lunes, 24 de diciembre de 2012

Summer Hot Cap.16




Miley se levantó de la cama dispuesta a comenzar su jornada. Si su hijo estaba currando abajo, ella pensaba hacer lo propio en el resto de la casa. Estaba de vacaciones, sí, pero mientras viviera allí, la tendría como a ella le gustaba.
Su suegro vivía solo desde hacía años. Kevin había vivido en Madrid desde que se marchó a la universidad y Nick hacía ya algunos años que se había mudado a su propia casa en el pueblo. Una casa preciosa, según Frankie, que Miley no se había molestado siquiera en visitar. Eso significaba que la enorme casona de Paul estaba habitada por un solo hombre durante casi todo el año. Un hombre mayor que no tenía la fuerza ni los ánimos
necesarios para mantenerla en el estado impoluto en el que a Miley le gustaba que estuviera.
Se puso los vaqueros y la camiseta de andar por casa, se recogió el pelo en una cola de caballo y salió del cuarto dispuesta a todo. Primero recogería un poco y luego haría una comida de chuparse los dedos. Durante el tiempo que durase la recogida Nick comería con ellos para ahorrar tiempo, y ella estaba decidida a dejarle con la boca abierta y babeando. Miró el reloj, las nueve y media, uf, se le echaba el tiempo encima. La casa era grande y requería un buen rato con la escoba en la mano.
Aquella era la típica construcción serrana de muros muy gruesos, ventanas no muy grandes, tejados rojos y dinteles de piedra gris en las puertas y ventanas que daban al exterior. No era grande, al menos para los parámetros del pueblo, gracias a Dios. Constaba de tres plantas y un altillo. Los sesenta metros cuadrados de la planta baja eran totalmente diáfanos, sin habitaciones ni vigas. Sólo un espacio vacío ocupado por una enorme mesa, varias sillas, un fregadero de piedra y estanterías de metal pegadas a la pared, llenas de herramientas. Y, en esta época, dispersas por el suelo sin ningún orden especial, montones de cajas.
La escalera que subía a la primera planta daba a un comedor con muebles rústicos, dos mecedoras y un sillón que había conocido tiempos mejores. La tele, en blanco y negro era tan antigua que sólo tenía botones para captar los dos canales que al principio se emitían y, por supuesto, nada de mando a distancia, que para eso estaban las piernas; o al menos eso aseveraba Paul, al que la televisión le parecía un cachivache del diablo que sólo era útil para distanciar a las familias. En una de las paredes, una inmensa chimenea esperaba la llegada del invierno para ser encendida y calentar las dos plantas superiores de la casa. Otra estaba ocupada por librerías de madera hechas a mano por Nick, como le gustaba jactarse a Paul, siempre dispuesto a poner por las nubes a su hijo. La pared restante la ocupaban tres puertas, de las cuales dos daban a las habitaciones de invitados; la del centro era la suya: estrecha, con una cama, un armario y una mesa que hacía las veces de cómoda. En la última pared se abría una puerta que daba a una cocina, enorme, que ocupaba casi tanto espacio como la sala anterior. Era un lugar para comer en familia, con una gran campana, un antiquísimo fogón de gas, una nevera moderna que hacía parecer aun más viejos los muebles y una inmensa y ajada mesa de madera rodeada de sillas. Era donde se reunían, charlaban y se relajaban tomando un fortísimo café de puchero con pastas caseras o pan recién hecho.
La planta superior la ocupaban tres habitaciones, la de Paul, la de Frankie y la que antiguamente pertenecía a Nick. La de su hijo era la típica habitación juvenil, llena de pósters de grupos musicales con cantantes de cabello extravagante y maquillaje exagerado hasta para la corte del Rey Sol. La de Paul era tan sobria como su dueño. La de Nick no tenía ni idea, jamás se había sentido tentada a entrar en ella. De todas maneras hacía años que su cuñado no dormía allí.
En la terraza, fuera de la casa propiamente dicha, estaba ubicado un pequeño trastero con la lavadora y la tabla de planchar, y justo al lado, el cuarto de baño. A Miley no le entraba en la cabeza que para ir al baño hubiera que subir dos pisos y salir a la intemperie, le parecía la mayor de las extravagancias de Paul, pero él se negaba a meterlo dentro de la casa; decía que la basura se dejaba fuera y la mierda, también.
Cuando Frankie y Miley intentaban hacerle entrar en razón, argumentando que en invierno hacía demasiado frío para andar saliendo fuera de casa, él aducía que un poco de fresco no mataba a nadie. Una cosa había que admitir: Paul, para sus casi ochenta años, estaba como una rosa. Miley tenía muchos más achaques que él.
