martes, 27 de noviembre de 2012

Summer Hot Cap.11




Él caminaba por delante de los caballos. Con las riendas en una mano los iba guiando a través de los árboles que había detrás de la cabaña hasta la valla del cercado.
Verlo fue casi una conmoción, las piernas le temblaron y se tuvo que agarrar con fuerza al tronco de la encina.
Vestido sólo con unos vaqueros cortados a la altura de los muslos y unas deportivas viejas, parecía salido de sus sueños más eróticos. Podía imaginar los músculos de su estómago ondear a cada paso, sentir sus muslos firmes y vigorosos al caminar entre la hojarasca del bosque, saborear el sudor que cubría su piel. Jadeó al fantasear con su cuerpo fibroso.
Entornó los ojos intentando descubrir quién era, pero fue imposible. Llevaba un sombrero que le cubría los rasgos. Miley sonrió para sí, si ésta fuera una escena de alguno de sus libros románticos, sería un Stetson digno del más aguerrido de los vaqueros del salvaje oeste. Pero no era una novela y el sombrero era el típico de paja y ala ancha con el que cualquier españolito se protegía del sol en la playa. Siendo sincera consigo misma, debía de reconocer que el sombrerito de marras le quitaba bastante sex appeal. O tal vez no... La imperfección le hacía parecer más sexy porque era más real.
Siguió observándole, intentando reconocer en sus movimientos algún gesto conocido, algún indicio de quién era.
Sus ademanes eran relajados, tranquilos. Acariciaba con la mano libre las quijadas de los corceles y estos le respondían empujándole la espalda con la testa. Al entrar en el cercado les quitó los bocados dejándolos libres y les dio un par de palmaditas en el lomo, después se dirigió hasta la puerta del establo. Allí se quitó las deportivas de un par de puntapiés y quedó parado frente a algo. Miley no lograba ver qué era. Estaba demasiado lejos.
Lo vio inclinarse y enganchar una ¿manguera? a un extraño aparato.
Sus dedos se tensaron ante el deseo de acariciarle la espalda, brillante por el sudor.
Estaba doblado por la cintura, de espaldas; sus brazos sujetaban algo, subiendo y bajando con fuerza y rapidez. Ella se mordió los labios y asomó más la cabeza intentando averiguar qué estaba haciendo.
La manguera recorría unos metros hasta una vieja bañera pegada a la valla, en el interior del cercado. Los caballos de acercaron y hollaron el suelo impacientes. De repente, de la goma comenzó a manar líquido.
Lo entendió de golpe. Lo estaba extrayendo de un pozo subterráneo con una bomba manual. ¿No tenía agua allí? No. Se respondió a sí misma. Estaban en mitad de un cerro, rodeados por el bosque y a más de media hora, caminando a paso rápido, del pueblo. No
tenía agua corriente ni luz, pensó recordando la cabaña. No había lámparas ni bombillas, ni nada parecido.
¡Vivía en una cabaña similar a las del Salvaje Oeste en pleno siglo XXI!
¡Alucina, vecina!
Cuando se quitó el estupor de encima y volvió a mirar, el agua ya no caía sobre la vieja bañera, pero él seguía dale que te pego a la bomba. De improviso paró, se quitó el sombrero, cogió un cubo metálico del suelo y, todavía dándole la espalda, alzó los brazos con el cubo entre las manos y se lo echó por encima de la cabeza.
¡Igualito que Hugh Jackman en Australia! Estuvo a punto de gritar Miley.
Observó cómo el agua resbalaba por su espalda lisa y morena, recorría el camino hasta la cinturilla de los vaqueros, le mojaba las nalgas... Se lo imaginó de cara a ella, el agua recorriéndole el pecho, el abdomen, las ingles... Y sin poder evitarlo, apretó los muslos con fuerza. ¡Dios! Estaba más caliente que un turista perdido en las dunas de Maspalomas.
