martes, 27 de noviembre de 2012

The Far Future cap.13




Debería haberse negado a lo de la cena. Aunque fuera capaz de esconder sus sentimientos, cenar con Joe, incluso en compañía de un bebé saltarín, era justamente lo que no necesitaba.
A lo mejor podía fingir que le dolía la cabeza, recoger a Harry y salir corriendo; huir a la casa de la abuela y comerse lo que tuviera en la nevera. Sí.
Eso podía funcionar. No quería someterse a esa situación tan incómoda, esa tortura… Respiró hondo una vez más para sacar fuerzas y bajó del coche.
Atravesó la puerta exterior y se dirigió hacia la puerta trasera de la casa. Llamó con energía y entonces trató de aparentar que sí tenía un dolor de cabeza cuando Joe abrió.
No. No era Joe el que acababa de abrir… Era otro hombre guapísimo, un poco más alto que Joe, un poco más joven. Debía de tener unos veinticinco años, como ella… Tenía el pelo negro, húmedo… Su sonrisa era despampanante.
Estaba sin camisa y llevaba unos pantalones cortos con la cintura demasiado baja… 
Aquellos ojos de color chocolate la observaban con curiosidad.
–Tú debes de ser Demi–dijo el joven, abriendo más la puerta e invitándola a entrar–. Soy Nick Jonas –añadió.
Demi no había tenido la más mínima duda ni por un instante. El parecido era extraordinario.
–El primo de Joe –añadió el muchacho, estrechándole la mano de forma efusiva. No la soltaba. La estaba llevando hacia la cocina.
–Joes está cambiando al bebé. ¿Tú eres la tía de Harry?
–Eh, sí. Supongo que sí. Su madre es mi prima… Por así decir.
Nick sonrió y asintió.
–Sí. Las familias son así. ¿Te apetece una cerveza? O… –abrió la nevera y echó un vistazo dentro–. ¿Un té helado? Estoy seguro de que debe de tener vino en algún sitio.
–Un té helado está bien –dijo Demi y, en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que había desaprovechado la oportunidad de decir que tenía un dolor de cabeza.
Nick le sirvió el té helado en un vaso, se lo dio en la mano y entonces abrió una botella de cerveza para él.
–¿Quieres una cerveza, Joe? –gritó.
No hubo respuesta inmediata, pero unos segundos más tarde, Joe entró en la habitación con Harry colgado de un brazo. Era evidente que había estado en la playa. Todavía llevaba unos pantalones cortos y una camiseta con el cuello roto. Tenía el pelo húmedo y de punta. El corazón traicionero de Demi se aceleró.

–Has conocido a Nick –dijo Joe en un tono de pocos amigos.
–Sí –dijo Nick–. Lo siento. Habría recogido antes de Harry, pero no sabía que tenías visita.
–Yo tampoco.
–Oye –dijo Nick–. Neely te llamó para decirte que venía.
–Pero no por eso estabas invitado.
Nick se encogió de hombros.
–Puedes venir a mi casa cuando quieras –le dijo, abriendo otra cerveza y ofreciéndosela a Joe.
–Sí, claro. Puedo quedarme en algún arrecife de coral contigo. No, gracias.
Demi escuchaba aquella conversación malhumorada con interés y envidia.
Joe no obstante, cambió de tema bruscamente.
–¿Cómo está Maggie?
–Eh… está bien –dijo Demi, redirigiendo sus pensamientos–. Por lo menos eso me dicen –añadió–. Está muy pálida. Muy… pequeña… Nunca creí que fuera tan pequeña.
–Pues yo sí –dijo Joe–. Pero sé lo que quieres decir –siguió adelante–. Parece más grande de lo que es en realidad. Es una fuerza de la naturaleza. 
–Sí.
–Qué pena que no la conozca. Y probablemente no la conoceré esta vez, pues solo voy a estar unos días.
–Demasiados –dijo Joe, bebiendo un sorbo de cerveza.
–Está enfadado porque no recibió el mensaje del buzón de voz en el que le decían que yo venía. No se le da muy bien lo de la hospitalidad –Nick sonrió.
–Porque no soy nada hospitalario.
–Su madre sí que lo es. Le dijo a Seb y a Neely, mis cuñados, que Joe estaría encantado de acogerme en su casa. Voy hacia el sur –le explicó a Demi–. Llevo dos años trabajando en una clínica en una de las islas.
–Es un charlatán –dijo Joe.
–Soy médico. Acabo de terminar mi residencia en otorrinolaringología.
Demi abrió los ojos. ¿Médico? Parecía tan joven…
–No hay nada de que impresionarse –dijo Joe–. Se va a la playa, a
cocerse al sol, a hacer surf y a ligar con chicas.
–Eso también –dijo Nick, sin darse por ofendido en absoluto–. Solo está celoso porque a él no se le ocurrió.
–Es que lo de diseccionar ranas no me gustó nada –Joe habló con contundencia–. Eso puso fin a todas mis aspiraciones médicas. Toma, sujeta a Harry mientras pongo los filetes.
Antes de que Demi pudiera decir nada, se encontró con Harry en los brazos.
Joe abrió la nevera. Harry se puso nervioso de inmediato. Pero cuando Demi logró sonreír y empezó a hablarle, su expresión se volvió risueña de nuevo. Y ella también se sintió mejor. Se hubiera asustado mucho si el niño se hubiera echado a llorar, pero no lo hizo. De hecho, parecía que le había caído bien. Se retorció en
sus brazos, le tocó la mejilla y balbuceó algo en el lenguaje de los bebés.
–¿Qué ha sido eso? –le preguntó Demi al niño.
–Quiere salir y ver cómo se hacen los filetes –dijo Joe–. Vamos.
Demi salió detrás de él.
–Gracias. Debería irme a casa –le dijo–. Tú tienes compañía y Harry y yo estaremos bien.
–Te he comprado un filete –dijo Joe sin más.
Estaba poniendo tres piezas sobre la parrilla, así que Demi no tuvo más remedio que abandonar el plan de marcharse. Iban a comer en una mesa del patio situado entre la casa de Joe y el garaje. El pequeño jardín estaba lleno de las flores de la abuela. Demi recordó todos esos años que había pasado allí, jugando, bajo la atenta mirada de Maggie. En ese momento era ella la que miraba mientras
Harry jugaba y se metía cosas en la boca.
–¡Oh, Harry, no! –exclamó y le sacó la primera ramita de la boca. Después le sacó una piedra y algunas astillas de madera que sin duda provenían de algún proyecto de Joe. Tomó al niño en brazos y lo distrajo un poco, jugando con él y tratando de no mirar al hombre que estaba asando filetes al otro lado del patio.
Nick puso la mesa y conversó un rato con ella. Le preguntó por su trabajo en San Francisco y la hizo hablar de esas marionetas de tela que hacía y también de las obras de arte que vendía. Joe no dijo ni una palabra, pero Demi sospechaba que estaba escuchando atentamente, así que trató de dejar bien claro que estaba muy
contenta en San Francisco.
Cuando la carne y las mazorcas de maíz estuvieron listas, Joe volvió a entrar en la casa y sacó una tarrina de ensalada de col y otra de ensalada de patatas. Después subió a la casa de la abuela y bajó la sillita plegable de Harry.
–Lo siento. Yo podría haberlo hecho –le dijo Demi.
Él se encogió de hombros.
–Estabas ocupada –fijó la silla a la mesa, recogió a Harry del suelo y lo sentó en ella–. Vamos a comer.
Comieron en silencio. Nick era el único que hablaba. Harry se untaba el pelo con mantequilla… Demi estaba sentada enfrente de Joe, recordando la última vez que había comido allí. Habían cenado con su abuela. Joe había asado salmón esa noche. Y al terminar de comer, se había sentado enfrente de ella y le había rozado la pantorrilla con un pie, descalzo, por debajo de la mesa.
Demi había dado un pequeño salto y entonces se había sonrojado
violentamente.
–¿Te ha mordido algo? –le había preguntado la abuela.
–No… No. Quiero decir, sí.
Joe había sonreído y se había puesto a hablar con la abuela como si
nada, como si aquello no hubiera tenido nada que ver con él. Después la abuela había subido a su apartamento, pero Demi se había quedado un rato más.
–Para ayudar a Joe con los platos –le había dicho a Maggie–. A lo
mejor voy a dar un paseo después.
Su abuela no era tonta. Había visto esas miradas que se habían lanzado durante toda la cena, pero no había querido estropearles la diversión. No obstante, Demi casi deseaba que lo hubiera hecho, pero no podía echarle la culpa de su propio error. Un error que no volvería a cometer…
Miró a Joe con disimulo y se lo encontró mirándola. Apartó la vista
rápidamente y echó atrás las piernas, por debajo de la silla. Después se volvió hacia Nick y le preguntó por la escuela de medicina. Este estaba encantado de hablar. Se relajó en su silla, bebiendo cerveza, y contestó a todas sus preguntas.
Era evidente que estaba muy contento de acaparar toda su atención. No le quitaba la vista de encima. Ambos ignoraban a Joe por completo. Y él, por su parte, bien podría no haber estado allí. Comía tranquilamente sin decir ni una palabra.




