De pie bajo la marquesina de cemento del edificio Jonas, Demi contempló la lluvia que caía copiosamente sobre Liberty Street. Era el final de su primer día de trabajo, y los nervios habían dado paso a un optimismo precavido. Joe no la había hecho sentir precisamente bienvenida, pero por lo menos tenía un escritorio, un despacho cubículo sin ventanas, una mesa plegable y un mueble de
archivos destartalado.
Inhaló el húmedo aire de mayo. Enormes gotas de lluvia se estrellaban contra el pavimento y formaban charcos y riachuelos por doquier. Miró al cielo, encapotado y oscuro, y calculó la distancia que había hasta las escaleras del
metro, situadas en la siguiente manzana. Ojalá hubiera comprobado el pronóstico del tiempo por la mañana. Ojalá hubiera metido el paraguas en el bolso.
–Encontraste todo lo que necesitabas, ¿no? –le dijo una voz familiar desde detrás.
Demi se dio la vuelta lentamente.
Joe jonas parecía más alto e imponente que nunca frente a la fachada de aquel histórico edificio.
–¿No podías haberme buscado un despacho más pequeño? –le preguntó ella, intentando contraatacar.
–¿No te has enterado todavía? –le preguntó él, esbozando una gélida sonrisa irónica–. Estamos haciendo reformas.
–Pero tu despacho sí que es bastante grande –dijo ella, persistiendo, con la esperanza de despertar algo de culpa en aquel ser indolente.

–Y yo también –le dijo ella sin pestañear. Sin embargo, la victoria no iba a durarle mucho.
–¿Quieres que eche a mi vicepresidente por ti? –le preguntó él, desafiante, pero seguro de sí mismo.
–¿No tienes nada que no sea ni un despacho de ejecutivo ni un armario empotrado?
–Elije tú misma –le dijo él, encogiéndose de hombros–. Puedo echar a quien quieras de su despacho.
–Y entonces sabrán que es por mí –Demi se subió el asa del bolso sobre el hombro.
–Pero eres la dueña de la empresa, ¿no?
–Simplemente trátame igual que a todos los demás –dijo ella, poniendo los ojos en blanco.
–Eso es un poco difícil –le dijo él al tiempo que señalaba un despampanante coche negro que se acercaba a la acera en ese momento–. ¿Te acerco a algún sitio?
–¿Subirme al coche del jefe después de mi primer día de trabajo? –dijo ella, mirándolo con incredulidad. Tenía que estar de broma.
–¿Tienes miedo de que la gente piense algo que no es?
–Tengo miedo de que piensen algo que es.
–Tengo unos documentos que tienes que firmar –dijo él, esbozando una media sonrisa.
La lluvia no remitía, pero Demi dio un paso adelante, mascullando un juramento.
–Lo del divorcio tendrá que esperar, señor Jonas.
Él salió a la lluvia detrás de ella, siguiéndole el ritmo.
–No son papeles de divorcio, señora Jonas.
Demi se sobresaltó al oír aquel apelativo en sus labios. Ladeó la cabeza y lo miró con disimulo. Aquellos ojos oscuros, el entrecejo enfurruñado, la cicatriz en su pómulo derecho…
Trató de imaginarse una escena íntima, en la que bromeaban, se tocaban…
–¿Demi?
La voz de él la devolvió a la realidad.
–¿Qué clase de papeles?
Él miró a su alrededor. Varios empleados salían por la puerta del edificio en ese momento, pero ninguno estaba lo bastante cerca como para oír.
–Se trata de la confirmación de mi puesto como presidente y director general.
–¿Y qué eres ahora?
–Presidente y director general –sus ojos de hierro eran tan oscuros e impenetrables como los nubarrones de una tormenta–. Los dueños de la empresa han cambiado.
Demi necesitó un instante para asimilar la magnitud de sus palabras. Sin su firma, el puesto de Joe Jonas en la empresa corría peligro. Sin su autorización, no podía hacer lo que siempre había hecho, y no podía ser quien siempre había sido. De repente, algo frío y duro se le clavó en el estómago. Algo no estaba bien. No era correcto que tuviera tanto poder cuando lo único que deseaba era conservar su puesto de trabajo. Además, no quería ahondar más en
aquello tan extraño que sentía por Joe Jonas.