Él volvió a bombear agua y Miley se preparó para otra sesión de calentura imaginaria, pero se equivocó.
El hombre hizo amago de girarse, pero recordó algo en el último segundo. El sombrero. ¡El estupido sombrero ! Se lo encajó en la cabeza, colocándolo de tal manera que lo protegiera del sol y le cubriera la cara. Cogió el cubo y se dirigió al semental para, ni corto ni perezoso, echárselo por el lomo. El caballo respondió con un testarazo de su frente contra el estómago del hombre y éste rió. Fue una risa potente, desinhibida, amigable, que acabó cuando agarró la crin con una mano y de un salto se subió sobre el lomo del animal, sentándose casi rumbado sobre él, con los pies desnudos anclados en los ijares y sus manos cálidas acariciándole la cruz con cariño.
La yegua se acercó a la pareja y bufó envidiosa, el hombre se bajó del semental y abrazó el cuello de la alazana, ésta lo arqueó satisfecha. Cuando hubo repartido mimos, volvió a llenar el cubo y se lo echó a la yegua por encima. Jugó con los caballos un buen rato, riendo a carcajadas y susurrándoles cosas en las orejas.
Miley sintió calor en el estómago. No era excitación, era anhelo. Quería alguien que la tratara con ese cariño, con esos mimos. Que jugara y bromeara con ella, que le susurrará al oído en cualquier momento del día, no sólo durante un polvo salvaje.
«¿Pero qué gilipolleces estás pensando?», se reprendió a sí misma. Ella no quería nada de eso, ya lo había tenido con su marido y sabía de sobra lo que venía después, aunque Kevin nunca fue tan cariñoso como el desconocido lo era con sus caballos. O al menos no lo fue con ella. Con las demás, francamente, ni idea.
¡Se acabó! Ella iba a lo que iba. Ni más ni menos. Y estaba perdiendo el tiempo a lo tonto.
Dio un paso saliendo de su escondite. Respiró hondo e hizo lo que se hacía siempre en las películas: toser con fuerza para darse a conocer.
El desconocido alzó la cabeza sobre el lomo del semental y la miró, o eso esperó Miley, ya que el jodido sombrero de los cojones seguía ocultándole el rostro.
Salió de entre los caballos, fue hasta la bomba, llenó por enésima vez el cubo de agua y se dirigió con él a la cabaña sin mirarla en ningún momento. Al llegar a la puerta, sacó del bolsillo trasero del pantalón lo que Miley imaginó que eran unas llaves y abrió. Entonces, y sólo entonces, se giró hacia ella envuelto en las sombras del porche; oculto, misterioso. Entró en la cabaña y dejó la puerta abierta.
Miley aceptó la invitación.
Al entrar se llevó la primera sorpresa de la tarde. Las cortinas estaban descorridas y la luz entraba a raudales por las ventanas, iluminando por completo el interior. Dio un paso hacia delante con la mirada fija al frente, temerosa de girar la cabeza y ver lo que no debía ver. Una cosa era imaginar y otra muy distinta saber sin ninguna duda quién era él.
Escuchó la puerta cerrarse a su espalda y sintió sus pies desnudos caminar sobre el suelo de madera hasta situarse tras ella.
Miley se quedó petrificada. Si se giraba, le vería. Ordenó a sus ojos cerrarse. No iba a darse la vuelta y romper el hechizo. No iba a joder la única fantasía hecha realidad que había tenido en su aburrida vida.
Era cierto que había pasado horas imaginando quién podría ser él, pero eso era parte del juego; al menos para ella. Observar sus gestos y escuchar sus susurros intentando averiguar quién era el hombre al que pertenecían, era excitante y divertido. La hacía sentir viva; más aún, la hacía sentir distinta, ser otra persona, alguien libre, sin reglas. Podía ser quien quisiera sin pensar en nada, en ninguna norma establecida u obligación social. Si él decidía mostrarse ante ella, poner cara al misterio, entonces se acabaría el juego. Más que eso, ella sería otra vez Miley, la mujer convencional, la madre de Frankie y la currita anónima. Se vería obligada a volver al mundo real.