—¡Ay señor!
—¿Qué te pasa, mamá? —preguntó Frankie, que en ese momento entraba en la cocina a por una botella de agua.
—¡Se me ha pegado la tortilla!
—Bueno, no pasa nada —afirmó su hijo. Si nadie la quería se la comería él sólito. Le pirraban las tortillas de su madre.
—Claro que pasa, él viene hoy a comer.
—¿Él? —preguntó extrañado—. Ah, el tío Nick.
—Sí, ése mismo —gruñó Miley, volcando la tortilla en el plato y mirándola amenazante.
—¿Y qué importa cómo esté la tortilla?...
—No me gusta dar argumentos al enemigo —siseó Miley entre dientes, ajena a la expresión alucinada de su hijo—. En fin, no tiene remedio. Si llego a saber que no iba a salir perfecta, le hubiera echado laxante; así cuando se quejara lo haría por un buen motivo.
—¡Mamá! —la regañó su hijo.
Miley se encogió de hombros con indiferencia y continuó a lo suyo. Tapó la quemada tortilla con un plato, metió la ensalada en la nevera para que estuviera fresquita, comprobó que el pollo asado estuviera en su punto y apagó el horno. Luego se pasó la mano por la frente y suspiró.
¡Maldito verano! Estaba sudando a chorros, olía a jabalí sarnoso y encima se le había pegado la tortilla, justo el primer día que él iba a comer a casa. No era justo. Iba pasar los quince días que le quedaban de vacaciones luchando para preparar las mejores comidas y él se dedicaría a criticarla, estaba segura. Nick haría cualquier cosa para demostrar que Miley no hacía nada a derechas. Empezando por su matrimonio.
—¡Mamá!
—¿Por qué gritas? —preguntó Miley sobresaltada, saliendo por fin de sus pensamientos.
—Llevo media hora llamándote y no me haces ni aso, estás en la luna —respondió Frankie enfadado.
—Es imposible que lleves media hora llamándome. Además, me tienes justo enfrente, si ves que no respondo dame un beso y verás qué rápido vuelvo a la tierra —respondió Miley poniendo morritos.
—Quita, quita, que ya te he dado muchos besos hoy —Frankie se apartó de su madre como si ésta tuviera la lepra.
—¿Los llevas contados? —bromeó Miley.
—Mamá —gruñó enfadado—. Dame un trozo de tortilla—exigió.
—No—contestó Miley con una enorme sonrisa.
—¡Tengo hambre!
—Mata un mosquito y chúpale la sangre.
—¡Mamá! Tengo-hambre-ahora.
—Frankie, comerás-cuando-comamos-todos —afirmó Miley, sin dar su brazo a torcer. Se negaba a que a la tortilla le faltara un trozó justo ese día.
El adolescente se quedó tan alucinado por la inusual negativa, que no atinó a responder y se fue al piso de abajo dando fuertes pisotones en la escalera. Desde abajo llegó la voz airada de Frankie quejándose y las carcajadas de Paul asegurándole que nadie moría de hambre por tener el estómago vacío un par de horas. Miley resopló acalorada y comenzó a fregar los cacharros sucios, estiró el mantel, puso la mesa y comprobó complacida que todo estaba impecable. Todo, menos la tortilla, por supuesto.
Se sentó un momento sobre el alfeizar de la ventana y se abanicó con la portada de una revista prehistórica. ¡Menudo bochorno!
Llevaba en el pueblo poco más de quince días y, sin sabor cómo, en vez de pasarlos aburrida y aislada, había ido conociendo gente con la que se divertía mucho; había disfrutado del ambiente relajado, compartido la felicidad de su hijo por estar allí y saboreado momentos mágicos con un desconocido que la hacía sentirse viva. Sin lugar a dudas echaría todo eso de menos cuando volviera a Madrid.
Se quedó sorprendida por el hilo que habían tomado sus pensamientos, casi estaba triste al pensar en irse. Se mordió los labios y tomó una decisión que jamás pensó que tomaría: regresaría al pueblo los fines de semana que Frankie estuviera allí, es decir, hasta primeros de septiembre. Con una gran sonrisa en los labios, se levantó del improvisado asiento, fue a su habitación a por ropa limpia y subió al cuarto de baño a darse una merecida ducha.
La camioneta 4x4 circulaba lentamente, no porque hubiera riesgo de atropellar a alguien, de hecho no había ni un alma en la calle, sino porque la carga que llevaba era bastante delicada.