capis Jemi's dedicadooo para 
MaRI♥

que me dijo que le encanto la nove(aparte de que me amenazo)
y yo le prometi subir capis el dia de hoy asi que a qui estan amooouurrss!!!!!
te qiero mucho niñas gracias por tus bellos y hermossisismoss y amenazadores comentariosss 
te ReeeeQierooo mucho♥♥
saludoss niñas lindas comenten!!!


The Far Future cap.12




Habia perdido el juicio. ¿Demi Lovato? ¿Otra vez? Yiannis apretó con fuerza el volante y sacudió la cabeza, sin poder comprender tanta estupidez. ¿En qué estaba pensando? En realidad no había pensado en absoluto. O por lo menos no con la cabeza. Otras partes de su anatomía siempre hablaban mucho más alto cuando estaba cerca de Demi. Desde el momento en que la había visto delante de
la casa de su abuela, con las manos llenas de bolsas de comida, la había deseado con locura. Y después de conocerla mejor, de pasar tiempo a su lado, en la cama y fuera de ella, nada había cambiado. Pero ella seguía buscando lo mismo que unos años antes. Amor, familia, romance… 
Y lo había conseguido, al parecer, pero… ¿dónde estaba su príncipe azul cuando más lo necesitaba? 
Ocupado…
Aquello no tenía sentido. ¿Cómo podía estar tan ocupado como para no estar con ella mientras operaban a su abuela? ¿Acaso no sabía lo mucho que Demi quería a Maggie? Él sí que lo sabía muy bien.
Al ver que ella no llamaba se había impacientado mucho y, en cuanto Harry se había levantado de la siesta, lo había metido en el coche y había vuelto al hospital.
Decisión correcta. Nada más verla por la ventana se había dado cuenta de que no podía con ello sola. Necesitaba a alguien que estuviera a su lado…
Necesitaba que le dieran un beso… 
Y él estaba allí. Ese prometido fantasma hubiera podido hacerlo de haberla acompañado. Pero, sobre todo, lo había hecho, tal y como le había dicho a ella, porque quería. Probablemente debería haberse
resistido. No solía encapricharse de mujeres comprometidas, pero… Era Demi.
¿Alguna vez había podido resistirse a ella?
Nunca.

Demi no quería pensar en Joe, besándola. Se había limpiado la cara con el dorso de la mano en cuanto él se había marchado. ¿Qué estaba tratando de hacer? Sus besos no tenían sentido. Eran molestos, incómodos, irritantes… Y el efecto que tenían en ella la sacudía de pies a cabeza.
Después de marcharse Joe, había ido a ver a la abuela.
Al ver a la mujer que yacía en la cama después de la operación, se le cayó el alma a los pies. Su abuela nunca había sido muy corpulenta, pero parecía diminuta en aquella cama tan grande. Tenía los ojos cerrados, los labios pálidos, y sus mejillas eran casi del mismo color que la sábana. Demi se detuvo abruptamente
junto a la puerta. Entrelazó las manos y respiró hondo. Tenía que estar tranquila para poder mostrarle su mejor cara. Pero la única cosa que la tranquilizaba en ese momento era la línea verde que se veía en la pantalla del monitor, la que probaba que su abuela seguía viva.
–Está muy bien –la enfermera pasó por su lado y anotó lo que veía en las máquinas.
–¿Quién está bien? –preguntó una vocecita ronca desde la cama.
–¡Abuela! –Demi corrió hacia la cama justo a tiempo para verla abrir los ojos.
Una sonrisa asomó a los labios de la anciana.
–Todavía sigo aquí –dijo, fingiendo estar molesta.
–Claro que sí –dijo Demi, tomando su mano y llevándosela a los labios.
Estaba fría, pero la abuela le dio un buen apretón–. Y gracias a Dios por eso.
–A lo mejor no lo agradeces tanto cuando me vaya a casa –dijo Maggie. Su voz sonaba más grave que nunca.
–Oh, claro que sí –juró Demi. Se inclinó y besó a su abuela en la mejilla, contenta de descubrir que no la tenía tan fría como la mano. Maggie cerró los ojos.
La enfermera comprobó sus constantes vitales y entonces se volvió hacia Demi.
–Puede quedarse si quiere, pero dormirá durante un buen rato.
–No, no puede quedarse. Tiene que irse a casa. Tienes que ayudar a
Joe con Harry.
–Joe se las está apañando muy bien solo –admitió Demi–. Harry y él vinieron cuando estabas en el quirófano.
–Es buen chico –dijo la abuela, sonriente.
¿Harry o Joe? Demi no lo sabía con seguridad.
–Vete a casa –le dijo su abuela, insistiendo.
–Todavía no.
–¿Estás preocupada por mí?
–Yo… un poquito –admitió Demi. No tenía sentido mentirle–. Pero intento mantenerme positiva –añadió, ofreciéndole una sonrisa.
–Llegará un día en que ya no podrás –la abuela soltó una carcajada.
–No.
–Te estoy complicando mucho la vida.
–Eres parte de mi vida –dijo Demi con firmeza–. Una de las mejores partes, en realidad.
–Me alegro de que pienses eso –dijo la abuela y entonces sacudió la
cabeza–. Probablemente cambiarás de idea cuando yo salga de aquí. ¿Cuándo salgo de aquí?
–No lo sé todavía –dijo Demi con sinceridad–. Te quedan un par de días más en el hospital. Y después tendrás que hacer un poco de rehabilitación. El doctor Singh dijo que vendría a hablar contigo por la mañana.
No mencionó el ofrecimiento de Yiannis. No era el momento. Y con un poco de suerte no tendría que decírselo nunca. A lo mejor la abuela se daba cuenta por sí sola de que era una mala idea regresar a su apartamento encima del garaje y sugería la posibilidad de marcharse a San Francisco con ella. Como si sus pensamientos lo hubieran provocado, el teléfono móvil le empezó a sonar.
–Es Wilmer –le dijo Demi a su abuela y después habló por el auricular–. Hola. El momento perfecto. La abuela ha salido de cirugía. Está muy bien.
–Estupendo. Y yo ya he resuelto lo del vestido.
–¿Tú…? ¿Qué?
–Hoy comí con Margarita en Lolo’s. ¿La recuerdas?
Sí que la recordaba. Margarita era una joven ejecutiva agresiva que
trabajaba con Wilmer.
–Te dije que necesitabas un traje para la fiesta –dijo Wilmer–. Y ella me dijo que conocía un sitio perfecto donde comprarlo. A la moda, sofisticado, elegante…
Ahí estaba de nuevo. La palabra de siempre…
–Puedo comprarme mis propios vestidos, Wilmer. Aquí hay muchos sitios donde puedo mirar.
–Claro. Pero pensaba que ibas a estar todo el tiempo en el hospital. No quería ponerte presión. Margarita se ofreció a escoger un modelo para ti.
Demi sabía que solo trataba de ayudar. Respiró hondo, consciente de que la abuela escuchaba en todo momento, aunque tuviera los ojos cerrados.
–Seguro que puedo arreglármelas sola, pero, por favor, dale las gracias a Margarita de mi parte.
–¿Estás segura? –le dijo Wilmer.
–Si tengo algún problema, te lo haré saber.
–Por favor –dijo Wilmer–. Si no lo has encontrado para el fin de semana, y todavía no puedes venir a casa, yo iré para ayudarte a escoger uno.
–¿Harías eso? –le preguntó Demi, esperanzada.
–Veré qué puedo hacer. Te llamaré mañana. Dile a tu abuela que le deseo lo mejor, que se recupere pronto. Te quiero.
–Yo también –dijo Demi y terminó la llamada. Trató de concentrarse en el lado positivo de la conversación. Recordó a su prometido, su cara de rasgos finos y aniñados.
–Es todo un detalle que se ocupe de Harry –dijo de repente la abuela, empeñada en hablar de Joe.
–Sí.
–Ha sido una gran ayuda para mí desde que se mudó. Venderle la casa ha sido lo mejor que he hecho en muchos años.
Demi discrepaba un poco, pero no quería entrar en una discusión con la abuela en ese momento.
–Esperaba que Joe y tú… terminarais juntos.
Era la primera vez que le decía algo así.
–No –dijo Demi con firmeza.
–Bueno, evidentemente solo era una esperanza. ¿Él no te gusta?
–Ha sido muy bueno contigo –Demi sonrió cortésmente.
–Sí, pero me refería a…
–A Joe no le gustan los compromisos a largo plazo.
–A lo mejor solo necesita una buena razón para lanzarse a la piscina – sugirió su abuela, sonriente.
–La vida no es un cuento de hadas –dijo Demi al final–. Ni un musical de Broadway.
–Por desgracia, tienes razón. Pero tienes que admitir que todas esas
canciones vienen bien.
–Sí.
Pero todo tenía un límite. Demi se puso en pie y le dio un beso.
–Tengo que irme. Joe lleva todo el día con Harry. Ya es hora de tomar el relevo.
–Eres una buena chica –la abuela sonrió.
–Claro que sí –Demi sonrió.
–Joe debería darse cuenta.
–Wilmer se da cuenta –dijo Demi.
–Eso espero, de verdad.