–Entra en el coche, Demi –le dijo él–. Tenemos que firmar y zanjar este asunto.
En ese momento Demi se fijó en el río de empleados que salía por la puerta principal del edificio. Aunque bajaran las escaleras a toda prisa para escapar de la lluvia, todos les lanzaban miradas curiosas y fugaces. Y eso fue lo que la hizo decidirse. Subir al coche del jefe delante de todo el personal estaba fuera de toda discusión.
–Recógeme en Grove, más allá de la parada de autobús –le dijo, acercándose un poco y bajando la voz.
–No es para tanto, ¿no crees? –le dijo él, poniendo los ojos en blanco un instante.
–Sí que es para tanto –le dijo ella.
–Te vas a calar hasta los huesos –le advirtió él.
–Buenas tardes, señor Jonas –le dijo ella, alzando la voz para que todo el mundo la oyera, y entonces siguió de largo.Tras cruzar la concurrida calle, se secó un poco la cara, sacó el móvil y apretó el botón de marcación rápida mientras corría hacia la marquesina de la parada de autobús.
–¿Demi? –dijo Miley desde el otro lado de la línea. Su voz sonaba algo fatigada.
–¿Qué estás haciendo?
–Estoy en la bicicleta.
–Voy a llegar tarde a la cena –dijo Demi.
–¿Qué pasa? –preguntó Miley.
–Estoy a punto de meterme en un enorme y siniestro coche negro con Joe Jonas –mientras se abría paso entre la gente, Demi bajó el tono de voz para sonar misteriosa e intrigante.
–Entonces será mejor que me des la matrícula.

–¿Por qué vas a subir a su coche?
–Quiere que firme algo.
–Entonces deberías dejarme leerlo antes.
–Lo haré si parece complicado –le prometió a Miley–. Dice que es para
confirmar su puesto como presidente y director general –añadió, sabiendo que no
podía creerse nada de lo que ese hombre le dijera.
–Podría ser un truco –le advirtió Miley.
–Ésa es otra de las razones por las que te quiero tanto –le dijo Demi, sonriendo.
–Ahora en serio, Katie. Si ves por algún lado las palabras «irreconciliable» o «absoluto», echa a correr.
–Lo haré –dijo Demi.
El coche negro se acercaba.
–Ups. Ahí está. Tengo que dejarte.
–Llámame cuando hayas terminado. Quiero todos los detalles. Y quiero cenar –Miley se quedó sin aire un momento–. Definitivamente quiero cenar.
–Te llamaré –prometió Demi, cerrando el teléfono y guardándoselo en el bolso al tiempo que Joe Jonas bajaba del coche.
Él se subió las solapas del abrigo y le hizo señas para que entrara en el vehículo.
Demi se sujetó el abrigo, empapado y chorreante, y subió al coche como pudo.
–Lunática –murmuró él entre dientes.
–Tienes suerte de que no vayamos a tener hijos –le dijo ella por encima de hombro al tiempo que se acomodaba en el asiento.
–Tengo suerte de saber que me libraré de ti –le dijo él, cerrando la puerta.
Rodeó el coche y subió por el lado del conductor.
Demi se secó un poco las manos, se alisó la chaqueta y entonces frunció el ceño. Su bolso se había convertido en una enorme y pesada masa de agua.
–A Green con Stafford, en Yorkville –le dijo al conductor. Al inclinarse adelante se vio de refilón en el espejo retrovisor. Tenía un aspecto horrible.
–Al ático, Henry –dijo Joe, corrigiéndola.
–¿No me vas a acercar a casa? –exclamó ella, anonadada.
No obstante, no sabía muy bien por qué se dejaba sorprender por sus malos modales. Joe Jonas era un tipo egoísta y prepotente.
–Henry te llevará a casa más tarde.
Demi levantó una ceja a modo de interrogante.
–Tengo los papeles en el ático.
La joven se dio cuenta de que había mordido el anzuelo. Tener los papeles en el coche hubiera sido demasiado sencillo para un hombre como él. Resignada, se puso el bolso sobre el regazo y desistió de su empeño en arreglarse un poco.
Estaba hecha un desastre, y no había nada que hacer.
–No te preocupes por mí –le dijo–. No es que tenga vida propia –añadió en un tono afilado.
