martes, 27 de noviembre de 2012

Summer Hot Cap.12



Cuando él soltó por fin los dedos, comprobó que, aunque le había atado las piernas, podía moverlas. Las cuerdas estaban flojas, le sostenían las rodillas a la altura de la mesa dejando que sus pies cayeran libres hacia el suelo, permitiéndole cierta movilidad.
Miley frunció el ceño bajo el antifaz. No es que fuera una experta en el tema, pero las pocas referencias que tenia sobre esa clase de juego eran que las ligaduras tenían que ser firmes, impedir cualquier movimiento. Abrió los labios para decírselo al hombre, pero se los mordió antes de que las palabras salieran de su boca, enfadada consigo misma por pensar siquiera en exigirle que tensara más las cuerdas. Luego abrió los ojos bajó el antifaz, asustada al comprender que se sentía decepcionada por la... ineficacia del hombre.
—Joder —jadeó. No se reconocía a sí misma.
—¿No quieres continuar? —susurró el hombre, con voz pesarosa.
Se inclinó sobre ella y acarició con delicadeza sus pómulos y sus labios.
—No pasa nada —continuó él, al interpretar en su silencio que a ella no le gustaba el juego— Ahora mismo te desato —afirmó.
—¡No! —gritó Miley—. No lo hagas. No me desates —suplicó. Aunque las cuerdas no estuvieran tan firmes como ella pensaba que debían de estar, eso no significaba que quisiera terminar el juego.
—Bien —aprobó él complacido, dándole una palmadita en el pubis.
Miley esperó que se cerniera sobre ella en ese instante y la penetrara, pero en cambio sintió sus pasos alejarse hacia la pared.
El silenció reinó durante diez segundos. Luego un sonido, el suspiro de una manivela moviéndose, el silbido de una polea girando sobre sí misma y, por último, un tirón en la cuerda que sostenía su pierna izquierda.
Miley jadeó.
La cuerda siguió tirando de su pierna hasta que la alzó por encima de la mesa. Luego el silencio otra vez.
Miley probó a mover esa pierna, aún podía, pero apenas unos centímetros.
De nuevo el roce de la polea al ponerse en movimiento.
Esta vez fue la pierna derecha la que se alzó hasta la altura de la izquierda... y más.
Poco a poco, las cuerdas fueron tensándose y sus piernas separándose y alzándose hasta que su trasero casi no tocaba la madera de la mesa. Sintió que si la tensaba un poco más, se rompería por la mitad.
Él también lo supo, ya que amarró con firmeza el cuero a los ganchos de la pared que había colocado apenas dos noches antes.
Se acercó hasta Miley y la miró atento, buscando indicios de que ella se sintiera incómoda. Sin poder evitarlo le deslizó los ásperos dedos por las piernas, acariciando las pantorrillas alzadas, comprobando que las cuerdas trenzadas en ellas no le apretaran en exceso. Había pasado toda una noche ideando la manera de crear una red con la que poder atar su delicada piel sin dañarla y ahora comprobaba que sus desvelos habían dado
un resultado excelente. La piel se veía tersa pero sin rojeces. Asintió para sí y la miró de nuevo.
Respiraba agitadamente, sus pechos subían y bajaban arrítmicamente. Tenía los nudillos blancos de la fuerza con la que se aferraba al borde de la mesa. Sus piernas, abiertas y alzadas, mostraban con claridad la vagina brillante por la humedad de la excitación, contrayéndose, buscando alivio con cada respiración; las nalgas apretándose sobre el fruncido ano.
Miley gimió cuando los dedos del hombre se alejaron de sus pantorrillas para recorrer lentamente el interior de sus muslos. Gruñó cuando ignoraron su sexo y bajaron por el perineo hacia el trasero expuesto. Jadeó cuando la yema de un dedo presionó contra su ano.
—Empuja —ordenó él.
Miley obedeció. El dedo entró ligeramente en el fruncido orificio y ella no pudo evitar contraer las nalgas intentando sentirlo más profundamente. Casi gritó cuando notó que la mano que él tenía libre se deslizaba sobre los labios vaginales, arriba y abajo. Alzó las caderas intentando acompañar su movimiento, pero él quitó inmediatamente la mano de ahí para posarla sobre su vientre, impidiendo que se moviera.
—Quieta—susurró.