I Don't Want To Love You cap.23





Nick se dejó caer sobre un sillón tras el escritorio y enterró la cara entre las manos.
Había seguido a Miley hasta la puerta y, al verla subir al coche, se había quedado inmóvil, sin saber qué hacer. Estaba muerto por dentro, pensó.
Seguía respirando, pero estaba muerto.
Debería ser un alivio que Miley se hubiera marchado. Por fin, todo había terminado entre ellos.
¿Entonces por qué no se sentía aliviado? Debería volver a su existencia vacía, fría, donde no podía sentir dolor.
Pero ya no era así. Ahora le dolía. Le dolía tanto que apenas podía respirar.
Había perdido a Miley.
Intentando protegerse del dolor, de la desesperación y la frustración de no poder cuidar de aquellos a los que amaba, había perdido a Miley y a su hijo.
Su hijo.
Una vida inocente.
Un hijo que merecía tener el mundo a sus pies, una familia que lo quisiera, un padre que lo protegiese de todas las penas y las desilusiones de la vida… 
Dios santo, Miley había dicho la verdad: era un canalla sin corazón.
Pero él sí tenía corazón y en aquel momento daría cualquier cosa por no sufrir esa agonía.
Miley se había rebajado esa noche, sin pensar en sí misma, solo en su hijo. Y reconocer eso hizo que una parte de él quisiera morir. Había ido a buscarlo para decir que lo quería, arriesgándose a un rechazo.
Y él había rechazado por miedo.
Era un cobarde, pensó. Llevaba años siendo un cobarde.
Había tenido algo que mucha gente no tenía nunca, algo que muchas personas mataban por conseguir: una segunda oportunidad.
Otra oportunidad para hacer algo especial y maravilloso.
Miley era un soplo de aire fresco en una vida que había dejado de tener sentido mucho tiempo atrás. Antes de conocerla se levantaba cada mañana, iba a trabajar, fingía vivir, pero en realidad estaba muerto.
Ella había cambiado todo eso.
Su risa, su valentía, su confianza, su belleza, exterior e interior… Cuando pensaba en todo lo que había tenido que soportar sola durante aquellos meses se ponía enfermo. Era joven, tenía planes.
Podría salir con quien le diese la gana. Él la había dejado embarazada por error y, sin embargo, Miley había seguido adelante con sus planes de abrir un negocio a pesar de su difícil situación.
Había luchado fieramente, seguía haciéndolo por su hijo. Y él se sentía tan orgulloso de ella y tan avergonzado de sí mismo… No la merecía. En eso tenía razón.
Pero la deseaba, cuánto la deseaba.
Era ridículo pensar que iba a ahorrarse sufrimientos encerrándose en sí mismo, cerrando la puerta a una relación con ella.
Había estado tan preocupado de perderla que eso era lo que había
conseguido. Nick se levantó del sillón, agitado y más decidido que nunca en toda su vida.
La amaba, maldita fuera.
Se había mentido a sí mismo y le había mentido a ella. Le había dicho que no quería amarla y era cierto. No había querido amarla, pero la amaba y eso no iba a cambiar, de modo que tendría que suplicarle de rodillas que lo perdonase y le diera otra oportunidad.
Nick corrió al garaje y subió a su coche. Iba a buscarla y le daba igual la hora que fuese. Aquello no podía esperar, él no podía esperar.
Algunas cosas había que hacerlas inmediatamente.

