averiguar qué era lo que él le había regalado.
A solas en su cuarto observó risueña el regalo. Tal y como había imaginado, era un anillo de silicona con una «mariposa» en lugar de un diamante. Una mariposa muy suave que en su interior ocultaba una pequeña bala vibradora. Lo lavó cuidadosamente y lo guardó en la mesilla.






Summer Hot Cap.7







—Vamos mamá ¡anímate!
Miley dio un salto hacia atrás, intentando alejarse de las gélidas gotas de agua que su hijo le lanzaba desde el río en un intento de animarla a bañarse. ¡Antes muerta! Le gustaba el agua como a cualquier hijo de vecino, de hecho adoraba bañarse en las playas de arena fina y olas cálidas del Mediterráneo y tampoco le importaba darse algún que otro chapuzón rápido en las aguas del Alberche o nadar un poco en el pantano de San Juan, pero el río en el que estaban pasando el día no era apto para personas.
Sí, reconocía que las piscinas naturales del río Pelayo, en Guisando, eran un paraíso de la naturaleza: lagunas de agua clara rodeadas de árboles; la fragancia de la jara, el tomillo y el brezo inundando cada centímetro del monte; los pájaros piando acojonados por si algún águila despistada los usaba de desayuno y, arriba del todo, casi rozando las nubes, algún que otro buitre negro oteando la montaña en busca de carroña. Pero... Tanta naturaleza en estado puro no era para ella.
Esa misma mañana su suegro y su hijo habían decidido que era un día perfecto para ir a Guisando. Miley no veía por ningún lado la perfección del día. Hacía demasiado calor, el sol quemaba sin compasión y el aire no corría; para ella era el día perfecto para quedarse encerrada frente al ventilador —en casa de su suegro no existía el aire acondicionado—. No obstante, había decidido ir; ella y media familia, porque una de las cosas que tenía el pueblo era que las noticias corrían más rápido que la pólvora. En el tiempo que había tardado en meter en la bolsa un par de toallas, hacer unos bocadillos y ponerse el biquini, medio pueblo se había enterado de la excursión al río y había decidido apuntarse.
Y allí estaba, asada de calor, con la espalda colorada, la nariz al rojo vivo y los pies desollados. ¡Malditos pedruscos!
Miley adoraba la playa, la arena fina que le acariciaba las plantas de los pies y se escurría entre sus dedos. En el río no había arena, sino afilados guijarros; donde no había guijarros había agujas de pino, y donde no había ni lo uno ni lo otro, simplemente eran rocas; peñascos de aristas puntiagudas cubiertos de musgo asqueroso y resbaladizo. ¡Y a nadie le importaba! Los niños iban de acá para allá descalzos, saltando como cabras sin hacerse ningún rasguño; los adultos se sentaban en las piedras y charlaban con la botella de agua a mano y, mientras, ella se clavaba las piedras en el culo y las agujas de los pinos en los pies. ¡Vaya mierda!
Pero no podrían vencerla, no lloraría pidiendo clemencia ni clamaría por un alma compasiva que le llevara en coche hasta el pueblo, al refugio de su ordenador. No. Sería fuerte. Por tanto, nada más llegar al claro y comprobar que todo el mundo se dedicaba a charlar y bromear, ella se hizo invisible (o al menos lo intentó). Buscó un hueco de suelo sin piedras, puso allí su toalla y se acomodó cual Toro Sentado, rumiando su mala leche en silencio.
Y así se había quedado hasta que su suegro intentó convencerla para dar una vuelta por el monte.
—¿Para qué? —respondió Miley, cogiéndose las rodillas.
—Para respirar aire puro.
—Ya lo respiro aquí, gracias —respondió sonriendo (más o menos) y mirando el reloj. No había trascurrido ni una hora desde que habían llegado, aún le quedaba todo el día por delante.
Poco después rae su hijo quien se acercó a ella animándola a jugar una partida de tute. No parecía mala idea, aceptó.
En el mismo momento en que se sentó a jugar se vio rodeada por la familia, y todos, ¡todos!, jugaron. Daba igual la edad, el sexo o si sabían o no las regías; era una actividad en familia, por tanto todo el mundo era bienvenido y todo valía, hasta las trampas. Ella estaba acostumbrada a jugar en Madrid al póquer en serio; en una mesa, en silencio. Lo dicho, el pueblo no era para ella. Jugó una partida y se fue, sólo para ir a parar al grupo de las tías.
Las madres preparaban la comida, los hombres jugaban a la petanca, los niños y ándanos hacían trampas en el tute y las abuelas se sentaban muy juntas en un círculo de sillas de piscina, dispuesto única y exclusivamente para ellas; para las decanas de la familia. Hacían una pina y hablaban sobre unos y otros sin molestarse en bajar la voz. A veces llamaban a algún despistado para que fuera a charlar con ellas, y ella estaba despistada. En honor a la verdad, debía reconocer que incluso se lo había pasado bien, más o menos. Las abuelas eran como una enciclopedia heráldica del pueblo, lo sabían todo de todos y su misión en la vida era enseñar a la juventud todo sobre sus ancestros. У María se había convertido por obra y magia de su matrimonio con «el hijo del Rubio» en parte de esa juventud. Aunque llevara años divorciada, aunque ahora fuera viuda, daba lo mismo. Era la madre del «nieto del Rubio» y, como tal, tenía que estar enterada de todo. Le interesara o no.
Cuando logró escapar de sus garras, se acercó hasta orilla del río con la intención de remojarse un poco, a ver de esa manera lograba deshacerse del incipiente dolor de cabeza que tenía. Metió un pie en el agua y lo sacó al segundo con los dientes castañeteando. ¡Dios! ¿Cómo podía estar tan fría? Y lo que era más importante, ¿cómo podían los primos, tíos, sobrinos y demás caterva de familiares estar a remojo, tan tranquilos, en esa agua gélida?