Cuando ella consiguió dejar de moverse, los dedos volvieron a bajar, recorriendo de nuevo la vulva. Estuvo tentada de moverse contra ellos, pero sabía que si lo hacía él volvería a detenerse. Se mantuvo inmóvil, jadeando, incapaz de llenar de aire sus pulmones. Y cuando él posó por fin el pulgar sobre su clítoris, no pudo evitar gritar. La estaba matando de placer.
Comenzó a trazar círculos sobre él, al principio apenas un roce que poco a poco fue tomando fuerza, presionando sin descanso donde todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se juntaban, pero no era suficiente. Necesitaba sentirse llena y él no se lo permitía. Jugaba con el dedo en su ano sin llegar a penetrarla más que con la yema. El pulgar se movía sin pausa sobre el clítoris, quemándola por dentro, pero sin dejarla llegar hasta el final.
—Respira profundamente —ordenó él. Miley fue incapaz de obedecer, jadeaba en busca del aire que sus labios no encontraban—. ¡Hazlo! —exigió él.
Miley abrió la boca en un grito mudo, aspirando todo el aire que había a su alrededor. En ese mismo instante, el índice y corazón del hombre se hundieron con fuerza en su vagina, mientras el pulgar presionaba sobre su clítoris y el dedo que jugaba con su ano la penetraba hasta la primera falange.
Miley convulsionó en un orgasmo arrollador, que la hizo arquearse de tal manera que sólo su cabeza reposó sobre la mesa. Las piernas atadas se tensaron alejando su trasero de la madera que le servía de apoyo, mientras el hombre no cesaba de bombear con sus dedos dentro de ella, obligándola a sentir hasta el último espasmo, a quemar hasta la última gota de sangre en sus venas.
Cuando los estremecimientos cesaron, Miley relajó sus músculos, la cabeza cayó hacia atrás, las manos soltaron su agarre y sus pulmones volvieron a llenarse de aire.
Poco a poco volvió a ser consciente de lo que la rodeaba.
El hombre se movía por la habitación, sus pisadas alejándose de ella, deteniéndose y acercándose de nuevo.
Escuchó el sonido de algo metálico al posarse en el suelo, seguido del arrastre de una silla que paró al ser depositada justo frente a ella, entre sus piernas abiertas.
A continuación, el silencio.
Giró la cabeza de un lado a otro buscando cualquier ruido que revelase la presencia de su amante y de repente sintió sus manos envolviendo las suyas, llevándolas de nuevo al borde de la mesa, doblándola los dedos hasta que se aferraron a la madera.
Depositó un suave beso en sus labios y habló, haciendo que sus respiraciones se mezclaran.
—¿No pensarás que he acabado contigo, verdad? —susurró burlón.

Miley intentó asombrarse ante la declaración del hombre, pero lo cierto es que no tuvo fuerzas para ello. Su cuerpo estaba laxo, ni siquiera era capaz de ruborizarse por la postura en que se encontraba; despatarrada ante él, desnuda, totalmente expuesta a la mirada del hombre que la había llevado a un orgasmo sobrecogedor sin tocarla más que con las manos y unas simples cuerdas. Un hombre que ni siquiera se había molestado en quitarse los vaqueros que cubrían su pene.
Contuvo el aliento cuando escuchó el crujido de la silla indicando que él acaba de sentarse. Frente a ella, entre sus piernas. Su aliento caliente derramándose sobre su vulva la hizo tensarse por el repentino escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
¡Dios! Realmente debería de estar avergonzada, y no por la postura, sino porque en contra de lo que había supuesto, su cuerpo estaba empezando a responder. Otra vez.
Las manos del hombre se colaron bajo sus nalgas haciéndola suspirar. Le alzaron el trasero y colocaron bajo éste un tejido... ¿esponjoso?
—¿Qué...? —comenzó a decir, pero él la hizo callar con un chasquido de su lengua.
Miley se mordió los labios para no seguir preguntando, pero la lasitud que antes dominaba su cuerpo había desaparecido como por arte de magia. El muy intrigante le había colocado una toalla —o eso parecía— bajo el culo. ¿Para qué narices ponía una toalla ahí? ¿Qué coño tenía pensado hacer? El hombre sonrió satisfecho al ver la cara sorprendida de la mujer, metió la mano dentro del cubo metálico que había colocado en el sitio y sacó una esponja empapada en el agua casi helada que había extraído con la bomba del pozo.