Henry se incorporó al río de coches que iba en dirección a Liberty con Hildon. Joe la miraba de reojo, con escepticismo.
–Basta con un garabato y estarás fuera de este lío.
Ella sacudió la cabeza con decisión. Por mucho que quisiera romper los lazos maritales, no podía dejarle salirse con la suya así como así. Si lo hacía, él la echaría a la calle en un abrir y cerrar de ojos.
Joe se recostó en el cómodo asiento de cuero y se puso de frente a ella.
–¿Y si te prometo que conservarás tu trabajo?
La lluvia caía cada vez con más fuerza sobre el techo solar del vehículo, y los parabrisas apenas quitaban el agua de la luna delantera.
Demi se volvió hacia él y lo miró a los ojos.
–Para eso tendría que confiar en ti.
–Puedes confiar en mí.
Ella soltó una risotada.
–Me arruinaste la vida.
–Te he convertido en una mujer muy rica.
–No quiero ser una mujer rica.
–Lo diré de nuevo. Puedes salir de ésta cuando quieras.
Demi se dedicó a mirar a su alrededor y a examinar el interior del coche, ignorándole por completo.
–¿Hay alguna forma de terminar esta conversación, o vamos a seguir dando vueltas sin llegar a ningún sitio?
Los cláxones de los coches que estaban a los lados pitaron con fuerza al tiempo que Henry giraba a la izquierda. Demi se apartó el pelo húmedo de la cara y trató de resistir la tentación de quitarse los encharcados zapatos y hundir
los dedos de los pies en la mullida alfombra del coche.
–Creo que no te va a gustar ser mi socia en los negocios –le advirtió Joe.
–¿Porque tú vas a hacer que sea un infierno? –le dijo ella, mirándolo fijamente.
–Y yo que pensaba que estaba siendo sutil.
–Esto tiene cincuenta páginas –de pie, en mitad del salón del ático de Joe, Demi frunció el ceño al examinar el documento.
–Se trata del control de una corporación que vale millones de dólares –le dijo él, haciendo acopio de toda su paciencia, que no era mucha–. Sería un poco difícil resumirlo todo en un folio.
–Tendré que llevárselo a mi abogado –dijo Demi, inclinándose para meterlo en el bolso.
–Léelo antes de decidir –dijo Joe con ironía–. No está en chino –añadió–. Tú y yo tenemos que firmar en la página tres, para autorizar al comité de dirección.
Los miembros ya han firmado en la página veinte, ratificándome en mi puesto. El resto es… Bueno, léelo. Ya lo verás.
Ella titubeó un momento y lo observó con ojos de sospecha.
–Muy bien –dijo unos segundos más tarde. Soltó el bolso sobre el sofá y suspiró–. Le echaré un vistazo.
Joe contuvo una mueca de dolor al ver cómo el bolso empapado caía sobre su flamante sofá forrado en cuero blanco.
–¿El abrigo? –le dijo, extendiendo las manos antes de que lo tirara en cualquier parte.
Ella se quitó el chubasquero. Debajo llevaba un ceñido vestido de color negro y burdeos hasta las rodillas. Las mangas eran cortas y el cuello redondo.
Los tacones acentuaban sus tobillos estrechos y revelaban unas piernas estilizadas.
–Gracias –dijo ella, entregándole el abrigo.
–Yo… Ah… –señaló en la dirección del pasillo y la cocina, y se escapó antes de que su propio rostro lo delatara.
Una vez en la cocina, encontró una nota de su ama de llaves. Le había dejado ensalada y pollo en la nevera, y también le había dejado una botella de Cabernet sobre la barra. Agarró el sacacorchos de forma automática, respirando hondo, tratando de controlar las emociones que luchaban en su interior.
Frustración, deseo… Sin duda Demi era una mujer atractiva. Eso ya lo sabía. Lo había sabido desde el primer momento. Pero había mujeres atractivas por todas
partes, así que no tenía por qué obsesionarse con ella. Sacó el corcho. No. No tenía por qué encapricharse de ella. De hecho, lo mejor que podía hacer era buscarse una cita; eso lo mantendría distraído. Últimamente había trabajado demasiado. Eso era todo.
