lunes, 24 de diciembre de 2012

Summer Hot Cap.14

 


La masa de aire caliente que envolvía la tierra comenzó a ascender hacia el cielo nocturno. A mitad de camino se encontró con su hermana, la masa de aire frío, que abandonaba enfadada la cuna de las montañas. Ambas se enzarzaron en su rutinaria pelea diaria girando una alrededor de la otra, formando pequeños remolinos en torno a las copas de los árboles y aullando irritadas entre las ramas más frondosas hasta que una de ellas ascendió a la posición privilegiada que le acercaba a las estrellas y la otra descendió indignada en dirección a las zonas más bajas de los montes. Había perdido la batalla y se vería obligada a permanecer en tierra hasta que el sol asomara de nuevo y le trasmitiera su calor. Y eso no sucedería hasta dentro de unas cuantas horas. Pero mientras tanto, pensaba pagar su frustración con cualquiera que se encontrara en su camino.
Asustó a los pájaros que dormían en sus nidos sobre las ramas los árboles, molestó a los robles, pinos y encinas moviendo sus hojas, se coló por los agujeros del suelo despertando a topos, conejos y liebres y, por último, penetró violentamente por la ventana abierta de una cabaña de madera escondida en un claro del bosque.
Miley tembló cuando una brisa de aire helado cayó sobre su piel.
Se había quedado dormida entre los brazos de él, con las piernas enredadas en las suyas, sin nada más encima que su piel. Y aunque eso era suficiente para el calor de la tarde, en ese momento agradecería una manta con la que cubrirse.
Él la sintió temblar contra su pecho y abrió los ojos. La noche había caído hacía rato y el aire fresco de las montañas se colaba por cada ventana de la cabaña.
—¿Tienes frío? —preguntó separándose de ella para ir a por una manta.
—Un poco —respondió abrazándose a si misma ¿Qué hora es? —preguntó totalmente perdida. No podía ver nada con el antifaz puesto, por tanto no podía obtener pistas por la iluminación, o falta de ella, en el cielo nocturno. No sabía durante cuánto tiempo había estado dormida, pero esperaba que fuera poco. Lo único que tenía claro es que había pasado por lo menos un par de horas haciendo el amor.
—Cerca de la una —susurró él subiendo a la cama, colocándose tras su espalda y arropándola con una manta que tenía su esencia masculina impregnada en la suave tela.
—Ah —suspiró Miley, envolviéndose en ella y aspirando su aroma—. ¡Cerca de la una de la madrugada! —exclamó cuando la información explotó en su cerebro—. ¡Ay, Dios mío! —chilló con voz aguda, incorporándose de golpe sobre la cama, tirando la manta al suelo y buscando con los dedos los nudos del antifaz—. ¡Tengo que irme a la voz de «ya»!
—Schh... Tranquila, no hay prisa —susurró él tras ella, abrazándola de tal manera que le inmovilizó los brazos, impidiendo que sus dedos deshicieran el nudo.
—¿Cómo que no hay prisa? ¡Frankie estará solo! ¡Yo tendría que haber estado en casa hace horas! ¡Jamás salgo hasta tan tarde! —gritó, sin pararse a respirar—. ¡Suéltame! —exigió dando patadas en cualquier sido al que llegasen sus pies.
—Frankie ya es mayorcito y de todas maneras no está solo, el abuelo está con él. No tienes por qué estar en casa pronto, como una niña pequeña bajo las ordenes de tus papás; eres una mujer adulta e independiente y tu hijo, repito, está bien cuidado por Paul. Y creo que el problema no es que jamás salgas hasta tan tarde, sino que jamás sales. ¡Punto! —susurró él, respondiendo a cada uno de sus gritos sin hacer ninguna intención de liberarla de entre sus brazos.
—Suéltame —gruñó de nuevo Miley.
—No.