Miley jadeó al sentir un chorro de agua cayendo sobre su pubis. El contraste entre la piel caliente y el agua gélida hizo contener la respiración. ¿Pero qué se suponía que estaba haciendo ese tío?
Su irritación subió un par de puntos más cuando él comenzó a frotar contra su pelvis algo duro y resbaladizo. Algo que hacía espuma. ¿Algo que servía para asearse?
Noooo. Seguro que no. Él no podía estar lavándole el....
A ver, sí, estaba algo pringosa y tal, pero... Si él quería que se aseara, bastaba con decírselo o, mejor aún, con desatarla y ella inmediatamente se hubiera dado una buena ducha, era lo que hacía siempre tras un polvo. Aunque, aps, no había ducha en la cabaña. Bueno, pues se hubiera lavado con un cubo de agua... fuera, en privado, ella sólita, como las niñas grandes. ¡Pero no así, leches! Una ducha compartida era genial, pero que le lavaran los bajos como hacían a las ex-virginales doncellas de la edad media tras su noche de bodas en las novelas románticas que leía, le parecía ridículo.
No, recapacitó. Imposible. Él no estaba haciendo eso. Seguro que era alguno de sus jueguecitos sexys. ¡Pero leches! Es que él seguía dale que te pego con la pastilla de jabón. Porque estaba cien por cien segura de que era eso, sobre todo ahora que le llegaba el aroma al mismo jabón que su suegro fabricaba en casa. Su suegro y medio pueblo. ¡Vivan productos naturales!
—Perdona... —carraspeó sintiendo el rubor asomar sus mejillas—. ¿Qué...? —Lo intentó de nuevo—. ¿Qué estás haciendo?
—Enjabonarte.
—Ah —contestó sin saber bien qué decir—. ¿En este preciso momento? ¿Justo dos segundos después de un orgasmo? —preguntó incorporándose sobre los codos. Se estaba empezando a mosquear.
—Si me desatas lo hago yo.
—No. Túmbate —ordenó.
—Ah... —dijo ignorando su orden e incorporándose un poco más—. Sólo por curiosidad, ¿estás insinuando que huelo mal o que no soy capaz de lavarme yo solita?
—Vuelve a tumbarte —susurró él a la vez que dejaba la pastilla de jabón en el cubo y empujaba con la mano en el pecho de Miley—. Y recuerda agarrar con los dedos el borde de la mesa —exigió en voz baja cuando ella tuvo de nuevo la espalda pegada a la mesa.
—¡Serás capullo! —exclamó total e irremediablemente cabreada—. ¡Pero qué coño te has creído! —gritó llevándose las manos a la cara para quitarse el antifaz.
Él se abalanzó sobre Miley sujetándola las muñecas, pegándose a ella, haciéndole cosquillas en los sensibles pezones con el suave vello que cubría su pecho, fundiendo su ingle con la pelvis enjabonada, presionándole la vulva contra su tremenda erección.
—¿Debo de atarte las manos a las patas de la mesa? —preguntó suavemente—. Tengo muchas cuerdas disponibles para ese menester —aseveró sonriendo, como si le agradara la idea. Lástima que Miley no pudiera ver esa sonrisa. Le hubiera reconocido de inmediato.
Miley abrió la boca para responder, pero de sus labios sólo emergió un gemido. Él se balanceaba sobre su cuerpo. Sentía la forma y el tamaño de su pene contra ella. La bragueta tirante del pantalón clavándose en su clítoris; arrasándolo. Quemándolo.
Él tenía los ojos cerrados, la frente empapada en sudor y los labios fruncidos luchando por no emitir ningún jadeo que pudiera descubrirle a la mujer la necesidad que tenía de entrar en ella. Este era su sueño. Su plan para hacerla suya en el más amplio sentido de la palabra. No pensaba dejarla tomar el control. Todavía no, porque en el momento en que ella se hiciese con el poder, se acabaría el juego; le tendría comiendo de sus suaves y deliciosas manos y, cuando eso sucediese, lo primero que Miley exigiría, sería saber su identidad. Lo segundo, su cabeza; a ser posible sobre una bandeja de plata y hervida en su propia sangre.
No. Tenía que demostrarle que lo que ella realmente quería no era un tío soso, aburrido y ambicioso; más pendiente del reloj, del trabajo y del dinero que de adorarla. Lo que ella necesitaba era un hombre que la hiciera sentir única y especial. Un hombre dispuesto a todo por conseguir que ella se manifestara como realmente era: una mujer ardiente, extrovertida, valiente, vibrante y segura de sí misma; no una tímida secretaria ni una mujer introvertida encerrada en su casa, y mucho menos una madre que se plegaba a todos los caprichos de su vástago por temor a que éste la quisiera menos que a su exmarido.