Pero él no hacía nada. Estaba allí, plantado tras ella, esperando. ¿Esperando qué? ¿Que se diera la vuelta y se enfrentara a él? No lo haría. No era tan valiente. Si reconocía su rostro, no habría fuerza en el mundo capaz de impedirle salir corriendo, muerta de vergüenza, y regresar a su casa de Madrid para esconder la cabeza, o más bien el cuerpo entero, bajo su aburrida cama.
¡Joder! ¿Quién era ese tipo para ponerla en esa tesitura? ¿Qué se creía? ¿Que ella era cómo la mujer de Lot, que se daría la vuelta y se convertiría en estatua de sal?
¡Pues estaba muy equivocado! La sal era mala para el corazón, ni de coña se daría la vuelta.
Abrió los ojos dispuesta a permanecer inmóvil. A no mirar. Buscó frente a ella algo que desviara su atención del hombre que la asediaba incluso en sueños. Y lo encontró. Vaya si lo encontró. Dio un paso inseguro al frente. ¿Qué era eso?

Él parpadeó cuando ella se movió. Salió del letargo en que se había sumido en el instante en que Miley entró en su cabaña y su precioso cuerpo se vio rodeado por la luz dorada que rebotaba en las paredes de madera. Era una diosa. Tan hermosa... Y estaba en su cabaña, en su terreno. Era suya. Al menos por unas horas.
«¿Cuánto tiempo he estado mirándola absorto?», se preguntó cuando ella dio un paso hacia adelante. «¿Cómo puedo medir el tiempo ante su presencia?»
La había visto de lejos y había entrado en la cabaña esperando que ella lo siguiera, sin pensar ni por un momento que no estaba preparado para ella.
No iba vestida como siempre, con shorts, faldas largas o pantalones de lino. Tampoco iba tan desnuda como en Guisando, cuando ese biquini normal y corriente le hizo perder la poca razón que conservaba. Llevaba una cortísima minifalda vaquera que acababa apenas unos centímetros bajo sus hermosas nalgas en forma de corazón, dejando al descubierto sus piernas largas y doradas, ocultando lo que sus manos morían por tocar. La camiseta roja se pegaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel, no tenía mangas ni tirantes, sino que se anudaba a la nuca dejando al descubierto sus perfectos omóplatos y parte de su espalda.
Alzó la mano sin ser consciente de ella Necesitaba tocarla. Se había recogido el pelo en una coleta alta dejando al descubierto el cuello, un cuello perfecto para ser besado... y mordido.
Volvió a parpadear cuando ella comenzó a andar. Se dirigía con paso dudoso hacia el centro de la estancia.
«¡Gracias a Dios que no se ha dado la vuelta!», pensó aterrado. Se había perdido de tal manera al contemplarla, que no se había dado cuenta de que ella podía verle. Reconocerle. Acabar con el juego, con el sueño. Sacudió la cabeza y centró sus pensamientos, aún no podía dejarse llevar, no hasta que estuviera oculto a sus ojos.
Pronto, sonrió al ver lo que había llamado la atención de María.
—¿Qué coño es esto? —preguntó ella en voz baja, mirando el techo de la estancia.
—Un juego —susurró él a su espalda. Miley sintió su aliento sobre su piel desnuda quemándole las terminaciones nerviosas, colándose en su interior y recorriendo su cuerpo hasta quedar alojado en sus pezones, como si su boca estuviera acariciándolos. Dio un paso atrás hasta que su espalda quedó pegada al húmedo y musculoso torso del hombre. El vello de su pecho le hizo cosquillas cuando él la rodeó con sus fuertes brazos, hundió la cara en su nuca y comenzó a lamerla y mordisquearla. Centró su vista en lo que tenía frente a ella, decidida a resistir la tentación de volverse y devorarlo.