Niños pequeños y no tanto, bebés enseñando la colita, mamas embarazadas, padres haciendo aguadillas a sus hijos... Todos tan felices, sin síntomas de congelación, con los labios sonrosados en vez de morados y la piel lisa en vez de erizada. No lo entendía, ella se había quedado helada.
Y justo en ese momento, a traición, su hijo la había salpicado. ¿No habría en aquel lugar perdido de la mano de Dios un caballero andante que la rescatara de la familia, el agua helada y el aburrimiento crónico?
—Vamos, prima, anímate —oyó una voz conocida a su espalda—. El agua tiene que estar divina.
—Justin, hola —saludó sorprendida. No lo había visto en toda la mañana—. ¿También a ti te han liado para un día de campo?
—No. Yo me he liado solo. Se me ocurrió ir al Rincón del Ángel a comer y allí me contaron que toda la familia había venido a Guisando. Me dije, ¡demonios! ¿Nadie me ha avisado? ¿Será que no quieren que vaya? Por tanto no podía hacer otra cosa que venir hasta aquí a cerciorarme del desplante.
—¡Mira que eres mal pensado! —dijo Miley, divertida.
—No sabes cuánto. Anda, alejémonos de la orilla, tu crío es capaz de lanzar otra andanada de hielo líquido y, si lo hace, no respondo de mis actos —afirmó simulando un escalofrío.
A partir de ese momento, al contrario que por la mañana, la tarde pasó volando.
Definitivamente Justin y ella eran almas gemelas. No les gustaba el campo, no les gustaba el río y no les gustaba el pueblo.
Justin era un poco como su exmarido, él tampoco se sentía en el pueblo como en casa. Al igual que Kevin, había estudiado allí hasta que pudo escaparse a una ciudad para cursar la carrera, luego no había vuelto más que para pasar las vacaciones o algún fin de semana suelto. Pero a diferencia de su ex, por lo que ella sabía, Justin mantenía su polla dentro de los pantalones.


Durante toda la tarde pusieron cara de asco cuando vieron a las arañas correr por los troncos de los árboles, esquivaron con sonrisas las llamadas del «Círculo de Tías», se alejaron disimuladamente de la orilla del río y jugaron un par de manos al póquer. Ellos dos solos. Justin perdió, por supuesto.
Tras pasar toda la tarde con él, llegó a una conclusión: Justin no era su amante misterioso, imposible. Era demasiado dulce, demasiado tranquilo, demasiado... previsible. Y sin saber por qué, se sintió decepcionada y aburrida. Y no porque Justin fuera aburrido, sino porque tenía la cabeza en otros temas.
Dejó su mente vagar hasta el claro del bosque donde estaba oculta la cabaña. ¿Estaría esperándola? Sintió una punzada de anhelo en el estómago. Deseaba estar allí, con él, escuchando su voz susurrante, sintiendo sus manos acariciándola… Haciéndole sentir especial, querida, adorada. ¡Qué tontería! Era sexo y sólo sexo, y además era peligroso. Si él decidía irse de la lengua, jamás podría volver a mirar a la cara a su hijo ni a su suegro, ni ya puestos al resto del pueblo. Aunque esto último, siendo sincera, le importaba un comino. Pero, sabía sin lugar a dudas, que él jamás le haría daño.
—¿Qué te pasa? Te has quedado seria de repente —preguntó Justin, acariciándola la mejilla con un dedo.
—Estoy cansada de estar sentada sobre una piedra —respondió Miley, y no mentía, al menos no del todo.
—Vámonos
—¿Adónde? No hay ningún sitio al que ir aquí arriba —sonrió sin ganas. Podían ir al río o internarse en el bosque. No había más opciones.
—Al pueblo. Podemos ir al kiosco a tomar algo. Aún es pronto.
—Exactamente. Es demasiado pronto, aún quedan como poco un par de horas para que la gente decida marcharse —contestó mirando el reloj. Eran poco más de las nueve de la noche—. Seguro que quieren cenarse las tortillas que han quedado...
—Podemos irnos solos. Tengo coche, ¿sabes?
—No me parece bien dejar a Frankie y a mi suegro. He venido con ellos.
—Están muy entretenidos, lo mismo ni se dan cuenta —dijo Justin levantándose—. Diles que te vas y listo, no son tus niñeras.
—Mmm. ¿Eso que estoy oyendo es una orden? —preguntó juguetona.
—No, mujer, claro que no. Es sólo una... sugerencia.
—Bueno, en ese caso, sugiero que les preguntemos si no les importa y luego nos vayamos cagando leches de aquí.
Pero no fue tan fácil. Su suegro y su hijo no estaban por ningún lado; según parecía, se habían ido a ver a los buitres con El Vivo. Lógicamente, pensó Miley para sí misma, no se iban a ir con un muerto.
Por si la desaparición de su familia más cercana no fuera suficiente, ella necesitaba urgentemente un poco de privacidad. Al final decidieron buscarles cada uno por su lado y volver a encontrarse frente al círculo de tías.
«Esto es justo lo que más odio del monte», pensó Miley internándose en la arboleda. «Puedo soportar los bichos, los parientes, el agua helada, incluso la incomodidad del suelo; pero lo que no soporto de ninguna manera es tener que andar por mitad del bosque, perdida de la mano de Dios y expuesta al ataque de cualquier animal salvaje, para hacer un pis. ¡Joder!».
Miley caminó con cuidado, intentando no golpearse (demasiado) con las piedras y las ramas caídas que llenaban el suelo. Un par de veces miró hacia atrás creyendo que ya podía aliviarse y en las dos ocasiones negó con la cabeza. Estaba lejos del campamento pero no lo suficiente como para bajarse el biquini, ponerse en cuclillas y quedarse a gusto.
«Odio el pueblo», pensó, sintiendo escalofríos. «¿Cómo puede ser que por la mañana haga un calor de muerte y en cuanto cae el sol se levante por fin el aire? Justo cuando ya no hace falta ¡Es injusto!».