Miley había tenido que ser muy valiente para ir a su casa a decir que lo quería, abriéndole su corazón. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo por ella? Sería lo más difícil y lo más fácil que había hecho en su vida. Y como la idea de vivir sin ella y sin su hijo era insoportable, suplicar de rodillas no le parecía tan horrible.
Miley entró en su apartamento con los ojos hinchados. Le dolía la garganta, el corazón. Se sentía… perdida, sin saber qué hacer tras despedirse de Nick.
Necesitaba dormir, pensó, tumbándose sobre el sofá. Al menos de ese modo podría escapar un rato de la realidad.
Colocó los almohadones sobre el brazo del sofá y apoyó la cabeza, suspirando.
El agotamiento la hizo recordar que entre la inauguración del local, el parto de Demi y su angustia por Nick no había dormido ocho horas seguidas en muchos días… pero cuando miró el reloj comprobó que tenía que levantarse en un par de horas.
Exasperada, sacó el móvil del bolso para programar el despertador y cerró los ojos, tapándose con una manta.
El olor a humo la despertó bruscamente de un profundo sueño.
Pippa abrió los ojos, desconcertada por la oscuridad, y parpadeó varias veces mientras se incorporaba en el sofá para mirar alrededor.
Y lo que vio la dejó horrorizada.
Había fuego en su apartamento y el humo era tan denso que no sabía dónde estaba la puerta.
Intentó respirar, pero el denso humo le entró en los pulmones haciéndola toser… Asustada, se dio cuenta de que estaba en peligro mortal y saltó del sofá, intentando ver entre las llamas y el humo para llegar a la puerta.
Entonces recordó que en un incendio lo más seguro era tirarse al suelo y se tumbó como pudo, tapándose la nariz con la blusa.
El teléfono… ¿dónde estaba el móvil? Estaba desorientada y si no hacía algo rápido iba a morir. Pero tenía que salvar a su hijo. Tenía que salvarse a sí misma.
Sujetando la blusa sobre su cara, empezó a arrastrarse en dirección a la puerta, sin darse cuenta de que había cristales en el suelo. Las llamas llegaban al techo y cada vez resultaba más difícil respirar, pero pensar en su hijo le dio fuerzas y consiguió llegar a la entrada… un metro más y podría salir a la calle.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe y sintió que alguien la agarraba por la blusa para sacarla de aquel infierno.
–¿Hay alguien más en el apartamento? –le gritó el bombero cuando llegaron a la calle.
–No, no –respondió Miley, casi sin voz.
Había ambulancias y coches de policía por todas partes… 
–El niño –murmuró–. Estoy embarazada.
–Tranquila, no va a pasar nada.
Un sanitario le puso una mascarilla de oxígeno y la ayudó a tumbarse en una camilla mientras le gritaba que debía permanecer despierta.
–Estoy bien… 
Miley parpadeó un par de veces más y luego todo se volvió
negro a su alrededor.



capis dedicados a mis amigas Mayi y Mari♥
las amoo!!!
y a todas ustedes chicas gracias por comentar ;)

I Don't Want To Love You cap.22






Convencer a un taxista para que la llevase a Greenwich a esa hora no fue tarea fácil y, además, iba a costarle una fortuna. El viaje le pareció interminable y cuando llegaron a la puerta de la finca era más de medianoche. Tal vez Nick ni siquiera estaría en casa, pero sospechaba que sí. Se había escondido en Greenwich con más frecuencia últimamente.
El taxista pulsó el botón del intercomunicador, pero no fue Nick quien respondió. Estaba casi segura de que era John. Un momento después, el taxi la llevó hasta la puerta de la casa y Miley pagó el viaje, pero no le dijo que esperase.
John estaba en la entrada, con cara de preocupación.
–Buenas noches, señorita Laingley.
–¿Nick está en casa? –Sí, pero se fue a la cama hace una hora –respondió el chófer.
–Tengo que verlo. Dile que lo espero en su estudio.
No le dio oportunidad de protestar. Sencillamente, entró en la casa y se dirigió al estudio sin molestarse en encender la luz; tal vez porque había algo consolador en la oscuridad.
De pie frente la ventana, admiró el cielo cubierto de estrellas. Un millón de deseos, pensó tontamente. Pero ella solo necesitaba uno.
La puerta se abrió poco después y Miley cerró los ojos un momento antes de volverse.
–¿Qué ocurre? –exclamó Nick, encendiendo una lamparita–. ¿Qué haces aquí a estas horas? –¿Hemos terminado? –le preguntó.
Él parpadeó sorprendido.
–No te entiendo.
–Deja que te lo explique entonces: te quiero, Nick.
Él se puso pálido y esa reacción lo decía todo. Pero un demonio interior la animaba a persistir. Había ido hasta allí y llegaría hasta el final.
–Necesito saber dónde estoy. Un día pareces sentir algo por mí y luego te apartas, portándote como si fueras un extraño.
–He sido sincero contigo desde el principio.
–Sí, es cierto. Pero tus actos contradicen tus palabras. Y necesito saber si hay una oportunidad para nosotros.
Nick iba a darse la vuelta y eso la puso furiosa.
–No me des la espalda. Al menos, dímelo a la cara. Dime por qué no puedes quererme. Entiendo que has querido a otras personas en tu vida, pero es hora de seguir adelante, Nick. Tienes un hijo que te necesita.
Él se volvió, mirándola con expresión furiosa.
–¿Que siga adelante? ¿Crees que solo por soltar ese cliché yo debo decir: ah, muy bien, tienes razón, y luego podremos vivir felices para siempre? 
–Lo que creo es que es ridículo pensar que no puedes amar a nadie más.
Nick cerró los ojos un momento.
–No es que no pueda volver a amar. No soy de los que creen que solo tienes una oportunidad en la vida, que solo hay una persona a la que puedes querer con todo tu corazón.
–¿Entonces por qué? –exclamó Miley–. ¿Por qué no puedes quererme a mí y a nuestro hijo? Él golpeó el escritorio con la mano, mirándola con expresión torturada.
–No es que no pueda quererte, es que no quiero hacerlo. ¿Lo entiendes? No quiero amarte.
Miley dio un paso atrás, tan sorprendida que no podía responder.
–Si no te quiero no sufriré si te ocurre algo –siguió Nick–. Si no te quiero, no me romperás el corazón. No quiero volver a pasar por lo que pasé cuando vi a mi mujer y a mi hijo muriendo ante mis propios ojos. Tú no puede entender eso y espero que nunca tengas que entenderlo.
Miley se abrazó a sí misma, como si eso la consolara de tan frío rechazo.
–¿Nos dejas fuera de tu vida porque te da miedo volver a sufrir? ¿Qué clase de monstruo eres? 
–No soy ningún monstruo. Pero no quiero sentir, no quiero volver a sentir nada.
–¡Eres un canalla! –exclamó Miley entonces–. ¿Qué demonios has estado haciendo estos últimos meses? ¿Si estabas tan decidido a no sentir nada por qué has seguido acostándote conmigo? 
Nick bajó la mirada, pero no respondió.
–¿Debo sentir pena por ti? ¿Debo compadecerme de tu dolor? Pues lo siento, pero no puedo hacerlo. La vida no es perfecta para nadie, pero la gente no se vuelve de hielo por eso. Se levantan, reúnen fuerzas, intentan seguir viviendo…
–Ya está bien –la interrumpió Nick, con los dientes apretados.
–No voy a callarme. De hecho, acabo de empezar –siguió ella– y tú vas a escucharme quieras o no. Me debes eso al menos –Miley respiró profundamente, intentando armarse de valor–. Un día lo lamentarás, Nick.  Lamentarás habernos dado la espalda a mí y a nuestro hijo.
Algún día querrás volver a casarte y pensarás que tienes un hijo en algún sitio que nunca tuvo un padre porque fuiste un cobarde.
–No creo que a mi futura esposa le importase que tuviera un hijo con otra mujer –replicó él, desdeñoso.
Miley dio un paso atrás como si la hubiera abofeteado.
–Lo siento, no quería decir eso… 
Ella lo interrumpió con un gesto. Apenas podía mantener la compostura y solo el orgullo evitaba que se pusiera a llorar.
Aquella conversación no tenía sentido, no resolvía nada, al contrario.
–Hemos terminado –le dijo–. No quiero nada de ti, Nick. No quiero tu dinero, no quiero tu apoyo. Y, definitivamente, no quiero volver a verte. No te quiero cerca de mi hijo. Mío, no tuyo. Tú no nos quieres y, francamente, tampoco yo te quiero a ti.
–Miley… 
–No quiero escuchar una palabra más. Pero te digo una cosa: un día
te darás cuenta del error que has cometido y ese día yo no estaré ahí –Miley se llevó las manos al abdomen–. No estaremos ahí. Yo merezco algo más, merezco un hombre que me lo dé todo y no alguien que tira un puñado de dinero para acallar su conciencia. Mi hijo merece algo más, merece un padre que lo quiera de manera incondicional, no un hombre incapaz de amar a nadie más que a sí mismo.
Después de decir eso se dio la vuelta, pero se detuvo en la puerta para mirarlo por última vez.
–Nunca te he pedido nada y es verdad que dejaste claro desde el principio que no querías saber nada de compromisos, de modo que he sido yo quien ha cometido un error. Pero no voy a castigarme toda la vida por haber cometido un error y no voy a dejar que mi hijo sufra por mi culpa. Te diría que espero que seas feliz, pero tengo la seguridad de que no podrás serlo porque lo que te gusta es sentirte desgraciado.
Miley cerró de un portazo y solo cuando llegó a la entrada recordó que no le había pedido al taxista que esperase. De modo que estaba en Greenwich y Demi estaba en el hospital… 
–¿Puedo llevarla a su casa, señorita Cyrus? – le preguntó John.
Miley, con los ojos llenos de lágrimas, dejó que el chófer la ayudase a subir al coche.