—Tengo que irme. ¡Ya! —Se movió de nuevo; apretándose, sin ser consciente de ello, contra el hombre que estaba a su espalda—. Estarán preocupados, no les he avisado de que iba a llegar tan tarde. No está bien —afirmó dándose por vencida, él era mucho más fuerte que ella y, con tanto movimiento de caderas, se percató de que lo estaba excitando... y mucho—. Por si fuera poco, tardaré como mínimo media hora en llegar a casa, eso si no me mato al caer por algún barranco que no pueda ver porque es de noche —afirmó abatida.
—Tranquila —susurró acariciándole la espalda—. Deja que te vista y te llevo a casa en un momento.
—¡No hace falta que me vistas! ¡No soy una niña pequeña! —exclamó irritada.
—Como quieras —contestó él saltando de la cama—. Pero no te quites el antifaz.
—Vale. —Sintió como le colocaba la camiseta y la falda en las manos—. Falta el tanga —comentó con la mente puesta en otra cosa. Si él contestó algo, Miley no se percató de ello. Sus pensamientos giraban en torno a una sola frase: «Te llevo a casa.»
¿La iba a llevar a casa? Eso era muy caballeroso, y sobre todo muy adecuado, ya que no le apetecía en absoluto caminar sola por mitad del monte en plena noche, pero... ¿cómo iba a llevarla hasta casa? Su cerebro enfermo —porque tras esa tarde de sexo desenfrenado estaba claro que a su cerebro le pasaba algo muy grave— no hacía más que darle vueltas al asunto.
—¿De verdad vas a llevarme a casa? —preguntó dubitativa.
—Claro —respondió él en voz baja, algo extrañado—. ¿No estarías pensando en ir sola, verdad?
—Genial —contestó Miley, de nuevo inmersa en su mundo.
Así que era cierto, no había oído mal. Iban a ir juntos hasta el pueblo. De hecho, la iba a llevar hasta casa... Y esa era la palabra clave, llevar, porque implicaba que la iba a transportar de un sitio al otro. Si hubiera querido acompañarla dando un paseo, habría dicho que «darían un paseo» o algo similar, pero al usar la palabra llevar, daba a entender que tenía algún medio de transporte.
Miley se mordió los labios. Él era un hombre de campo, vivía alejado del pueblo, su casa no tenía electricidad ni agua corriente… Era como un vaquero del salvaje oeste.
Él acabó de vestirse y observó detenidamente a su mujer. Estaba de rodillas sobre la cama, aún no se había vestido, de hecho ni siquiera había hecho intención de ponerse la camiseta o la falda. La miró extrañado. ¿Qué estaba esperando? Imaginó que no sería fácil vestirse a ciegas y que ella estaba pensando en cómo hacerlo. Se acercó a la cama con la intención de ayudarla a vestirse, tal y como había sido su idea desde un principio, pero se frenó cuando María se mordió los labios y apretó la ropa contra su pecho como si estuviera soñando algo muy... ¿romántico? 
—Entonces... —comenzó a hablar Miley, con una enorme sonrisa esperanzada iluminando su rostro a la luz de la luna—, vamos... voy... vas... —El hombre asentía con la cabeza a cada palabra, esperando que ella aclarase sus pensamientos, muy intrigado por saber cuáles eran éstos—. Ejem —carraspeó ella—, vamos a... esto... ¿montar en Negro?
—¿En Negro?
—Sí. Tu caballo, ya sabes, bajo la luz de la luna; tú montado sobre su grupa y yo acomodada entre tus piernas, con los pies descalzos colgando —aseveró ella soñadora. Siempre había deseado montar a caballo, pero nunca tenía tiempo de hacerlo.
—Ah —contestó él con la voz estrangulada. Se estaba imaginando esa escena, con unas variaciones de nada... Iban desnudos y ella estaba entre sus piernas, frente a él, firmemente empalada. No sabía si era una postura capaz de realizarse sobre un caballo, pero pensaba intentar hacerla realidad, fuera o no posible—. Desde luego... si tú quieres —afirmó ronco por el deseo.
—¡Genial! Pues vamos.
—¿Ahora? —preguntó parpadeando.
—Claro. Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos a casa.
—¿Quieres ir a casa montada desnuda sobre Negro? ¿Ahora? ¿En mitad de la noche? —Muy pocas personas habían logrado asombrarlo. Miley lo había dejado patidifuso.