En el techo de la cabaña, donde antes no había nada, ahora estaban ancladas un par de poleas, separadas entre sí unos dos metros. De cada una de ellas colgaba una larga cuerda que reposaba sobre la mesa de madera, la misma mesa sobre la que la poseyó con la fusta la última vez.
¿Dónde se estaba metiendo? ¿Qué clase de juegos le gustaban a él? Y lo que era peor, ¿qué clase de juegos le gustaban a ella? Porque en esos momentos, sus braguitas estaban empapándose por la excitación que fluía de su vagina.
Alargó la mano hasta asir una de las sogas. El tacto le demostró que no eran las típicas cuerdas a las que ella estaba acostumbrada; es decir, las de tender la ropa, el bramante para atar el redondo, las de saltar a la comba de niña... Estas eran más suaves, muchísimo más, y eran negras. Acarició con dos dedos el cabo, descubriendo que estaba completamente equivocada. No eran cuerdas, sino cuero. Cuero grueso y suave, trenzado y trabajado hasta formar un cordel redondo, resistente y... exquisito.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó sin dejar de acariciarlo.
—Sí.
—¿Cuándo? —Tenía que ser un tipo con mucho tiempo libre, sólo hacía tres días que había estado allí por última vez y entonces no había nada de eso.
—No duermo bien últimamente —susurró a modo de respuesta.
¡Genial! Su amante misterioso era un manitas con el cuero, dormía poco, tenía un cuerpo de infarto y le iban los jueguecitos... ¡Qué combinación más apropiada! Y por si todo esto fuera insuficiente, además tenía unos atributos muy, pero que muy notables; determinó al sentir su erección contra la parte baja de su espalda.
Mmm. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo? ¿Por qué él no se poma manos a la obra? Con una sonrisa ladina en los labios, decidió intentar algo que esperaba le hiciera reaccionar. Recorrió con los dedos los cabos de cuero y fue subiendo hasta que tuvo los brazos alzados. Enredó las manos en ellos, como si estuviera atada, y sintió que sus pezones se tensaban reclamando atención. Esa postura la excitaba, reconoció para sí misma. Sólo había algo que la molestaba: la mesa. Estaba justo debajo de las poleas y chocaba contra sus muslos. Empujó con ellos para apartarla, pero él posó sus enormes manos en sus piernas y se lo impidió. Miley las abrió un poco y esperó a ver qué juego se traía él entre manos.
Él dio un paso atrás, alejándose de la piel de su diosa para recuperar la cordura. Antes de empezar nada debía asegurarse de que ella no lo descubrirla. De hecho, eso era lo primero que debería haber hecho en el mismo momento en que ella pisó la cabaña, a fin de protegerse de su curiosidad; pero había sido incapaz de pensar.
Buscó en el bolsillo trasero del pantalón lo que instantes antes había guardado allí. Sacó el antifaz de cuero que había hecho un par de noches atrás y lo colocó en su sitio: sobre los ojos de Miley. Lo ató con cuidado, cerciorándose de que no quedara ni demasiado apretado ni demasiado flojo. Entonces, y sólo entonces, se permitió dejar fluir la pasión.
Recorrió los brazos femeninos lentamente hasta llegar a las manos enredadas en el cuero. Las envolvió en las suyas. Las hizo soltar el amarre obligándolas a bajar hasta que quedaron apoyadas en su erección. Le tentaron, recorriéndolo por encima de los vaqueros. Él se dejó llevar por las sensaciones. Necesitaba esas candas mis que respirar. No se había permitido así mismo ningún alivio en tres días. Tres días en los que su pene había despertado cada vez que la veía, cada vez que la recordaba. Tres noches en las que sus testículos gritaban su deseo en cada sueño que tenía.