Una cita con una mujer hermosa cortaría por lo sano aquella estúpida fascinación por Demi Lovato. Sacó dos copas del mueble de la cocina. Nick se había ofrecido a presentarle a la nueva piloto de su avión privado. Decía que era atractiva y atlética. Era fan de los Yankees, pero eso podría soportarlo.
Antes de darse cuenta de lo que había hecho, había llenado dos copas de vino.
–Oh, maldita sea –se detuvo un instante, para recapitular. En realidad el vino no era tan mala idea. Si ella firmaba, podían brindar por ello, o quizá el alcohol la ablandaría un poco…
Se quitó la chaqueta del traje y fue un momento al dormitorio. La guardó en el armario, se quitó la corbata y se miró en el espejo. Se desabrochó los puños de
la camisa y se la remangó hasta los codos. Si aquello hubiera sido una cita, se habría afeitado y cambiado de ropa, pero no lo era. Y su apariencia no tenía las

Mientras la observaba, debió de moverse, porque ella se volvió.
–¿Vino? –le ofreció, levantando una de las copas, fingiendo que no la había estado mirando.
–Tienes razón –le dijo ella, soltando los papeles sobre su regazo y estirando un brazo por encima del sofá; un gesto casual, pero muy sensual.
–Nunca creía que te oiría decir eso –le dijo. Hubiera querido sonar más irónico, pero las palabras no salieron de esa manera.
–Lo firmaré –dijo ella, volviendo a la primera página del documento y poniéndolo sobre la mesa.
–¿En serio? –le preguntó Joe, sin poder evitar la sorpresa. Le dio la copa de vino, para disimular.
Ella la aceptó y se encogió de hombros.
–Es justo como tú has dicho.
–Vaya –dijo él, en un tono sarcástico.
–Me ha sorprendido mucho –dijo ella, notando que él se había quitado la chaqueta y la corbata.
Él se sentó al otro lado del sofá.
–Entonces, «salud» –dijo, levantando su propia copa.
Ella se permitió una media sonrisa; una que la hacía más hermosa que nunca. Se inclinó adelante y chocó su copa contra la de él.
Con ese movimiento le ofreció una generosa visión de su escote, tan generosa que Joe tuvo que apartar la vista rápidamente. Ambos bebieron un sorbo de vino.
Y entonces la sonrisa de ella se hizo más grande y un hoyuelo travieso se dibujó en su mejilla derecha.
–¿Un día duro en la oficina, cariño? –le preguntó en un tono bromista.
Joe sintió un hormigueo en su interior al oírla.
–Ya sabes… Lo de siempre –le dijo, siguiéndole la broma.
–¡Qué raro es esto! –dijo ella, cerrando los párpados.
–Sí.
–Es algo muy raro. Quiero decir que, en una escala del uno al… Bueno, es raro. Es raro –hizo una pausa y se puso seria–. No quiero sacar nada de todo esto
–le dijo, mirándolo fijamente y con honestidad.
Él levantó las cejas con un gesto de escepticismo.
–Quiero poner las cosas en su sitio –le aseguró.
–¿Es así como lo ves en tu cabeza? –le preguntó el.
–En cuanto me gane un lugar dentro de mi profesión, te dejaré en paz. Yo quiero una carrera, Joe. No quiero quedarme con tu empresa.
No podía negarlo más. La creía. Entendía que quisiera mejorar y realizarse profesionalmente. Sus métodos no eran los más ortodoxos, pero no tenía más remedio que aceptar que se había convertido en un mero instrumento para ella;
un obstáculo que salvar para conseguir sus objetivos.
–¿Tienes un bolígrafo? –le preguntó ella, buscando la página de firmas del documento.
–Claro –él se levantó y fue a buscarlo al escritorio.
–Voy a cenar con Miley –le dijo Demi–. No quiero llegar tarde.
–Yo tengo una cita –dijo él, mintiendo.
Después llamaría a Nick y le pediría el teléfono de aquella piloto preciosa.
–¿Me estás engañando? –le preguntó ella de repente.
Aquel comentario lo tomó por sorpresa.
–Sí –contestó, siguiéndole la broma–. Te he estado engañando desde la boda.
–Hombres –dijo ella, fingiendo estar disgustada y cruzando los brazos sobre el pecho.
–¿Qué puedo decir? –Joe se encogió de hombros, disculpando a todos los de su sexo. Volvió junto a ella y le dio el bolígrafo.