—¿Desnuda? ¿Quieres llevarme hasta la casa de Paul desnuda como mi madre me trajo al mundo? —casi gritó Miley, ese hombre estaba como una puta cabra.
—¡No! Yo no he dicho eso... Has sido tú...
—¿Yo? ¡Qué va! Has sido tú. A ver, centrémonos —pidió él absolutamente perdido.
—Tú has dicho que me ibas a llevar a casa...
—Sí —afirmó—. Hasta ahí de acuerdo.
—Pues ya está —dijo Miley encogiéndose de hombros. Estaba tan claro como el agua.
—Yo no he dicho nada de ir a caballo...
—Ya, pero eso se sobreentiende. No tienes coche; por lo tanto, si quieres llevarme al pueblo, tendrás que hacerlo sobre un caballo. ¿O pensabas llevarme en brazos? —preguntó atónita.
—¿No tengo coche? —inquirió sonriendo. Desde luego Miley tenía mucha, pero que mucha imaginación. ¿Llevarla en brazos? ¿Hasta el pueblo? En fin, no era un blandengue, pero eso le parecía un pelín exagerado.
—No. No lo tienes —informó Miley mordiéndose los labios.
—¿Estás segura? —Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del hombre.
—Bueno... No tienes luz eléctrica ni agua corriente. Vives en mitad del bosque... con dos caballos. Eres... bueno... ya sabes, eres como un vaquero en el salvaje... —se interrumpió antes de meter la pata más todavía—. Tienes coche, ¿verdad?
—Sí.
—Oh, Señor —dijo Miley cubriéndose torpemente, la cara con las manos. Jamás se había sentido tan ridícula en toda su vida.
—¿Soy cómo un... qué? —la pinchó él, sentándose en la cama y abrazándola—. ¿Cómo en el salvaje... oeste?
—No te rías.
—No me río —repitió él a punto de estallar—. «Voy de un lado a otro montado a caballo? ¿Con un par de pistolas en el cinturón y un sombrero en la cabeza?
—Esta tarde llevabas sombrero —respondió ella enfurruñada.
—Sí... de paja. Porque... hacía calor y el... sol me daba en los... —No pudo terminar la frase. Una súbita carcajada se lo impidió.
—¡He dicho que no te rías!
Él fue incapaz de responder. Cayó cuan largo era sobre el colchón, sin fuerzas, sucumbiendo a la risa estentórea que la confesión de Miley le había provocado. Ella trató de indignarse, movió las manos hasta que encontró su cuerpo y le atizó una sonora palmada en lo que pensaba que era su estómago. Él se carcajeó aún más fuerte. Ella se puso a horcajadas sobre él y comenzó a golpearle, o al menos lo intentó, porque se le fueron las fuerzas cuando comenzó a reírse con él. Al final, decidió que sería más productivo hacerle cosquillas y se dedicó en cuerpo y alma a ese menester.
Se revolcaron en la cama, a veces ella encima, otras veces él. Las risas inundaron la estancia, acompañadas en momentos puntuales por la voz de un hombre mencionando a vaqueros, John Wayne y...
—Deja de hacerme cosquillas, mujer, o tendré que sacar mi pistola.
—Adelante vaquero, atrévete —le retó Miley, buscando en los costados del hombre el punto exacto en que se retorcía de la risa.
—Tú lo has querido.
En un visto y no visto, cambio la posición de sus cuerpos. Miley quedó tumbada de espaldas sobre la cama, con él encima y su tremenda erección presionando sobre su vientre.
Miley se quedó inmóvil. Él dejó de respirar. El juego estuvo a punto de acabarse.
Con los movimientos sobre la cama, el antifaz se había ido aflojando sin que ninguno de los dos se percatase. Al caer Miley de espaldas, se le había levantado hasta quedar casi por encima de sus ojos, cubriéndolos apenas.