—¿Debo atarte o no? —preguntó, rezando porque ella no notase la agitación de su pecho ni las palpitaciones de su miembro.
—¿Debo? —reiteró exigente, alzándose sobre ella; alejándose, sujetándola por las muñecas.
Miley relajó los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás para moverla de un lado a otro negando. Él la soltó despacio y contuvo un suspiro cuando la vio agarrarse al borde de la mesa.
—Mira lo que has hecho —susurró—. Me has manchado los vaqueros de jabón. Voy a tener que quitármelos.
La respiración de Miley se agitó al pensar en él sin pantalones. Jadeó cuando oyó el sonido de la cremallera al bajar. ¿Qué tenía ese hombre que sólo con su voz daba alas a su excitada imaginación?
Cuando se libró del pantalón volvió a sentarse en la silla y sacó la esponja del cubo de agua.
Miley suspiró cuando el agua fría calmó su piel ardiente. Bufó irritada cuando él volvió a recorrer con el jabón su pelvis. Inspiró con fuerza cuando sintió sus dedos fuertes posarse sobre los rizos mojados de su pubis y comenzar a moverse en círculos lentamente, suavemente. Jadeó cuando sintió la palma de su mano entre sus piernas antes de presionar levemente el clítoris resbaladizo por el jabón. Gimió cuando los dedos le extendieron la espuma por el perineo y más allá. Abrió los ojos como platos cuando esos mismos dedos resbalaron entre sus nalgas y jugaron con su ano mientras la palma presionaba en la entrada de su vagina. Desde luego, le estaba haciendo una limpieza de bajos a fondo. ¡Muy a fondo!, pensó sobresaltada cuando la yema de un dedo penetró ligeramente en el orificio prohibido. Un segundo después, sus manos abandonaron su cuerpo dejándola frustrada y perdida.
—No te muevas —ordenó él. Miley, incapaz de hablar, asintió con la cabeza.
El brazo derecho del hombre se posó sobre su estómago, inmovilizándola, mientras su mano derecha estiraba la piel de su ingle. Un segundo después algo duro, frío y afilado se deslizó por los rizos de su pubis.
—¿Qué haces? —preguntó sobresaltada.
—Librarme de lo que me estorba —respondió él en voz baja.
—Pero... ya estoy depilada —acertó a decir. Se depilaba las ingles con fotodepilación.
—No del todo —afirmó él. Y tenía razón. Estaba depilada hasta la línea del biquini, nada más.
—Ya. Pero... no hace falta.
—Cuando mi lengua se hunda en tu coño no quiero que nada me distraiga.
Miley jadeó al imaginar su lengua ahí. Definitivamente tenía que hacer algo con su calenturienta imaginación. No era normal que, sólo de pensarlo, sus pezones se irguiesen y su vagina se humedeciera... más todavía.
El hombre usó la navaja con cuidado en cada centímetro de su pubis, tirando de la piel con sus dedos, tocando el clítoris con los nudillos como quien no quiere la cosa, abriendo sus labios vaginales delicadamente cada vez que estiraba la piel sobre ellos para rasurarla.
Miley se aferró con fuerza al borde de la mesa. Su respiración era un silbido entre dientes; su estómago subía y bajaba al ritmo de los latidos del corazón; los músculos de sus piernas, todavía atadas, se contraían sin que ella pudiera evitarlo.
¿Cómo podía ser un simple afeitado tan excitante? ¿Había algo mal en su cabeza o es que ese hombre era tan bueno en lo que hacía que ella no podía resistirse a él? Estaba a punto de sufrir su segundo orgasmo y apenas había pasado un cuarto de hora desde el anterior.
Justo cuando la cabeza empezó a darle vueltas, él terminó.
Volcó un buen chorro de agua para deshacerse del jabón y la acarició con la palma de la mano, complacido con su obra de arte. Miley tenía una piel suave y preciosa y su pubis depilado era lo más hermoso que había visto en su vida. Se inclinó y depositó un beso en el monte de Venus. Sonrió al oírla jadear. Perfecto.
Fue depositando suaves besos en cada milímetro de su ingle mientras con las manos acariciaba lentamente el interior liso y sedoso de sus muslos.



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