Estuvo tentada de darse la vuelca e ir a por algo de ropa. El biquini, aunque no era diminuto, tampoco tapaba mucho y, por si fuera poco, no se había puesto calcetines y las deportivas le estaban haciendo polvo los dedos de los pies.
Se giró de nuevo. El campamento no se veía por ningún lado. Lo cierto era que, entre pensar en lo mucho que odiaba el pueblo y alejarse de la gente, llevaba andando más de un cuarto de hora.
—¡Genial! Ahora me he perdido, joder. Se acabó, ¡ningún lobo me devorará con la vejiga llena!


NOTA: se que habia puesto el Nombre de "Joe" como el ex marido de Miley jaja pero ya no me gusto asi que lo cambie por "Kevin" y no es el Jonas ehh es el que salio con Miley en el video de rock mafia
"Kevin Zegers"

Summer Hot Cap.6






Presintió, más que oyó, al hombre alejarse de ella y, sin pensarlo dos veces, se giró, extendió las manos y le sujetó con fuerza la muñeca.
El desconocido se quedó petrificado. Su mente estaba tan pendiente de captar un último atisbo del precioso cuerpo de Miley antes de salir de la cabaña, que no se había percatado de que ella podía darse la vuelta, girarse hasta quedar frente a él, cara a cara. Su peor pesadilla había ocurrido.
Sus ojos mostraban todo el terror que rugía en su alma, pero María no lo vio.
No pudo verlo. Tenía los ojos cerrados.
—Espera —dijo temblorosa, con la cabeza baja y los ojos apretados fuertemente.
—No... —susurró el hombre.
—No te vayas...
—No puedo quedarme... No debes saber... —Se interrumpió al verla caer de rodillas en el áspero suelo.
—No romperé las reglas del juego —afirmó.
Recorriendo con sus manos las perneras de los vaqueros hasta dar con el final de la tela, se los bajó lentamente, gimiendo ante el tacto de las piernas cubiertas de suave vello. Los pantalones volaron hasta una esquina cuando los pies grandes y morenos se deshicieron
de ellos de una patada. Miley sonrió ante su impaciencia, se acercó a sus rodillas y deposito un suave beso en cada una. Le acarició los pies y subió, tanteando con las yemas el camino hasta sus genitales, siguiendo con labios y lengua el recorrido trazado a fuego con sus dedos.
El hombre jadeó con fuerza al sentirla sobre su piel. No podía verle la cara, seguía teniendo la cabeza inclinada. Posó una mano sobre su dorada coronilla, más por intentar mantener el equilibrio que por impedirle alzar la vista.
Cuando los gruesos y húmedos labios ascendieron por su ingle, cuando la cálida y suave mejilla rozó su pene, cuando los dedos acunaron con cuidado sus testículos, creyó que moriría. Cuando un húmedo roce acarició su glande, supo que estaba muerto y en el paraíso.
Miley aprendió la forma y el tamaño del pene con la lengua y los labios. Acarició con la palma de la mano los testículos a la vez que con los dedos presionaba suavemente el perineo y sonrió sobre el pene cuando lo oyó gruñir de placer.
Los labios de Miley rodeaban la corona de su verga, apretaban y soltaban; su lengua se introducía en la uretra tomando cada lágrima de semen que escapaba de ella. Los delicados dedos jugaban con sus testículos, los abandonaban subiendo por toda la longitud del pene acariciando la superficie tersa, tan sensibilizada que casi dolía con cada roce. Casi... Los dientes arañaban suavemente la piel del frenillo. Él dejó caer la cabeza hacia atrás y apretó los dientes para evitar gritar de placer.
Miley abrió los labios y él le enterró el pene en la boca, hasta que chocó contra la garganta.
Jadeó con fuerza al sentir el glande rozándola el paladar, al notar cómo los dientes le arañaban suavemente al subir y bajar por toda la longitud de su verga, cómo acariciaba con la lengua cada vena hinchada, cómo sus preciosas mejillas se contraían y presionaban al absorber con fuerza la corona del pene.
—Voy a correrme —logró decir. 
Miley aumentó la presión, sus labios subieron y bajaron más rápido, sus dedos recorrieron el perineo más intensamente—. No... puedo.... contenerme... más —susurró sin aire—. Sepárate —avisó sin soltarla el cabello que tenía asido en las manos.
Ella le ignoró. Lo absorbió con fruición, sin detenerse para respirar, regodeándose en la palpitación de las venas hinchadas que recorrían su enorme y perfecto pene.
Gritó cuando el orgasmo explotó en sus testículos, quemándole. Eyaculó con fuerza en el interior de la boca de Miley y ella capturó cada chorro de semen en su garganta, le alentó con su lengua, pidiendo más, hasta que no quedó una sola gota. Entonces, y sólo entonces, le permitió salir de su boca.
Él perdió el equilibrio y dio varios pasos tambaleantes hacia atrás, todavía desorientado por el placer recibido. Apoyó la mano en la pared, jadeando e intentando recuperar el aliento.
Miley seguía de rodillas, la cabeza inclinada, sus pechos subiendo y bajando rápidamente por la respiración agitada.
El desconocido inspiró y expiró profundamente varias veces. Cuando sintió que el control volvía a su cuerpo, se alejó de la pared y dio un paso, dos, tres; hasta quedarse erguido frente a ella y sin saber qué hacer.
No podía descubrirse, no podía romper el juego o el sueño terminaría.
La rodeó hasta quedar detrás de ella, hincó una rodilla en el suelo y susurró algo en su oído. Luego se levantó y caminó hacia la puerta sin mirar atrás.
La tenue luz del final de la tarde penetró en la cabaña, iluminando débilmente los pies desnudos del hombre. Miley levantó la vista del suelo rápidamente, pero sólo le dio tiempo a verle dar el último paso y observar sus piernas velludas y bien formadas, sus nalgas duras, su cintura estrecha... Luego las sombras del porche se tragaron los colores y sólo pudo ver que era alto y que el pelo le caía en mechones alborotados hasta la nuca. Nada más.
Se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo y suspiró.