El suave cuero presionaba sobre sus parpados impidiéndola abrirlos del todo, pero aun así, a través de las pestañas entornadas pudo ver la silueta del hombre. Una nube, o quizá un soplo de buena suerte, cruzó el cielo en ese momento ocultando el brillo de la luna y Miley sólo pudo ver las sombras de sus facciones afiladas. Él reaccionó antes de que la luna volviera a iluminar la cabaña. Llevó sus dedos hasta la máscara de cuero y la bajó sobre los ojos de la mujer, unió las cintas e hizo un par de nudos. Luego esperó en silencio.
—No te he reconocido —dijo Miley.
El hombre tragó saliva. No había dicho «no te he visto», sino que no lo había reconocido.
—Estaba demasiado oscuro para ver bien tu cara... —continuó ella dudando.
El hombre pegó su frente a la de Miley y suspiró.
—¿Quieres que te quite...? —Se interrumpió para respirar profundamente—. ¿Quieres verme? ¿Quieres saber quién soy?
—No. No estoy preparada. —Se sinceró Miley—. Quiero... saber quién eres, lo deseo con todo mi ser. —La respiración del hombre se hizo más agitada—. Pero, si te muestras ahora ante mí, no podré volver a mirarte a la cara nunca. Me moriría de vergüenza —confesó—. No me veo capaz aún de conciliar mi vida normal con... lo que hago contigo.
—No hacemos nada malo.
—Lo sé. Pero... yo no soy así. No me voy con el primer hombre que me mete mano y me lleva al orgasmo. No me acuesto con nadie sin conocerlo antes. No acudo a una cabaña en mitad del bosque buscando sexo con un desconocido.
—Me conoces —susurró él—. No soy ningún desconocido —gruñó enfadado consigo mismo.
¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué le daba pistas? ¿Por qué, en nombre de todos los santos, se sentía irritado porque ella no quisiera verle la cara? En el momento en que Miley averiguara su identidad, las cosas se tornarían difíciles para él. Mucho más difíciles que hasta ahora.
—Lo sé. Siento dentro de mí que te conozco desde siempre. Pero...
—Es mejor así —afirmó él—. Cuando quieras saber quién soy, no tienes más que investigar un poco. No te será complicado. Sabes más de mí de lo que piensas —sentenció.
—Yo…
—Deberíamos irnos. Es muy tarde —La interrumpió él. Si seguían hablando, se vería tentado a mostrarse ante ella; a obligarla a entender que estaban hechos el uno para el otro. Que ella era realmente esa mujer aventurera y segura de sí misma que iba a una cabaña en mitad de un bosque a encontrarse con su amante. Esa mujer excitante y sensual que disfrutaba jugando con unas cuerdas y abriéndose totalmente ante él. Una mujer arrojada y valiente que tomaba lo que quería en el momento en que quería y que, a
cambio, se entregaba a él en cuerpo y alma. Y eso les llevaría a una pelea. Una pelea de dimensiones épicas. Mucho más fuerte que las peleas que tenían casi a diario.
Entre caricias y besos le colocó la falda y la camiseta. Le ató las valencianas con mimo y, cuando acabó, le pasó un brazo por debajo de las piernas y el otro por la espalda. La levantó en brazos sin ningún esfuerzo mientras Miley se acurrucaba contra su cuerpo y la llevó hasta el porche, donde la dejó con cuidado sobre la madera que aún mantenía ligeramente el calor que había absorbido del sol.
—Espérame aquí, voy a por el coche.
Miley se quedó inmóvil, le oyó caminar hasta el cercado y saludar a los caballos. Escuchó el crujido metálico de la puerta del establo al abrirse y la respiración agitada del hombre junto al ruido de unas ruedas girando sobre la tierra hasta detenerse frente a ella.
—Guardo el coche en el establo para que se no se caliente con el sol. No enciendo el motor dentro para no llenarlo de humo —explicó él en voz baja.
Miley sonrió ante su explicación. Era adorable. No tenía por qué explicarle nada, pero lo hacía. Y se enamoró un poco más de él al comprobar cómo quería a sus caballos. Cuando le vio jugar con ellos en el cercado, lo había supuesto, pero ahora al ver cómo se preocupaba por ellos, no le cupo la menor duda de que era un buen hombre. No sólo eso, era un hombre íntegro. Se habría mostrado ante ella esa misma noche si se lo hubiese pedido. Le había dejado elegir, aun sabiendo que si ella aceptaba no la volvería a ver.