Frenó sus candas apenas un minuto después, si la dejaba continuar acabaría corriéndose antes de empezar, y quería cumplir un par de sueños antes de eso. Sobre todo necesitaba cumplir uno.
La agarró de las manos y la obligó a girarse. Quedaron frente a frente.
Ella estaba ciega gracias al antifaz, si hubiera podido verle, vería la cara de un hombre a punto de cumplir su más deseado anhelo. Vería las emociones recorrer unos rasgos duros y curados. Vería unos labios conocidos tornarse en una sonrisa ilusionada, cuando su imagen se quedó grabada en los ojos claros del hombre.
Levantó lentamente las manos hasta que enmarcó con ellas la cara de Miley y recorrió con los dedos sus rasgos, intentando borrar con lentas caricias las arrugas de preocupación que los años habían formado en su frente. El pulgar trazó la forma de sus pómulos hasta llegar a la comisura de los preciosos labios. Unos labios finos y sonrosados, en absoluto voluptuosos; el inferior quizá un poco más grueso que el superior, pero no mucho.
Al sentir la presión del pulgar sobre ellos, Miley los abrió, sin ser apenas consciente de ello, y succionó lentamente. El cuerpo del hombre se tensó. Conteniendo un gemido pegó su rostro a la mejilla lisa y suave de Miley y respiró profundamente, inhalando su aroma a cítricos; limpio y fresco. Su incipiente barba raspó la piel femenina en un roce tan tierno que ella, en respuesta, apresó con los dientes el dedo que mantenía en el interior de su boca, mordiéndolo con la intención inconsciente de llevar el juego un paso hacia adelante. Lo consiguió.
El mordisco despertó su lado más salvaje, le hizo desear más, y estaba a su alcance obtener lo que quería. Apartó el pulgar, giró su cara y arañó con cuidado el labio inferior de la mujer con los dientes, para a continuación succionarlo con fuerza.
Ella gimió y desplazó sus dedos hasta el pecho masculino, desnudo.
Él perdió el control.
Llevó con rapidez sus manos a la sensible nuca de Miley y tiró con fuerza del nudo de la camiseta hasta que se deshizo. Con dedos temblorosos deslizó la molesta prenda por el cuerpo de su amada hasta que ésta cayó al suelo, a sus pies. Se recreó un momento en los contornos suaves de la espalda femenina hasta dar con la cintura de la falda. Buscó la manera de quitársela, pero el botón se le resistió durante unos segundos, los justos para hacerle perder la paciencia. Tiró con fuerza hasta que lo arrancó y la falda se abrió mostrando el tono dorado de las caderas de Miley. Sin pararse a pensarlo recorrió la piel hasta dar con el tanga; no se molestó en averiguar su color o su forma, directamente metió los dedos bajó él y lo arrastró junto con la falda hasta el suelo.
Cuando tuvo su cuerpo tal y como lo deseaba, sin la interferencia de la ropa, la sujetó por las manos y la obligó a que las deslizara por su cuello. Miley se aferró a él como si le fuera la vida en ello.
Y así era. Sus piernas flaqueaban, su estómago temblaba, todos los músculos de su cuerpo se estaban derritiendo. Necesitaba anclarse a él para seguir de pie.
Cuando sintió que estaba fuertemente aferrada a él, volvió a besarla a la vez que bajaba sus rudas y callosas manos por los costados, trazando los surcos entre las costillas hasta llegar a la cintura. Entonces extendió los dedos en abanico hacía su espalda y siguió bajando para llegar a las redondeadas nalgas, amasándolas brevemente.
Miley respondió a sus caricias apretándose más contra su cuerpo, intentando fundirse con él sin dejar de besarle.
Él cortó el beso y la miró fijamente, sopesando si continuar con su plan o llevarla directamente a la cama. Apenas podía pensar en nada que no fuera penetrarla y dar alivio a su dolorido miembro.
Miley tiró de sus manos unidas, exigiéndole que volviera a acercar sus labios a los suyos, que volviera a besarla. Él obedeció, aferró su labio inferior con los dientes y succionó con fuerza.