Era extraño, pensó, en vez de estar avergonzada o aterrorizada por lo que acababa de hacer, se sentía segura, protegida... Cuidada. Adorada.
Sonrió al recordar su última orden, arrodillado tras ella con su aliento susurrando en el oído y su aroma a sudor y sexo impregnado en la piel.
—Vuelve. —Suplicó más que ordenó.

Pasaban cinco minutos de las siete de la madrugada cuando el primer rayo de sol consiguió atravesar el dosel de encinas y pinos que rodeaban la cabaña. Se coló subrepticiamente por las cortinas abiertas de la ventana y atravesó sin prisa el suelo hasta llegar a la cama sobre la que dormía, inquieto, un hombre desnudo.
El hombre despertó al sentir el calor de la luz sobre su cuerpo, se cubrió los ojos con el antebrazo y gruñó. Se rascó el pecho y suspiró al sentir presión en la ingle. Deslizó la mano hacia el ombligo, hasta tocar la cabeza hinchada y humedecida de su pene erecto.
Volvió a gruñir.
Rodeó con los dedos el glande y apretó, sus piernas se abrieron involuntariamente y sus nalgas se tensaron.
—Joder —exclamó con voz ronca.
Retiró el antebrazo que lo protegía del sol y abrió los ojos sin dejar de acariciarse lentamente.
Apenas había dormido un par de horas, pero se sentía con más fuerzas que nunca en su vida. Había tardado horas en regresar a la cabaña la noche anterior, asustado por si ella todavía estaba allí esperando para verle la cara, para reconocerle.
No le había importado internarse desnudo en el bosque ni caminar descalzo sobre las punzantes hojas de los pinos que abarrotaban el suelo hasta que las plantas de sus pies se quejaron de dolor. Lo único que le importaba era alejarse de allí.
Huir. Sí, huir.
Ella había vuelto, se había entregado al juego con él. Sin saber quién era. Sin que aparentemente le importara. Y no sabía si sentirse aliviado o enfadado.
Aliviado porque por fin se hacía realidad su sueño.
Enfadado porque siempre sería eso, un sueño.
«No romperé las reglas del juego». Para ella no era más que un juego excitante. Un momento de placer que, estaba seguro, olvidaba en cuanto salía de la cabaña.
—Pero en mi mano está que no olvide —afirmó jadeante. Sus dedos subían y bajaban aferrados con fuerza al tronco de su pene; la otra mano acariciaba los testículos. Sus piernas se abrieron más aún, bajó los dedos hasta tocar el perineo, imaginando que era Miley tentándole de nuevo. Dejó que sus parpados se cerraran, recordando. Había soñado con ella todas las noches durante largos años, había saboreado su piel, besado sus labios, penetrado en su cuerpo de mil maneras distintas. De formas tan eróticas y excitantes que se despertaba gritando en mitad de la noche con las sábanas empapadas por el orgasmo y el cuerpo temblando de placer.
Aferró el pene con más fuerza y deslizo los dedos velozmente hasta el glande, oprimiéndolo. Gotas de semen le humedecieron la palma. Apretó las nalgas sin dejar de acariciarse el perineo igual que ella lo había hecho la tarde anterior.
Gimió al recordar. Miley no se había asustado de su sexualidad brusca y exigente, no había salido corriendo, sino todo lo contrario, había exigido más.
—¿Quieres más? —Jadeó arqueando la espalda, a punto de correrse—. Cariño... No sabes... No tienes ni la más remota idea de lo que he soñado hacerte cada noche.
Abrió los ojos y fijó la mirada en el techo de la cabaña. Apretó los dientes, la determinación se reflejaba en sus facciones.
—¿Quieres jugar? —preguntó al aire—. Yo quiero mis sueños —afirmó soltando su pene—. Quiero todas y cada una de las noches que has hecho que me corra en las sábanas.
Se levantó de la cama ignorando el dolor que le asaeteaba los testículos, ignorando el semen que bullía en ellos.
—No voy a manchar más mi cama. O al menos no voy a hacerlo solo —aseveró, apretando la mandíbula.
Todavía desnudo, abrió uno de los cajones del aparador, sacó un metro, papel y bolígrafo. Miró al techo, calculando.
Tenía muchas cosas que hacer, no iba a perder el tiempo masturbándose. Ya no.


Al ferretero no le gustaba nada madrugar, de hecho lo odiaba; por eso siempre llegaba tarde al trabajo. Claro que no tenía la mayor importancia, ya que él era el jefe y, si no era puntual, no pasaba nada. O eso solía pensar.
Esa mañana, como todos los días, pasaban quince minutos de las diez cuando por fin aparcó frente a la entrada de su negocio.
Con la espalda apoyada en la pared, los pies cruzados, las manos en los bolsillos y una cara de mala hostia tremenda le esperaba un hombre de casi dos metros de altura, vestido con unos vaqueros desgastados, botas camperas y una camiseta blanca sin mangas que dejaba
entrever unos brazos morenos y musculosos. Un mechón de pelo negro le caía sobre los ojos claros, haciéndole parecer aun más amenazador.
El tendero tragó saliva y se apresuró a subir las rejas. En el momento en que abrió la puerta, el desconocido entró y sin mediar palabra le enseñó un papel. Lo cogió y sin hacer preguntas comenzó a depositar cada cosa de la lista sobre el mostrador. Conocía al hombre; de hecho, a tenor de todo lo que le había comprado en los últimos años, estaba seguro de que el tipo tenía que ser un verdadero manitas. Un manitas taciturno al que no le gustaba charlar.
El hombre pagó, gruñó un «hasta la vista» y se marchó. Tenía prisa. Aún le quedaba por comprar lo más importante. Se montó en el coche y tamborileó con los dedos sobre el volante.
¿Farmacia o algo más... específico? Metió la llave en el contacto y encendió el motor. Sonrió, lo que podía conseguir en la farmacia era muy poco para todo lo que tenía pensado: una caja de preservativos, mejor dos, un tubo de lubricante… Poco más.