Nick aparcó encima de la acera, hizo sonar el claxon, se quitó el sombrero de paja, lo dejó en el asiento del copiloto y salió al abrasador calor del medio día. Eran más de las dos de la tarde y el sol no pegaba de lo lindo, qué va, daba verdaderas hostias. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo, se dirigió a la parte trasera del coche y abrió la puerta del enorme maletero. Allí, cuidadosamente colocadas, se hallaban las cajas de maderas llenas de brevas. Todo el trabajo del día. Ahora sólo faltaba clasificarlas, colocarlas en cajas más pequeñas y manejables y llevarlas a las neveras de la cooperativa antes de que ésta cerrara sus puertas.
—¡Tío! —exclamó Frankie a modo de saludo, asomándose por la puerta— ¡Yayo, ya ha llegado el tío! —gritó, girando la cabeza hacia el interior de la casa—. ¡Lo qué has tardado! ¡Te esperábamos hace horas! ¿Había mucho para recoger?
—Lo justo para dos hombres —respondió Nick mirando a su sobrino fijamente.
—Aps. —Frankie no supo exactamente qué decir, la mirada de su tío le indicaba que aún seguía enfadado con él.
—No has sacado la carretilla —afirmó Nick—. ¿Piensas descargar las cajas de una en una?
—Eh, no. Voy a por ella.
El muchacho tardó menos de diez segundos en salir con una carretilla entre las manos y llegar hasta donde estaba su tío. Entre los dos cargaron varias cajas y luego Frankie, antes de que Nick pudiera impedírselo, la empujó hasta la casa. Nick entró tras él y cabeceó satisfecho al ver una buena cantidad de cajas de cartón ensambladas y colocadas ordenadamente por tamaños al lado del peso industrial. Paul, sentado sobre una ajada silla, levantó la mirada y la fijó en su hijo.
—El chico ha trabajado duro —comentó—. Se ha disculpado con su madre y parece que la discusión ha quedado olvidada.
—Me alegro —respondió Nick, observando cómo su sobrino descargaba con cuidado las cajas—. Estoy deseando quitarme toda esta mugre de encima —comentó, quitándose la camiseta y mostrando su torso manchado por el polvo arenoso de la tierra—. ¿Te atreves a descargarlas solo?
—Claro que sí, tío —respondió Frankie, abriendo mucho los ojos—. Verás qué rápido lo hago, lo vas a flipar.
—No lo quiero rápido —le cortó Nick—. Lo quiero bien hecho.
—Sí, claro, no te preocupes.
—No más de cinco cajas por viaje —ordenó.
—Pero… Tú cargas muchas más. —Se rebeló el joven.
—Yo soy yo y tú eres tú.
—Vaaaaaaaaleeeee —refunfuñó Frankie saliendo con la carretilla.
—Sube a ducharte, yo le echo un ojo —afirmó Paul sonriente.
—¿No crees que es demasiado para él? —comentó Nick, observando dubitativo la puerta abierta y al muchacho cargando las cajas.
—Le viene bien que confíes en él, se lo merece después de lo que ha trabajado hoy.
Nick asintió y, sin más dilación, se dirigió a las escaleras. Una vez allí se quitó las botas de montaña. No es que le molestaran en exceso, pero estaban llenas de barro y no quería ni pensar en cómo se pondría su cuñada si manchaba los suelos de la casa.
—¿Donde está Miley? —preguntó sin mirar a nadie en particular.
—En la cocina, haciendo tortilla de patatas —respondió Frankie con un suspiro.
Nick no pudo evitar reírse, su sobrino se pasaba la vida alabando las tortillas de su madre. De tanto que le había oído hablar de ellas, estaba deseando probarlas.
Subió las escaleras a toda velocidad. Realmente deseaba ducharse por encima de todas las cosas. Al llegar a la primera planta lanzó un «hola» rápido en dirección a la cocina y, al ver que Miley no contestaba, se encogió de hombros y siguió su camino hacia el baño. O no le había oído o pasaba de él. Se inclinaba más por la segunda opción.
Ya en la entrada a la terraza se armó de valor para atravesar el par de metros a pleno sol que le separaban de la puerta del servicio. Dio una zancada y abrió de golpe la puerta del baño con la intención de meterse de cabeza bajo la ducha fría. Una vaharada de vapor ardiente con olor a cítricos le arrasó la cara y le quemó el torso desnudo.
—¡Joder! —bramó furioso antes de quedarse petrificado. Miley estaba desnuda en medio de una nube de vapor, con un pie apoyado en la taza del inodoro y una de sus manos hundida entre sus sedosas piernas.







espero pasen esta noche genial 
mañana les doy su navidad LAS AMODOROOO!!!!♥

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