Summer Hot Cap.13




Si alguien se hubiera asomado a la ventana habría visto a una mujer desnuda y excitada tumbada sobre una mesa de madera, con la espalda arqueada, los brazos por encima de la cabeza, los pechos hinchados, los pezones erectos y las piernas separadas y alzadas por cuerdas de cuero negro que surgían del techo y se enredaban en sus pantorrillas.
Habría visto a un hombre desnudo, de piel morena y pelo oscuro, sentado frente a ella, con la cabeza entre sus muslos acariciándola arrobado la ingle con las mejillas y bebiendo de ella como si llevara años perdido en mitad de un solitario desierto y se hubiera encontrado de repente con un pozo de ambrosía.
Pero no había nadie mirando por la ventana que pudiera verlo ni describirlo.
Jugó con el clítoris entre sus labios hasta que lo sintió tensarse en su boca, luego deslizó la lengua por la vulva, arriba y abajo, hasta que el aroma a jabón se transformó en la fragancia dulce y salada de la mujer. Se recreó en su sabor hasta que sus pómulos quedaron impregnados en su esencia. Sin separar los labios de ella, introdujo un dedo en
su interior cálido y resbaladizo. Succionó con cuidado el clítoris a la vez que movía el dedo dentro y fuera, hasta que la oyó gemir; hasta que los músculos vaginales se tensaron.
Su pene saltó y lloró una lágrima de semen. Sus testículos se quejaron, provocándole dolor. Sin darse cuenta de lo que hacía, llevó la mano libre hasta ellos y los masajeó hasta que se calmaron. Luego, sin dejar de lamer la exquisita vulva, se rodeó el pene y comenzó a masturbarse.
Su dedo entraba y salía de Miley y absorbía cada gota de esencia con la lengua mientras se masturbaba cada vez más rápido, cada vez más fuerte. Ella jadeó con fuerza y él sintió sus testículos pulsar enviando el semen hasta la abertura de su glande. Su boca exhaló un grito sordo que brotó de sus pulmones a la vez que el pastoso líquido cayó sobre la mano con que aprisionaba su pene duro y enrojecido. Con cada gota de esperma que abandonaba su cuerpo sentía mermar sus fuerzas. Los músculos se relajaron tanto, que su cabeza acabó vencida sobre el pubis de Miley con la respiración agitada, luchando por normalizarse; sus manos inertes, apoyadas sobre sus muslos.
Miley sintió el peso del hombre sobre su vientre. Sintió más que oyó su grito de liberación y sonrió. Echaba de menos sus manos y sus labios sobre ella pero, ante todo, se sentía poderosa al comprobar que él era débil ante el placer, que ella, con su cuerpo desnudo e inmóvil, le había vencido. Que ella tenía un poco de poder sobre él.
Un segundo después, casi recuperado, el hombre chasqueó la lengua enfadado consigo mismo. No había pretendido llegar tan lejos, no aún, pero en el momento en que el sabor sublime de Miley, tan delicioso y especial, se le había adherido al paladar, se había olvidado hasta de su propio nombre.
Miley era única. Y sería suya en cuerpo y alma. Quince años atrás había negado lo que sentía por ella debido a una estúpida cuestión de honor. Cinco años antes la había dejado escapar para que curase sus heridas. Cinco malditos años esperando a que regresara. Esta vez no permitiría que se le escabullera, costara lo que costara.
Miró a la mujer que tenía ante él y se sintió tentado de darse contra la pared. Miley respiraba agitadamente, todo su cuerpo temblaba y sudaba. Le estaba esperando y él estaba perdiendo el tiempo como un tonto. Se humedeció los labios y los posó con delicadeza sobre el vientre de Miley. Apoyó la mejilla sobre su ombligo y la sintió temblar. Por él.
Inspiró profundamente y esbozó en la mente su siguiente paso. Quería intentar algo.
Jugueteó un poco con su ombligo y luego se deslizó entre los muslos, ignorando su vulva acogedora, y recorrió con caricias lánguidas de su lengua el lugar donde el trasero termina. Miley contrajo los glúteos, él le mordió con suavidad las nalgas, frotó sus mejillas contra ellas dejándolas sonrosadas por el roce de su incipiente barba, se deleitó en su suavidad hasta que ella se relajó de nuevo. Entonces apoyó la palma de sus manos en cada nalga e introdujo los dedos en la unión de éstas. Ella volvió a tensarse. Él las masajeó, presionando y soltando, abriéndolas y juntándolas, siempre sin dejar de mordisquearlas y acariciarlas con las mejillas. Miley gimió. Él separó los glúteos y comenzó a trazar círculos con la lengua alrededor del pequeño orificio; sin llegar a tocarlo, sólo tentándolo.
Ella jadeó, impresionada. No podía creer que eso le estuviera gustando. No era posible, pero deseaba que él se dejara de juegos y fuera directo al grano.
Como si le hubiera leído el pensamiento, su lengua se sumergió allí donde más se la deseaba. Presionó contra el ano una y otra vez hasta que la oyó jadear. Entones, y sólo
entonces, comenzó el recorrido inverso, subiendo por el perineo hasta llegar a la vagina para hundirse en ella. María soltó el borde de la mesa y llevó las manos a la cabeza del hombre para obligarle a ir hasta su clítoris, ya no podía esperar más.
—Aún no, preciosa, aún no —susurró él, cogiéndola por las muñecas y volviendo a colocarle las manos al borde de la mesa. Miley gruñó un poco antes de obedecer. El muy cabrón la estaba volviendo loca.
Cuando introdujo de nuevo la lengua en su vagina, lo hizo a la vez que presionaba con la yema del índice su ano humedecido por la saliva. Miley ya sabía lo que tenía que hacer: empujar.
El dedo entró apenas un centímetro en su recto. La lengua se introdujo del todo en su vagina, presionando el punto G... o el J... o K, el que fuera, porque no era sólo uno. Era todo su interior el que colapsaba con sus húmedas caricias. Separó las manos del borde de la mesa unos centímetros antes de ser capaz de volver a aferrarse a ésta de nuevo. Si seguían así acabaría por dejar la marca de los dedos en la madera.