Sacó de la guantera una página arrancada de un periódico, estudió la dirección que esa misma mañana había rodeado con rotulador rojo y entornó los ojos. La calle no estaba lejos. Dejó caer la hoja sobre el asiento del copiloto, aceleró y salió derrapando del aparcamiento. Tenía muchas cosas que hacer. Por primera vez en sus treinta y seis años de vida iba a entrar en un sex shop. Esperaba que estuviera a la altura de sus expectativas.

Summer Hot Cap.5




Miley se quedó petrificada al ver que él entraba en la cabaña pero no cerraba la puerta.
—¿Qué coño significa esto? —susurró para sí—. No seas idiota, sabes bien lo que significa. Te está invitando a entrar. Lo que no tienes tan claro es si vas a aceptar la invitación.
Dio un paso. Dudó. Miró a su alrededor. Los caballos en el cercado, los árboles rodeando el claro, el sol alto en el cielo. No había nadie más. Nadie que pudiera verla e ir con el cuento al pueblo. Y el desconocido, por ahora, había sido discreto.
Excepcionalmente discreto.
Había pasado una semana desde su primer encuentro. Una semana de calor sofocante, noches ardientes, sábanas empapadas en pasión insatisfecha y sueños oscuros con un hombre sin cara. Un hombre que hacía escasos segundos se estaba masturbando frente a ella sin ningún pudor, pensó, sintiendo su estómago contraerse.
Vestido sólo con los vaqueros, acariciándose lentamente el pene con una mano y los testículos con la otra, sentado indolente mientras impulsaba con un pie desnudo la mecedora de madera era la imagen más erótica que había visto en su vida.
Se mordió los labios al sentir su vagina palpitar. Se estaba excitando con sólo pensarlo. ¡Mentira! Estaba excitada desde el segundo exacto en que había decidido acudir al claro. ¡Mentira de nuevo! Llevaba excitada desde el momento en que el desconocido la había inmovilizado contra la cerca, hacía ya seis días con sus noches.
«¿Pero qué coño me pasa? —pensó, enfadada—. ¿Me falta un tornillo, o qué?»
No le iban esa clase de jueguecitos peligrosos y desconocidos; inmovilización, aceptación, ¿sumisión? ¡No! Ella era de esas. O tal vez sí... Sí con el hombre adecuado, aunque no tuviera ni idea de quién era, aunque no le hubiera visto el rostro. Un hombre alto, moreno y con una v*erga que su mano no abarcaba por completo cuando se masturbaba.
Sintió humedad entre sus piernas al recordar. Y no era sudor.
Se alegró de llevar falda, si se hubiera puesto los pantalones de lino como pensó al principio, ahora mismo estarán empapados. Observó dudosa la puerta abierta de la cabaña, la excitante invitación no pronunciada.
¿Qué debía hacer? No. Esa no era la pregunta apropiada.
¿Qué quería hacer? Entrar en la cabaña. Sin dudarla
Dio un paso.
¿Quién era el desconocido? Ni idea.
¿Era peligroso? No, imposible.
¿Por qué no? Porque no había sentido miedo estando entre sus brazos. Porque hubiera podido hacerle cualquier cosa y sólo le había dado placer. El aura que le rodeaba era dominante, salvaje y, por alguna razón, sentía que podía confiar en él.
¿Quién es él? Se preguntó de nuevo. Seguro que era un hombre normal y corriente, un tipo simpático y puede que incluso tímido en la vida real.
¿Por qué no? Siendo sincera, ella tampoco era tan atrevida ni desvergonzada en la vida real. Pero ahí, en ese claro del bosque...
Todas las personas tenían una cara oculta. Una cara que sólo mostraban en ciertos momentos. En ciertos juegos. Y esto no era más que un juego, ¿verdad? Un juego excitante y prohibido, pero un juego al fin y al cabo.
Comenzó a caminar con seguridad hacia la puerta de la cabaña. Cuando estuvo a pocos metros, se detuvo.
Estaba segura de que conocía al hombre misterioso. El susurro de su voz levantaba ecos en su memoria, pero no lograba aunar la voz con una cara conocida. No podía saber si era alguien afín a ella.
Pero si vivía en el pueblo, seguro que no.
En el pueblo todo era tranquilidad y reposo. Sus habitantes se asomaban a la ventana y veían pasar el tiempo sin la menor inquietud. Se levantaban al alba para cuidar sus campos y al regresar salían a pasear por la calle para encontrarse con otros parroquianos con los que hablar. Nadie quedaba con nadie, simplemente se encontraban por casualidad. Se sentaban en los bancos frente a las montañas y miraban la vida pasar.
Se moría de angustia al pensar en el tiempo perdido, en los segundos desperdiciados.
Ella siempre tenía algún proyecto en mente, siempre iba corriendo a todas partes.
¿Y qué importaba eso ahora? Pensó irritada por la volatilidad de sus pensamientos.
Dio un paso más hacia la cabaña y volvió a detenerse.
¡Ay, Dios! ¿Qué coño estaba haciendo? No sabía quién estaría esperándola tras la puerta. Contuvo el aliento al darse cuenta de que era eso lo que la incitaba a continuar. No tenía ni la más remota idea de qué iba a encontrar.
Se giró en dirección al camino. No iba a continuar con esa estupidez. Ni de coña.
Dio un paso, dos, tres. Se detuvo.
—¿Quién es él? —preguntó entre dientes, frunció el ceño y sonrió irónica—. ¿A qué dedica el tiempo libre? ¿Por qué ha robado un trozo de mi vida? —canturreó—.. ¿Qué soy, una mujer o un avestruz que esconde la cabeza bajo tierra? —inquirió girándose y encaminándose hacia la cabaña—. Soy una mujer adulta; una mujer decidida a coger el toro por los cuernos, o por donde haga falta. Una mujer segura de sí misma que va a cometer la mayor estupidez de su vida —finalizó, arrepentida en el mismo momento en que traspasó el umbral de la cabaña.