Ella levantó la pierna izquierda envolviendo las fuertes caderas masculinas, intentando sentir en su ingle el pene enhiesto que tanto deseaba en su interior.
Él sonrió contra sus labios al percibir la urgencia del deseo. Deslizó los dedos en la unión de las nalgas femeninas, sujetó con las palmas su precioso trasero y la subió hasta que las ingles quedaron pegadas. Miley no desaprovechó la ocasión, le rodeó las caderas con la otra pierna y se balanceó contra su erección enfundada en los vaqueros. El áspero roce de la tela contra su clítoris la hizo gritar. Él arqueó la espalda apretándola contra su verga, moviéndose contra ella hasta que jadeó con fuerza, desesperada por llegar al orgasmo. Entonces, sin ápice de compasión, la alejó de él y la sentó sobre la mesa con el trasero justo en el borde.

Miley gruñó y tensó los músculos de sus brazos y piernas para pegarse de nuevo a él.
Él no se lo permitió, soltó sus nalgas y asió las manos de Miley que aún estaban aferradas con fuerza a su nuca, las obligó a soltarse y empujó hasta que la espalda de la mujer quedó pegada a la madera de la mesa. Ella intentó incorporarse, pero se lo impidió aplastándola con su cuerpo.
Tumbada boca arriba sobre la mesa, con el torso de él pegado a sus pechos y sus fuertes dedos sujetándole las manos por encima de la cabeza, Miley continuó aferrándose a sus caderas con las piernas, apretándose rítmicamente contra él, buscando el alivio que él no le proporcionaba.
Él cerró los ojos cuando Miley se pegó más contra su ingle. Incluso a través de los vaqueros sentía la humedad que recorría el sexo de su mujer. El aroma a excitación que emanaba del cuerpo de la joven se filtraba en sus fosas nasales, convirtiéndolo en poco más que un semental en celo con la mente en un solo objetivo: follarse a la mujer que permanecía bajo él con los pechos alzados, los pezones erguidos y la vagina dispuesta.
Jadeó con fuerza y sacudió la cabeza para ordenar sus ideas. Abrió los ojos y se deleitó con la erótica visión. Inspiró un par de veces intentando serenarse. Apretó la mandíbula hasta que le dolieron los dientes y se alejó del cuerpo anhelado.
Miley sintió un vacío frío cuando él se separó de ella, apoyó los brazos en la mesa e intentó alzarse en su busca, pero él se lo impidió posando una mano sobre sus pechos, acariciándolos sin tocar los pezones. Miley se rindió y se dejó caer de nuevo. El desconocido la asió las manos obligándola a estirar los brazos por encima de la cabeza hasta tocar el borde superior de la mesa. Le giró las palmas y dobló sus dedos con suavidad hasta que se aferraron al borde de madera. Luego la soltó.
Al sentirse libre, Miley alzó los brazos intentando agarrarle, él la sujetó las manos de nuevo y las volvió a colocar en la posición inicial. Ella entendió. Se aferró al borde de la mesa y esperó.
Al cabo de unos segundos y al ver que ella aceptaba el juego, sonrió.
Miley dio un respingo cuando el desconocido la agarró los tobillos, que aun permanecían anudados a sus caderas, y los colocó sobre sus fuertes hombros, abriéndola completamente, exponiéndola a su mirada. Su primer impulso fue cerrar los muslos, apretar las rodillas y así impedir su escrutinio. Sus piernas temblaron a punto de cerrarse, pero se aferró con fuerza al borde de la mesa determinada a seguir el juego, a ver hasta dónde era capaz de llegar. Excitada; convertida de nuevo en esa desconocida, esa mujer sexy y sumisa que había descubierto en su interior hacía apenas una semana.