La lengua tentaba su interior, entrando y saliendo de ella al mismo ritmo que el dedo presionaba y se relajaba en su ano. El estómago de Miley era como un flan de gelatina, temblaba sin poder evitarlo; sus pechos subían y bajaban incapaces de serenarse. Sus finas manos se alejaron del borde de la mesa y asieron al hombre del cabello, con fuerza. Le importaba una mierda todo, le iba a llevar hasta el clítoris aunque tuviera que arrancarle todos los pelos de la cabeza.
El hombre sonrió para sí y se dejó guiar. Penetró con el anular el lugar donde antes estaba su lengua mientras las manos de Miley lo aplastaban contra el clítoris erguido y tenso. Y él, obediente, lamió y succionó atento a los temblores de sus manos, al aroma cada vez más especiado que emanaba de su piel, a los labios cada vez más hinchados; buscando las pistas para absorber más o menos fuerte, para penetrar con un dedo, o dos, en su vagina.
El que tentaba el ano se introdujo hasta la primera falange, salió y volvió a introducirse. Dentro, fuera; cada vez un poco más hasta llegar a la segunda falange.
Y seguía lamiendo, arañando tímidamente con los dientes, succionando... Los dedos en la vagina entrando y saliendo cada vez más rápido, cada vez más profundo. El que ocupaba su ano se movía a los lados; cada vez más lejos. Y Miley no pudo más.
Apretó con fuerza los puños sin importarle los mechones de cabello enredados en ellos y gritó mientras él seguía extrayendo placer de su cuerpo.
Cuando sus manos se relajaron y cayeron sobre la mesa, él levanto la cabeza del paraíso entre sus piernas y se alzó sobre ella para inclinarse sobre su rostro. La besó en los labios delicadamente, como si fuera lo más preciado del mundo.
Y en realidad lo era.
Se colocó a un lado y, sin dejar de mirarla, desató con cuidado los nudos de la cuerda atada a su pierna izquierda. Cuando los soltó, pasó su fuerte brazo por debajo de su rodilla y la sostuvo. Con la mano libre desató la cuerda que quedaba y, al terminar, la levantó en volandas, como a una novia, y la llevó hasta la cama. La colocó con cuidado en el centro, se tumbó a su lado y la besó. Fue un beso casi infantil. Posó sus labios sobre los de ella y los acarició lentamente antes de separarse.
Miley subió la mano hasta el pecho masculino y recorrió con suavidad su piel. No era una caricia erótica, solamente era una manera de estar conectada a él. Él la abrazó
cariñosamente y volvió a besarla, quizá con un poco más de pasión, pero sobre todo con mucha, mucha ternura.
El sol se ocultó lentamente en el cielo y la luna se asomó a ver cómo le iba al planeta Tierra. El tiempo transcurrió perezoso en una cabaña perdida en medio de un claro rodeado de robles, pinos y encinas mientras un hombre y una mujer se alimentaban el uno del aliento del otro y se exploraran con las manos, impregnando sus sentidos con la tersura de la piel del amado.
Ninguno de los dos supo cuánto tiempo pasaron besándose, acariciándose, (amándose).
A ninguno de los dos le extrañó este cambio en su encuentro, que de ser abiertamente sexual, había pasado a convertirse en algo íntimo y personal. Quizá estaban aún bajo el influjo de la ensoñación que se produce tras el orgasmo o simplemente fuera que, tras años de espera, tristeza y anhelo, el destino había decidido dar una oportunidad a dos personas para que encontrasen a su alma gemela. Fuera como fuera, ellos estaban felices ignorando todo lo que no fuese la presencia del otro.
Él no podía dejar de observarla, de recorrer su rostro una y otra vez, de deslumbrarse con cada uno de sus rasgos, de sentir bajo sus dedos el dulce tacto de su piel de seda. Se negaba a dejar de tocarla, a separarse de ella, temiendo que ella recuperara la razón y huyera como alma que lleva el diablo. Aunque si eso sucediera, sabía exactamente dónde buscarla.
Y haría lo que fuera por atraerla de nuevo a su lado.
Miley se sentía como en una nube, como si por una vez en su vida estuviera siendo realmente ella misma. Su verdadero yo se encontraba por fin en casa, entre los brazos de ese hombre; henchida por su calor, seguridad y afecto. Sus besos le transmitían un cariño tan intenso, que convertía la pasión anterior en un simple preludio para algo mucho más profundo. Sus manos decoraban su cuerpo trazando círculos y espirales eternos, envolviendo sus sentidos en oleadas de entendimiento y reconocimiento mutuo.
Los dedos de Miley ascendieron por logran hombre, rodearon su clavícula y se internaron en el suave pelo que se le rizaba en la nuca. Él suspiró al sentir su tacto, presionándolo para que se acercase más. Los labios de ambos se abrieron a la vez y los besos pasaron de ser tiernos a ser apasionados. Sus lenguas se juntaron, se reconocieron y se amaron.
Él gimió al sentir su cálido contacto y casi perdió el control.
Casi.
Con los últimos retazos de voluntad, buscó bajo la almohada hasta encontrar uno de los condones que había dejado allí, rasgó el envoltorio y se lo colocó sobre el pene erecto.
Miley escuchó el sonido de un paquete al rasgarse e instintivamente supo lo que era. Su cuerpo sensible por las caricias recibidas gritó de alegría, su vagina se estremeció anticipando el placer mientras en sus labios, se extendía una sonrisa sincera y excitada. Sus piernas se abrieron; esperándolo, anhelándolo.
La penetró lentamente. Con cuidado. Como si fuera lo más preciado del mundo y tuviera miedo de romperla.
Y así era.
Miley gimió al sentirlo dentro. Parecía creado específicamente para ella. Su miembro se acoplaba perfectamente en su interior llenándola intensamente; colmándola con su sola presencia.
Él creyó morir al entrar en ella. Se sentía inmerso en una nube de éxtasis. No podía existir nada más sublime ni más perfecto. Deseaba detener el tiempo, hacer que ese instante fuera eterno.
Miley se movió, le rodeó las caderas con sus largas y suaves piernas y él se perdió en ella. Sus cuerpos se movieron acompasados en un ritmo tan antiguo como la propia tierra. Sus corazones latieron al unísono. Su sangre hirvió en las venas a la misma temperatura cuando sus sentidos estallaron.
Horas, minutos o segundos después, se separaron. Empapados el uno en el otro. Estremecidos. Perdidos.