Se detuvo con un pie dentro y otro rúen, oteando en la penumbra del interior, pero no vio a nadie.
Entró, intrigada.
La cabaña era muy pequeña, sólo constaba de las cuatro paredes que se veían desde fuera. No había puertas que llevaran a ninguna otra habitación.
En dos de los muros se ubicaban unos grandes ventanales, tapados por tupidas cortinas que impedían el paso de la luz. La escasa claridad que iluminaba el habitáculo se colaba por la puerta entreabierta.
En el centro de la estancia había una mesa rectangular de madera con un par de sillas al lado; una gran cama, también de madera, estaba pegada a una pared junto a un arcón del mismo material que imaginó hacía las veces de mesilla; una exquisita chimenea de piedra y un aparador ocupaban la pared libre. No había nada más en la cabaña. Ni vivo ni muerto.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos. ¿No había nadie dentro? imposible. Le había visto entrar, no existía ningún lugar donde esconderse y la única salida quedaba a su espalda.
La puerta se cerró de golpe dejando la cabaña a oscuras.
Miley gritó sobresaltada. Unos fuertes brazos la rodearon desde atrás.
—Tranquila —susurró la voz de su amante misterioso— Estoy aquí.
Miley no pudo contestar, estaba perdida en su aroma, en su tacto, en su calidez.
La abrazó, cuando lo que quería hacer en realidad era arrodillarse ante ella y dar gracias a todos los dioses del cielo por su presencia.
Había aceptado la invitación.
Gimió de alivio sobre su preciosa y delicada nuca. Los minutos que había tardado en entrar habían sido los más difíciles de su vida.
Oculto tras la puerta, había esperado nervioso e ilusionado a que ella aceptara. Su pene erecto e insatisfecho le dolía esperanzado, sus testículos estaban tensos por la expectación, sus manos temblaban de impaciencia; pero lo que más le hacía sufrir eran los latidos angustiados de su corazón al pensar que ella no aceptaría, que se iría para no volver más. Y ahora estaba allí. Con él. Entre sus brazos.
Hundió la nariz en su cabello dorado e inspiró profundamente. Deseaba tumbarla en la cama y lamerla entera, saborear su paladar y fundirse con ella de todas las maneras posibles. Pero no podía. Debía permanecer a su espalda, sin descubrir su identidad, sin poder acariciarla de frente ni reposar la cabeza entre sus pechos pequeños y sedosos. La cabaña estaba en penumbra, pero las negras pupilas de María no tardarían en acostumbrarse a la oscuridad y entonces lo miraría a los ojos y sabría quién era él. Y cuando eso sucediera, el sueño se evaporaría para siempre.
No podía permitirlo. La deseaba demasiado. Llevaba demasiado tiempo esperándola.
Tomaría lo que le fuera entregado. No se arriesgaría en quimeras.
Las manos del hombre aflojaron su agarre, pero no la soltaron. Al contrario, comenzaron a recorrer su estómago, a buscar en la camisa las pequeñas aberturas entre los botones e introducir los dedos en ellas. Trazó círculos alrededor de su ombligo, deslizó las callosas yemas por los huecos de las costillas, subió lentamente hasta tocar el encaje del sujetador...
Miley jadeaba buscando aire con cada roce; sus pezones se endurecieron, ansiosos por sentir las caricias del hombre. Sus sentidos se vieron inundados con el aroma a jabón y virilidad. Inhaló con fuerza la esencia del desconocido, limpia y pura; la excitaba casi tanto como sus manos. Sintió su pene desnudo a través de la tela de la falda, pegándose a ella, quemándola en lugares adonde no alcanzaba la razón. Sus dedos se entretenían
recorriendo los bordes del sujetador, tan delicadamente que la estaba volviendo loca. Quería sentir esa orgullosa verga dentro de ella, atacándola con dureza, abriéndola con su grosor apenas intuido.
Se revolvió entre los brazos del desconocido, intentando girarse; tocar aquello que sentía contra ella. El hombre la sujetó entre sus brazos, agarró la camisa y de un fuerte tirón arrancó los botones y se la bajó hasta los codos, amarrándola con ella, impidiéndola moverse.
—No te muevas —susurró en su oído. El desconocido fijó su mirada en el movimiento agitado de los pechos de Miley y respiró profundamente, necesítala tranquilizarse o sería incapaz de contenerse. Ancló sus manos en la cintura de la mujer y la alzó en vilo. Ella se dejó caer contra él, los brazos atorados en los costados, la cabeza apoyada en su poderosa clavícula. La llevó como si fuera una pluma hasta la mesa, dejándola resbalar por su cuerpo hasta que sus pies calzados con bailarinas blancas tocaron el suelo.
Miley sintió contra la espalda la piel masculina, cálida y desnuda, los musculosos pectorales. Él dejó que sus glúteos se deslizaran sobre los marcados abdominales y el pene hinchado se encajó en la unión de sus piernas, separado de su vulva por la falda y el tanga. Gimió frustrada. Lo quería dentro.
El hombre notaba en el tronco de su verga cada arruga de tela, su glande se extasiaba con la humedad que traspasaba el diminuto tanga que ella llevaba; tanta suavidad, tanta calidez, era casi insoportable.
Le liberó los brazos de las ataduras de la camisa y empujó su espalda, obligándola a inclinarse sobre la mesa hasta sus pezones cubiertos de encaje se apretaron contra la madera pulida. Le cogió las manos y las deslizó por la suave superficie hasta que la mujer quedó con los brazos estirados por encima de la cabeza, las palmas apretadas contra la madera y los dedos extendidos.
La espalda desnuda se mostraba pálida y tentadora en contraste con la oscuridad del roble barnizado. Los muslos pegados al canto de la mesa hacían que las nalgas casi se alzaran en el aire esperando sus manos, sus caricias, su pene. Le fue alzando la falda lentamente, dejando asomar poco a poco las piernas delgadas y sedosas.