–Bueno, yo sí que te he sido fiel –dijo ella, disponiéndose a firmar.
Él esperó a que rematara la broma, pero no ocurrió.
–¿En serio? –le preguntó entonces.
Ella terminó la firma con un florido garabato, pero no contestó.
Sin embargo, Joe no podía dejarlo pasar.
–¿No has estado con nadie desde Las Vegas?
–¿Qué quieres decir con eso? –ella se incorporó, y extendió la mano para devolverle el bolígrafo–. ¿Con quién crees que me acosté en Las Vegas?
Él encajó la réplica con remordimiento.
–No quería decirlo de esa…
–La única persona con la que estuve en Las Vegas fue contigo, pero no hicimos… –de repente el tono divertido de sus palabras se desvaneció y sus ojos
se llenaron de incertidumbre–. Nosotros, eh… No lo hicimos, ¿verdad?
–¿No lo recuerdas? –le preguntó Joe, pensando que aquello se ponía cada vez más interesante.
Él no recordaba muy bien todo lo acontecido aquella noche, pero sí sabía que no habían hecho el amor.
De pronto ella volvió a ser esa chica vulnerable que había mostrado un rato antes.
–Apenas recuerdo la ceremonia –le dijo, sacudiendo la cabeza.
Él se sintió tentado de jugar un poco más con ella, pero no pudo. Esa inocencia indefensa… Le hacía sentir deseos de protegerla.
–No lo hicimos –le aseguró.
Ella ladeó la cabeza.
–¿Estás seguro? ¿Te acuerdas de todo?
Se miraron durante unos segundos.
–De eso me acordaría.
–Entonces no puedes estar seguro.
–¿Eso te preocupa?
–No –dijo ella.
–Porque parece que…
De repente ella agarró el bolso, se lo colgó del hombro y se puso en pie.
–No me preocupa. Si lo hicimos, lo hicimos y ya está.
–No lo hicimos –dijo él, consciente de que no había sido porque no hubiera querido. En realidad le hubiera encantado, le encantaría…
–Porque no estoy embaraza ni nada parecido –añadió ella, poniéndose sus zapatos sexys y alisándose el ceñido vestido.
Joe no pudo evitar recorrer su exquisito cuerpo con la mirada.
–Demi, creo que tenemos que dejar en Las Vegas lo que pasó en Las Vegas.
–Lo intentamos… Pero no funcionó.
–Échale la culpa a Elvis –dijo él, tratando de no apartar la vista de su cara.
–Eres más gracioso de lo que pareces, ¿sabes? –dijo ella, sonriendo.
Él apretó los dientes para no sucumbir ante aquel dulce comentario.
Aquellos labios, sus ojos, su cabello alborotado… Era tan fácil estrecharla entre sus brazos y besarla.
–Gracias por firmar –le dijo en un tono seco.
–Gracias por darme el trabajo.
De pronto Joe recordó los bocetos de sus diseños futuristas. ¿Qué iba a hacer si se empeñaba en seguir con ellos?
–Sabes que ese edificio ha sido de mi familia durante cinco generaciones, ¿no?
–Pero no tiene que tener un aspecto horrible por eso.
–Hay muchas formas de mejorarlo.
«Formas más convencionales, clásicas, funcionales…», pensó para sí, aunque no lo dijera en alto. Se trataba de una empresa de transportes, y no de un museo. Si pudiera convencerla para que retomara los planes de Hugo Rosche…
Hugo se había hecho cargo de la renovación después de la cancelación con Hutton Quinn. Le había costado muy caro rescindir el contrato antes de tiempo, pero Hugo se había marchado de forma amistosa gracias a las referencias y
clientes que Joe le había proporcionado. Los planes de Hugo le sacaban el mejor partido a la estructura del edificio, y sólo hacían falta seis meses para llevar a cabo el proyecto.
–Y yo voy a encontrar la mejor manera –prometió ella en un tono contundente.
Tanta valentía asustó un poco a Joe.
–Es mi herencia la que está en juego. Lo sabes, ¿no?
Ella vaciló un instante. Algo parecido a una chispa de dolor se cruzó en su mirada, pero no tardó en recuperar la confianza.
–Entonces eres un hombre muy afortunado, Joe Jonas, porque voy a hacer que tu herencia sea mucho mejor.
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