Summer Hot Cap.12



Cuando él soltó por fin los dedos, comprobó que, aunque le había atado las piernas, podía moverlas. Las cuerdas estaban flojas, le sostenían las rodillas a la altura de la mesa dejando que sus pies cayeran libres hacia el suelo, permitiéndole cierta movilidad.
Miley frunció el ceño bajo el antifaz. No es que fuera una experta en el tema, pero las pocas referencias que tenia sobre esa clase de juego eran que las ligaduras tenían que ser firmes, impedir cualquier movimiento. Abrió los labios para decírselo al hombre, pero se los mordió antes de que las palabras salieran de su boca, enfadada consigo misma por pensar siquiera en exigirle que tensara más las cuerdas. Luego abrió los ojos bajó el antifaz, asustada al comprender que se sentía decepcionada por la... ineficacia del hombre.
—Joder —jadeó. No se reconocía a sí misma.
—¿No quieres continuar? —susurró el hombre, con voz pesarosa.
Se inclinó sobre ella y acarició con delicadeza sus pómulos y sus labios.
—No pasa nada —continuó él, al interpretar en su silencio que a ella no le gustaba el juego— Ahora mismo te desato —afirmó.
—¡No! —gritó Miley—. No lo hagas. No me desates —suplicó. Aunque las cuerdas no estuvieran tan firmes como ella pensaba que debían de estar, eso no significaba que quisiera terminar el juego.
—Bien —aprobó él complacido, dándole una palmadita en el pubis.
Miley esperó que se cerniera sobre ella en ese instante y la penetrara, pero en cambio sintió sus pasos alejarse hacia la pared.
El silenció reinó durante diez segundos. Luego un sonido, el suspiro de una manivela moviéndose, el silbido de una polea girando sobre sí misma y, por último, un tirón en la cuerda que sostenía su pierna izquierda.
Miley jadeó.
La cuerda siguió tirando de su pierna hasta que la alzó por encima de la mesa. Luego el silencio otra vez.
Miley probó a mover esa pierna, aún podía, pero apenas unos centímetros.
De nuevo el roce de la polea al ponerse en movimiento.
Esta vez fue la pierna derecha la que se alzó hasta la altura de la izquierda... y más.
Poco a poco, las cuerdas fueron tensándose y sus piernas separándose y alzándose hasta que su trasero casi no tocaba la madera de la mesa. Sintió que si la tensaba un poco más, se rompería por la mitad.
Él también lo supo, ya que amarró con firmeza el cuero a los ganchos de la pared que había colocado apenas dos noches antes.
Se acercó hasta Miley y la miró atento, buscando indicios de que ella se sintiera incómoda. Sin poder evitarlo le deslizó los ásperos dedos por las piernas, acariciando las pantorrillas alzadas, comprobando que las cuerdas trenzadas en ellas no le apretaran en exceso. Había pasado toda una noche ideando la manera de crear una red con la que poder atar su delicada piel sin dañarla y ahora comprobaba que sus desvelos habían dado
un resultado excelente. La piel se veía tersa pero sin rojeces. Asintió para sí y la miró de nuevo.
Respiraba agitadamente, sus pechos subían y bajaban arrítmicamente. Tenía los nudillos blancos de la fuerza con la que se aferraba al borde de la mesa. Sus piernas, abiertas y alzadas, mostraban con claridad la vagina brillante por la humedad de la excitación, contrayéndose, buscando alivio con cada respiración; las nalgas apretándose sobre el fruncido ano.
Miley gimió cuando los dedos del hombre se alejaron de sus pantorrillas para recorrer lentamente el interior de sus muslos. Gruñó cuando ignoraron su sexo y bajaron por el perineo hacia el trasero expuesto. Jadeó cuando la yema de un dedo presionó contra su ano.
—Empuja —ordenó él.
Miley obedeció. El dedo entró ligeramente en el fruncido orificio y ella no pudo evitar contraer las nalgas intentando sentirlo más profundamente. Casi gritó cuando notó que la mano que él tenía libre se deslizaba sobre los labios vaginales, arriba y abajo. Alzó las caderas intentando acompañar su movimiento, pero él quitó inmediatamente la mano de ahí para posarla sobre su vientre, impidiendo que se moviera.
—Quieta—susurró.
Cuando ella consiguió dejar de moverse, los dedos volvieron a bajar, recorriendo de nuevo la vulva. Estuvo tentada de moverse contra ellos, pero sabía que si lo hacía él volvería a detenerse. Se mantuvo inmóvil, jadeando, incapaz de llenar de aire sus pulmones. Y cuando él posó por fin el pulgar sobre su clítoris, no pudo evitar gritar. La estaba matando de placer.
Comenzó a trazar círculos sobre él, al principio apenas un roce que poco a poco fue tomando fuerza, presionando sin descanso donde todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se juntaban, pero no era suficiente. Necesitaba sentirse llena y él no se lo permitía. Jugaba con el dedo en su ano sin llegar a penetrarla más que con la yema. El pulgar se movía sin pausa sobre el clítoris, quemándola por dentro, pero sin dejarla llegar hasta el final.
—Respira profundamente —ordenó él. Miley fue incapaz de obedecer, jadeaba en busca del aire que sus labios no encontraban—. ¡Hazlo! —exigió él.
Miley abrió la boca en un grito mudo, aspirando todo el aire que había a su alrededor. En ese mismo instante, el índice y corazón del hombre se hundieron con fuerza en su vagina, mientras el pulgar presionaba sobre su clítoris y el dedo que jugaba con su ano la penetraba hasta la primera falange.
Miley convulsionó en un orgasmo arrollador, que la hizo arquearse de tal manera que sólo su cabeza reposó sobre la mesa. Las piernas atadas se tensaron alejando su trasero de la madera que le servía de apoyo, mientras el hombre no cesaba de bombear con sus dedos dentro de ella, obligándola a sentir hasta el último espasmo, a quemar hasta la última gota de sangre en sus venas.
Cuando los estremecimientos cesaron, Miley relajó sus músculos, la cabeza cayó hacia atrás, las manos soltaron su agarre y sus pulmones volvieron a llenarse de aire.
Poco a poco volvió a ser consciente de lo que la rodeaba.
El hombre se movía por la habitación, sus pisadas alejándose de ella, deteniéndose y acercándose de nuevo.
Escuchó el sonido de algo metálico al posarse en el suelo, seguido del arrastre de una silla que paró al ser depositada justo frente a ella, entre sus piernas abiertas.
A continuación, el silencio.
Giró la cabeza de un lado a otro buscando cualquier ruido que revelase la presencia de su amante y de repente sintió sus manos envolviendo las suyas, llevándolas de nuevo al borde de la mesa, doblándola los dedos hasta que se aferraron a la madera.
Depositó un suave beso en sus labios y habló, haciendo que sus respiraciones se mezclaran.
—¿No pensarás que he acabado contigo, verdad? —susurró burlón.