Miley sintió la calidez del ambiente en su piel cuando él le levantó la falda, pero no sintió sus dedos, ni su boca, ni su pene pegándose a ella ni siquiera cuando colocó la tela arrugada sobre su cintura y le bajó lentamente el tanga hasta quitárselo. No la tocó en ningún momento.
Gruñó frustrada y en respuesta oyó su risa sibilante. Se estiró más sobre la mesa y sus dedos tocaron algo suave. Levantó la cabeza extrañada, ante sus ojos encontró una... fusta. Se intentó incorporar de golpe. Una mano le apretó la espalda impidiéndoselo.
—¿No te gusta? —susurró en su oído—. La he hecho para ti. Pensando en ti.
—¿La has hecho para mí? —jadeó Miley acariciando el mango de la fusta entre asustada y excitada.
—Con mis propias manos —aseveró él en voz baja, casi suspirando—. Durante todos estos días tallaba y pulía la madera del mango pensando en ti, lo envolví en cuero recordando el tacto de tu cuerpo y, cuando la terminé, me masturbé imaginando que te acariciaba con ella —finalizó casi gimiendo.

—¿Dolerá? —preguntó Miley sin saber por qué. Ella no quería jugar a eso, no le gustaban esos juguetes. Entonces, ¿por qué su vagina se contraía espasmódicamente?
El desconocido no respondió, sino que recorrió los brazos de Miley hasta llegar a la mano que acariciaba inconscientemente el suave cuero.
Miley vio sus fuertes y morenos dedos asir el mango de la fusta. Jadeó entre asustada y expectante. Cerró los ojos.
Sintió una caricia tan suave como una pluma deslizarse por su espalda, dibujar círculos sobre su piel. No eran los dedos de su amante. Tampoco su lengua.
El desconocido dio un paso atrás, si quería acabar lo que había empezado necesitaba separarse de ella, de su calor.
Si la tocaba moriría de placer haciendo el más espantoso de los ridículos.
Recorrió lentamente con la flexible varilla de la fusta la piel femenina, con mucha suavidad, dejando que se acostumbrara a ella y acostumbrándose él a su vez a su manejo. Era la primera vez que la usaba para esos menesteres.
Miley estaba asombrada por la suavidad de las caricias, por la ternura en las palabras del hombre, por su propia reacción ante el juego.
Jadeó excitada al sentir una sensación distinta sobre su piel. El desconocido estaba recorriendo con sus labios el camino que creaba con la fusta, mandando escalofríos de calor por todo su cuerpo.
La piel de Miley sabía como la brisa saluda del mar en una tarde de verano, era excitante, fresca y cálida a la vez. Rozó con cuidado su mandíbula rasposa en la suave piel de su cintura; dibujó con la lengua las hendiduras del final de su espalda, deteniéndose al llegar a la tela arrugada de la falda, y volvió a subir por el camino trazado. La trémula piel femenina palpitaba a su paso, su respiración se aceleraba haciendo que sus pulmones se expandieran con fuerza. Metió una no entre la mesa y el cuerpo de Miley, retiró el sujetador y ahuecó bajo los pechos hinchados; pellizcó los pezones, alterando fuerza y suavidad mientras dirigía de nuevo la fusta hacia abajo, hasta la cintura, hasta la tela y más allá.
Miley dejó de respirar. Los labios del hombre pegado a su piel dibujaron una sonrisa.
La flexible varilla saltó sobre la tela y se detuvo sobre sus nalgas. Notó el roce picante moverse en círculos cada vez más pequeños sobre sus glúteos hasta quedar enterrado en ellos, presionando con la punta la sensible piel del ano.»
—¡No! —jadeo.
—¿No? —gimió el dejando resbalar la fusta por el perineo hasta detenerla firmemente acomodada entre los labios vaginales.
—No —exhaló Miley, sin saber si se negaba a dejarse penetrar el ano o si le pedía que no se alejara del agujero entre sus nalgas. Se temía que era por esto último, pero no tuvo tiempo de recapacitar sobre ello.
El desconocido frotó la varilla en su vulva pegándose a su trasero, acomodando en el lugar donde había estado la fusta su grueso y rígido pene.
—Sí —exclamó Miley, sin saber por qué. El hombre casi se desmayó de placer al oírla asentir. Casi murió de éxtasis al sentirla presionar el trasero contra su pene, abrir más las piernas, pegarse a él y restregarse contra él.
El desconocido perdió el control. La fusta escapó de sus manos sin fuerza a la vez que él se derrumbaba sobre la espalda de la mujer y empujaba las caderas con energía. Estaba al borde del abismo.
Se obligó a detenerse, ella debía volar primero. Sólo así él sería libre de dejarse ir.
La sujetó por la cintura con ambas manos para impedirle que siguiera moviéndose. Miley gruñó frustrada, intentó incorporarse para obligarle a acabar lo que había empezado, pero él no se lo permitió. Posó sus labios ardientes sobre su nuca y mordió. ¡Mordió! Pero en vez de sentir dolor, un espasmo de placer le recorrió el cuerpo, quemándole el útero y convirtiendo su vagina en gelatina temblorosa.
Los dedos del desconocido se deslizaron veloces por su pubis hasta acabar adheridos a sus pliegues, la palma de su mano empujando con fuerza en el clítoris mientras el dedo anular se introducía en ella.
Miley se puso de puntillas, dándole mejor acceso a su vagina, empujando con más fuerza contra el estático pene pegado a sus nalgas, sintiendo contra el perineo los testículos pesados y llenos de esperma, dispuesto a ser liberado.
—Más —suplicó.
El desconocido le concedió el deseo. El dedo corazón la penetró junto al anular, lentamente; primero las yemas, después la primera falange, la segunda... Miley empujó con mis fuerzas obligándole a hundirlos hasta los nudillos. El pulgar tomó posición en el clítoris e hizo magia sobre él.
Los sonidos del bosque se vieron rotos por jadeos roncos y gruñidos de placer, por la respiración fuerte y errática de dos cuerpos al límite de la resistencia. Al límite del placer.
—Más —gritó Miley.