Se sobresaltó un poco cuando él volvió a cogerla en brazos y la llevó hasta el coche, introduciéndola en él con cuidado. Le abrochó el cinturón con ternura y arrancó.
—Hasta que salgamos a la carretera sufriremos unos cuantos baches, intentaré tener cuidado y no pillar demasiados, aunque lo veo difícil —concluyó sonriendo.
—No te preocupes.
—Mantén el antifaz sobre tus ojos todo el trayecto. —Miley se acomodó sobre el asiento y giró la cara hacia él. No podía verle, pero sentía su presencia como si fuera un rayo de sol dando calidez a su piel—. Poco antes de llegar al pueblo, justo en la Cruz de Rollo, pararé el coche y te sacaré en brazos para que no tropieces con nada. —Miley sonrió al comprender que él la cuidaba de todas las maneras posibles, igual que llevaba haciendo desde que la tocó aquel día en el cercado. La había buscado y rescatado cuando se perdió en el río, la había señalado con su linterna el camino de baldosas amarillas...—. Me situaré detrás de ti y te quitarás el antifaz. Cuando lo hagas, probablemente te molesten los ojos, incluso puede que la escasa luz de la zona te haga daño. No te preocupes, estaré allí hasta que puedas ver con claridad. —Miley no tuvo ninguna duda de que lo haría. Era un hombre cariñoso y atento que se preocupaba por ella; que haría todo lo que estuviera en su mano para cuidarla y complacerla—. Cuando te sientas preparada, comienza a andar, yo te seguiré con el coche hasta casa, los faros estarán encendidos —advirtió él—, así que no se te ocurra girar la cabeza o te deslumbrarás y volverás a estar incómoda. —Miley sonrió, también era un mandón de cuidado—. No te llevo hasta la misma puerta porque no creo que quieras dar motivo] para hablar a los vecinos... —afirmó. Miley asintió con la cabeza. Desde luego, este hombre de ingenuo no tenía un pelo—. ¿Tienes alguna duda?
—No —respondió inhalando su aroma. Le encantaba como olía a jabón mezclado con sudor. A limpio y a sexo. A seguridad y fuerza.
—Agárrate fuerte, vamos a coger el último bache y, después, recto hasta el pueblo.
Y Miley obedeció. Se agarró fuerte... a su muslo.
Cuando tomaron la carretera, la mano de Miley subió por el muslo masculino hasta llegar al borde del vaquero. Se había puesto los mismos que por la tarde, unos pantalones cortados y medio deshilachados.
—Estate quieta—ordenó él.
Miley ignoró su orden. Ascendió por encima del pantalón hasta llegar a la cinturilla y comprobó satisfecha que el botón no estaba abrochado. Pasó la palma de la mano sobre el bulto que se perfilaba bajó la tela.
—Para —exigió él. Miley presionó sobre su pene erecto hasta que lo sintió temblar bajo su mano—. Estoy conduciendo —afirmó. ¡Cómo si ella no lo supiera!—. Si no paras... me... distraerás…
—Deja de hablar y presta atención a la carretera. No querrás que tengamos un accidente, ¿verdad? —respondió ella divertida. Se fiaba totalmente de él. Sabía que no se distraería, no en exceso. Y además, le gustaba la sensación de poder que tenía en esos momentos. Él no soltaría las manos del volante, al menos no las dos. Era demasiado responsable como para dejar el coche a su libre albedrío. Y ella tenía las dos manos libres... y la boca.
Le bajó con cuidado la cremallera de los vaqueros y rodeó su pene con los dedos. Estaba duro como una piedra, las venas se le marcaban a lo largo, el glande estaba húmedo por las gotas de semen que escapaban de la uretra. Bajó los dedos hasta tocar la base y luego emprendió el camino de vuelta hacia la corona.
—Para... —gimió él.
Miley se agachó y buscó con los labios hasta encontrar la solitaria gota de semen que escapaba de su glande, terso y suave. La lamió despacio y decidió investigar con la lengua el sabor de ese pene inmenso y excitado.