Él clavó la mirada en la vulva hinchada y brillante humedad. Se lamió los labios al imaginarse cómo sería su sabor en su lengua, sentir su clítoris terso contra sus labios. Deseaba enterrar la cabeza entre sus piernas y olvidarse del mundo. Pero no lo iba a hacer.
Desató los nudos de las valencianas lentamente, acariciándole con ligereza las pantorrillas, despertando el placer en lugares que ella ni imaginaba. Besó con ternura la piel enrojecida por las cintas y recorrió con los labios sus pies, lamiendo el empeine para a continuación arañarlo suavemente con los dientes. Y mientras hacía eso, sus dedos subían por las pantorrillas, delineaban la corva de sus rodillas, transitaban indolentes por el interior de los suaves muslos femeninos hasta tocar los húmedos rizos que apenas podían ocultar su sexo excitado y dispuesto.
Miley contuvo la respiración al sentirlo jugar al borde de su vagina, arqueó la espalda y su pubis se alzó en busca de todo aquello que prometían los dedos de su amante imaginario. Pero éste tenía otra idea en la mente. Sonrió juguetón y le posó la mano sobre el vientre.
—No tengas tanta prisa —susurró con voz ronca.
—Jo... der —jadeó Miley entre dientes—. ¿A qué coño esperas?
—Ya lo descubrirás.
Miley estaba a punto de gruñir su frustración cuando sintió un tenue roce sobre sus pezones, casi como la caricia de una pluma, pero con más peso. El roce se repitió una y otra vez hasta que sus pezones estuvieron tan duros que dolían.
—¿Qué es eso? —preguntó gimiendo.
—Imagínatelo —respondió en voz baja, casi divertido.
Miley soltó una mano del borde de la mesa y la alzó para coger aquello que la atormentaba. Él chasqueó la lengua y la sujetó por la muñeca obligando a los dedos finos y largos a volver a aferrarse al borde de la mesa.
—Has sido mala —comentó—, pensaba darte pistas, pero no has esperado. —Lo que fuera que había rozado sus pezones danzaba ahora sobre su pubis—. Tenía pensado jugar en tu clítoris con esto. —Miley sintió un roce fugaz sobre su sexo, apenas un suspiro—. Pero, no mereces que lo haga —algo resbaló por su vulva. Algo largo y delgado, suave y firme a la vez—. ¿No imaginas lo que es?
—No... —gimió ella, moviéndose, intentando llevar ese roce hasta su clítoris anhelante.
—¿No? Piensa.
Sintió la mano del hombre sobre en su estómago, sujetando algo. Sintió los dedos de la mano libre de él deslizarse por su muslo y cerrarse en un puño. Luego el roce se hizo más fuerte, más preciso. Algo se clavó en su vulva, penetrando todo el largo entre los labios vaginales.
—Las cuerdas —jadeó Miley.
—¡Premio!
Presionó un instante la cuerda contra el clítoris, y después la fue subiendo lentamente por el muslo izquierdo. Dejó atrás la rodilla y la trenzó con delicadeza alrededor de la pantorrilla. El hombre comprobó que la atadura no se clavara en la piel y repitió la misma operación con la otra cuerda en la pierna que continuaba libre. Cuando hubo concluido, sostuvo con las manos las piernas de Miley y se alejó lentamente.
Miley permaneció inmóvil. No tenía ni idea de a qué pensaba jugar él, pero aquello le estaba gustando, y mucho.
Cada roce de sus manos, de su piel, de sus labios la pillaba desprevenida. El antifaz le impedía ver y cada caricia era inesperada y muy deseada. Cuando ató las cuerdas de cuero a sus pantorrillas, en vez de asustarse se sintió todavía más excitada. Ignorar lo que le esperaba daba alas a su imaginación; las fantasías se sucedían en su mente, divagando con la manera en que él le daría placer a continuación. La certeza de saber que tenía las manos presas sólo porque ella así lo decidía le daba la confianza necesaria para plegarse a las órdenes de su amante.


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