Un tercer dedo se introdujo en ella bombeando coa fuerza junto a los otros. Dentro y fuera. Con rapidez y dureza. Ferozmente.
La verga impulsándose contra sus glúteos, recorriendo la grieta entre ellos con premura, tentando el ano para alejarse en el momento en que parecía que se iba a introducir en él.
El hombre hundió la cara en la sedosa melena de María, muerto de pasión y miedo. Jamás se había sentido tan excitado e inseguro. Jamás la sangre en sus venas había quemado tanto como en este momento. Jamás había perdido el control como con ella. Jamás había deseado tanto dar placer a uní mujer. Conseguir que Miley jadeara su nombre cuando llegara al orgasmo era la única razón de su existencia. Una quimera imposible, pensó cerrando los ojos.
—Necesito... —sollozó Miley—, necesito...
—Dilo —gruñó él, al borde del delirio.
—Te necesito a ti...
—Me tienes.
—Dentro de mí.
—¡Joder! —gritó frustrado. Miley se estremeció bajo él—. No puedo —susurró, recuperando en parte la compostura—. No tengo condones —masculló apesadumbrado.
—¿Condones? ¿Para qué quieres condones? —preguntó totalmente aturdida.
Luego cayó en la cuenta: para prevenir enfermedades. Gracias a su dificultad (por decirlo de manera delicada) para concebir, casi nunca había usado preservativos y, por supuesto, también pesaba mucho el hecho de que hacía años que no se acostaba con nadie. Y antes de eso, sólo lo había hecho con su exmarido.
El hombre notó que el cuerpo femenino se relajaba bajo el suyo. Retiró de la vulva hinchada la mano resbaladiza por los fluidos. Percibió el rayo de desilusión que se coló en la mente de María.
¿Cómo había sido tan estúpido de olvidar comprar preservativos? ¿En qué coño estaba pensando? Pasó horas trabajando en la fusta, acariciándose hasta el orgasmo al imaginarse jugando con ella sobre el cuerpo de Miley, gritando de placer por las noches, soñando que se introducía en ella, y no había pensado ni por un momento en ir a una farmacia a comprar lo que realmente necesitaría si ella volvía. ¡Idiota!
Se agachó y recogió la fusta del lugar en el que había caído, en el suelo entre sus pies.
Miley intentó contener un sollozo, pero no pudo. ¿Por qué no había mantenido la boca cerrada? ¿Por qué había sido tan bocazas? Sólo había pensado en ella, como siempre; en su placer, en su satisfacción. Él le había dado todo sin pedir nada a cambio y ella se lo pagaba con exigencias. ¡Cómo podía ser tan estúpida! ¡Tan egoísta!
Apoyó las manos en la mesa, impulsándose con la intención de incorporarse, mirarle a la cara y disculparse por ser tan egoísta, fuera quien fuera él.
No se lo permitió. En el momento en que sus pechos se separaron de la pulida madera, la mano de dedos extendidos del hombre se plantó sobre su espalda y empujó con fuerza, aplastándola suavemente contra la mesa.
—No he acabado contigo —afirmó con un susurro.
La mano que le sujetaba bajó hasta las nalgas, un dedo se hundió entre ellas. Apoyó el poderoso antebrazo sobre el final de su espalda, inmovilizándola, y metió los pies descalzos entre los finos y delicados de Miley, abriéndole las piernas hasta que los músculos del interior de los muslos femeninos se quejaron.
¿Me va a follar sin condón?, pensó asustada, justo de sentir algo suave y duro entre sus muslos. Un segundo después, el mango de la fusta se sumergía en su interior.
El desconocido jadeó a la vez que Miley. Era tan excitante oírla gemir que estuvo a punto de correrse sin esperarla, sin hacerla volar. Apretó los dientes. Ni hablar.
Fijó la mirada en el mango de madera cubierto que tanto le había costado tallar. Penetraba con suavidad la vagina, haciéndola arquearse de placer, extrayendo gemidos sollozantes de sus labios. Había pasado días trabajando el cuero para dejarlo liso y sedoso y cada segundo había merecido la pena.
Bombeó con potencia introduciéndolo entero, rozando los labios vaginales con los nudillos para a continuación extraerlo despacio, muy despacio, hasta sacarlo casi por completo, haciéndola gruñir, para al instante enterrarlo de nuevo con fuerza.
Miley respiraba agitada, se tensaba; los músculos de su vagina se contraían intentando retener el falo en su interior, tratando de evitar que se escaparan las sensaciones que recorrían su cuerpo cada vez que sentía los nudillos del desconocido rozar su vulva.
El hombre presentía que Miley estaba al límite, que le quedaban unos segundos para derrumbarse. El mismo sentía la mandíbula dolorida de tanto apretar los dientes. Notaba el escroto tenso, dispuesto a soltar la carga de semen que le quemaba la ingle; su pene dolorido saltaba en el aire buscando el contacto de la piel femenina que le haría explotar en un orgasmo sobrecogedor, capaz de hacerle perder el conocimiento.
Miley se estremeció al sentir cómo el dedo alojado entre sus nalgas comenzaba a moverse al mismo ritmo que la mano que empuñaba la fusta. Bajando hasta el perineo, recogiendo la humedad que rezumaba de su vagina, subiendo hasta la grieta entre sus nalgas, tentando y presionando su ano.
En el momento en que la fusta penetró hasta el fondo de su vagina y el dedo se introdujo en el ano, estalló.

Gritó como no había gritado nunca. Su cuerpo se agitó en espasmos, sin control. Su vagina se contrajo con fuerza a la vez que desde los pezones, rayos de éxtasis recorrían sus venas hasta quemarle el clítoris.
Él apretó sus nudillos contra la vagina de Miley, sintiendo las vibraciones de su orgasmo en la mano que agarraba la fusta. Esperó hasta que ella dejó de temblar y entonces, y sólo entonces, desenterró de su interior el objeto que tanta satisfacción le había dado.
Miley notó cada milímetro que salió de ella.
La presión sobre su espalda se retiró, estaba libre.