Él se aferró con fuerza al volante y luchó por mantener los ojos abiertos ante las caricias de la mujer. Miraba la cabeza de Miley sobre su regazo y al segundo volvía la vista a la carretera. Era muy tarde, no había más coches circulando y el camino al pueblo era bastante recto, pero aún así no podía relajar su atención... aunque le costara la vida.
Miley recorrió con la lengua el camino desde la base hasta la corona y una vez allí, lo rodeó con sus labios y succionó. Él se tensó, jadeó y apretó los dientes en un intento por no desviar su atención a lo que ella le hacía. Al menos, no toda su atención.

Jamás había tardado tanto en recorrer el trayecto entre el pueblo y su cabaña. Jamás había tenido tanto cuidado conduciendo. Jamás había sentido un placer tan arrebatador como el que ella le estaba proporcionando.
Tardó más de diez minutos en recorrer los últimos cinco kilómetros hasta la entrada del pueblo, casi el doble de lo que tardaba normalmente. Entre gemidos y casi sin respiración, buscó en el mirador de La Cruz del Rollo el arcén de apenas dos metros que se ocultaba tras el monumento, aparcó allí de cualquier manera, apagó el motor y las luces y, con los últimos restos de su voluntad, echó el freno de mano.
Cerró los ojos aliviado de poder por fin rendirse a Miley y posó una mano sobre su coronilla dorada y sedosa. Ella, al ver que se habían detenido y ya no corrían ningún riesgo, dejó fluir toda su pasión. Absorbió con fuerza el pene, se lo introdujo hasta el fondo de su boca y tragó.
Él sintió el movimiento de su garganta en la corona de su verga y casi perdió el sentido. Lo quería todo de Miley. Quería besar su boca, penetrar su cuerpo, acariciar su piel, llevarla más allá de las nubes hasta que gritara de placer por él, a la vez que él. Y para eso necesitaba controlarse…
Agarró un mechón de sus cabellos y tiró de ella hacia arriba, hacia su boca.
Miley intentó resistirse, pero él se giró y le pasó la mano libre bajo la axila, levantándola hasta sus labios. Cuando sus caras quedaron a la misma altura la besó con una pasión tan salvaje que hasta los árboles silenciaron sus murmullos para escucharles gemir. Bajó una de sus manos por el costado de Miley y descendió por debajo de la falda con la intención de colarse entre sus muslos y acariciar su piel. Miley lo detuvo sujetándole la mano, finalizó el beso y volvió a bajar la cabeza hasta su regazo.
—Esta vez es sólo para ti —afirmó un segundo antes de introducirlo de nuevo en su boca.
Él jadeó casi desesperado. Su cabeza cayó hacia atrás con fuerza cuando ella lo apretó entre sus labios y empezó a subir y bajar lentamente por todo su pene. El pecho se le hinchaba con cada respiración. Una de sus manos se colocó sobre la coronilla de Miley y presionó, indicándole el ritmo a seguir. Instantes después un grito largo y ronco escapó de sus labios.
Miley lamió cada gota de líquido que fluyó de él. Esperó un poco hasta que le sintió respirar más calmadamente y se acercó hasta sus labios.
—Volveré —le prometió con un último beso. Luego regresó a su asiento, abrió la puerta del coche y salió.
Él la vio salir, intentó reaccionar para acompañarla tal y como había planeado, pero sus piernas no le respondieron, de todas maneras no hizo falta.
Miley se quitó el antifaz y miró a su alrededor. La tenue iluminación que aportaba la luna no la molestaba apenas y sus sentidos estaban totalmente despiertos, lo dejó sobre el pedestal de la Cruz del Rollo y comenzó a caminar con paso firme, sin mirar atrás.
Pocos segundos después, los faros del coche se encendieron de nuevo. Escuchó la puerta abrirse y cerrarse. Él había recogido el antifaz. Después se oyó el ruido del motor al arrancar y el ronroneo del coche siguiéndola a pocos metros de distancia. No se giró, aunque casi le costó la vida no hacerlo. Se sentía capaz de todo, incluso de averiguar quién era.

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