Miley intentó asombrarse ante la declaración del hombre, pero lo cierto es que no tuvo fuerzas para ello. Su cuerpo estaba laxo, ni siquiera era capaz de ruborizarse por la postura en que se encontraba; despatarrada ante él, desnuda, totalmente expuesta a la mirada del hombre que la había llevado a un orgasmo sobrecogedor sin tocarla más que con las manos y unas simples cuerdas. Un hombre que ni siquiera se había molestado en quitarse los vaqueros que cubrían su pene.
Contuvo el aliento cuando escuchó el crujido de la silla indicando que él acaba de sentarse. Frente a ella, entre sus piernas. Su aliento caliente derramándose sobre su vulva la hizo tensarse por el repentino escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
¡Dios! Realmente debería de estar avergonzada, y no por la postura, sino porque en contra de lo que había supuesto, su cuerpo estaba empezando a responder. Otra vez.
Las manos del hombre se colaron bajo sus nalgas haciéndola suspirar. Le alzaron el trasero y colocaron bajo éste un tejido... ¿esponjoso?
—¿Qué...? —comenzó a decir, pero él la hizo callar con un chasquido de su lengua.
Miley se mordió los labios para no seguir preguntando, pero la lasitud que antes dominaba su cuerpo había desaparecido como por arte de magia. El muy intrigante le había colocado una toalla —o eso parecía— bajo el culo. ¿Para qué narices ponía una toalla ahí? ¿Qué coño tenía pensado hacer? El hombre sonrió satisfecho al ver la cara sorprendida de la mujer, metió la mano dentro del cubo metálico que había colocado en el sitio y sacó una esponja empapada en el agua casi helada que había extraído con la bomba del pozo.
Miley jadeó al sentir un chorro de agua cayendo sobre su pubis. El contraste entre la piel caliente y el agua gélida hizo contener la respiración. ¿Pero qué se suponía que estaba haciendo ese tío?
Su irritación subió un par de puntos más cuando él comenzó a frotar contra su pelvis algo duro y resbaladizo. Algo que hacía espuma. ¿Algo que servía para asearse?
Noooo. Seguro que no. Él no podía estar lavándole el....
A ver, sí, estaba algo pringosa y tal, pero... Si él quería que se aseara, bastaba con decírselo o, mejor aún, con desatarla y ella inmediatamente se hubiera dado una buena ducha, era lo que hacía siempre tras un polvo. Aunque, aps, no había ducha en la cabaña. Bueno, pues se hubiera lavado con un cubo de agua... fuera, en privado, ella sólita, como las niñas grandes. ¡Pero no así, leches! Una ducha compartida era genial, pero que le lavaran los bajos como hacían a las ex-virginales doncellas de la edad media tras su noche de bodas en las novelas románticas que leía, le parecía ridículo.
No, recapacitó. Imposible. Él no estaba haciendo eso. Seguro que era alguno de sus jueguecitos sexys. ¡Pero leches! Es que él seguía dale que te pego con la pastilla de jabón. Porque estaba cien por cien segura de que era eso, sobre todo ahora que le llegaba el aroma al mismo jabón que su suegro fabricaba en casa. Su suegro y medio pueblo. ¡Vivan productos naturales!
—Perdona... —carraspeó sintiendo el rubor asomar sus mejillas—. ¿Qué...? —Lo intentó de nuevo—. ¿Qué estás haciendo?
—Enjabonarte.
—Ah —contestó sin saber bien qué decir—. ¿En este preciso momento? ¿Justo dos segundos después de un orgasmo? —preguntó incorporándose sobre los codos. Se estaba empezando a mosquear.
—Si me desatas lo hago yo.
—No. Túmbate —ordenó.
—Ah... —dijo ignorando su orden e incorporándose un poco más—. Sólo por curiosidad, ¿estás insinuando que huelo mal o que no soy capaz de lavarme yo solita?
—Vuelve a tumbarte —susurró él a la vez que dejaba la pastilla de jabón en el cubo y empujaba con la mano en el pecho de Miley—. Y recuerda agarrar con los dedos el borde de la mesa —exigió en voz baja cuando ella tuvo de nuevo la espalda pegada a la mesa.
—¡Serás capullo! —exclamó total e irremediablemente cabreada—. ¡Pero qué coño te has creído! —gritó llevándose las manos a la cara para quitarse el antifaz.
Él se abalanzó sobre Miley sujetándola las muñecas, pegándose a ella, haciéndole cosquillas en los sensibles pezones con el suave vello que cubría su pecho, fundiendo su ingle con la pelvis enjabonada, presionándole la vulva contra su tremenda erección.
—¿Debo de atarte las manos a las patas de la mesa? —preguntó suavemente—. Tengo muchas cuerdas disponibles para ese menester —aseveró sonriendo, como si le agradara la idea. Lástima que Miley no pudiera ver esa sonrisa. Le hubiera reconocido de inmediato.
Miley abrió la boca para responder, pero de sus labios sólo emergió un gemido. Él se balanceaba sobre su cuerpo. Sentía la forma y el tamaño de su pene contra ella. La bragueta tirante del pantalón clavándose en su clítoris; arrasándolo. Quemándolo.
Él tenía los ojos cerrados, la frente empapada en sudor y los labios fruncidos luchando por no emitir ningún jadeo que pudiera descubrirle a la mujer la necesidad que tenía de entrar en ella. Este era su sueño. Su plan para hacerla suya en el más amplio sentido de la palabra. No pensaba dejarla tomar el control. Todavía no, porque en el momento en que ella se hiciese con el poder, se acabaría el juego; le tendría comiendo de sus suaves y deliciosas manos y, cuando eso sucediese, lo primero que Miley exigiría, sería saber su identidad. Lo segundo, su cabeza; a ser posible sobre una bandeja de plata y hervida en su propia sangre.
No. Tenía que demostrarle que lo que ella realmente quería no era un tío soso, aburrido y ambicioso; más pendiente del reloj, del trabajo y del dinero que de adorarla. Lo que ella necesitaba era un hombre que la hiciera sentir única y especial. Un hombre dispuesto a todo por conseguir que ella se manifestara como realmente era: una mujer ardiente, extrovertida, valiente, vibrante y segura de sí misma; no una tímida secretaria ni una mujer introvertida encerrada en su casa, y mucho menos una madre que se plegaba a todos los caprichos de su vástago por temor a que éste la quisiera menos que a su exmarido.
—¿Debo atarte o no? —preguntó, rezando porque ella no notase la agitación de su pecho ni las palpitaciones de su miembro.
—¿Debo? —reiteró exigente, alzándose sobre ella; alejándose, sujetándola por las muñecas.
Miley relajó los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás para moverla de un lado a otro negando. Él la soltó despacio y contuvo un suspiro cuando la vio agarrarse al borde de la mesa.
—Mira lo que has hecho —susurró—. Me has manchado los vaqueros de jabón. Voy a tener que quitármelos.
La respiración de Miley se agitó al pensar en él sin pantalones. Jadeó cuando oyó el sonido de la cremallera al bajar. ¿Qué tenía ese hombre que sólo con su voz daba alas a su excitada imaginación?
Cuando se libró del pantalón volvió a sentarse en la silla y sacó la esponja del cubo de agua.
Miley suspiró cuando el agua fría calmó su piel ardiente. Bufó irritada cuando él volvió a recorrer con el jabón su pelvis. Inspiró con fuerza cuando sintió sus dedos fuertes posarse sobre los rizos mojados de su pubis y comenzar a moverse en círculos lentamente, suavemente. Jadeó cuando sintió la palma de su mano entre sus piernas antes de presionar levemente el clítoris resbaladizo por el jabón. Gimió cuando los dedos le extendieron la espuma por el perineo y más allá. Abrió los ojos como platos cuando esos mismos dedos resbalaron entre sus nalgas y jugaron con su ano mientras la palma presionaba en la entrada de su vagina. Desde luego, le estaba haciendo una limpieza de bajos a fondo. ¡Muy a fondo!, pensó sobresaltada cuando la yema de un dedo penetró ligeramente en el orificio prohibido. Un segundo después, sus manos abandonaron su cuerpo dejándola frustrada y perdida.
—No te muevas —ordenó él. Miley, incapaz de hablar, asintió con la cabeza.
El brazo derecho del hombre se posó sobre su estómago, inmovilizándola, mientras su mano derecha estiraba la piel de su ingle. Un segundo después algo duro, frío y afilado se deslizó por los rizos de su pubis.
—¿Qué haces? —preguntó sobresaltada.
—Librarme de lo que me estorba —respondió él en voz baja.
—Pero... ya estoy depilada —acertó a decir. Se depilaba las ingles con fotodepilación.
—No del todo —afirmó él. Y tenía razón. Estaba depilada hasta la línea del biquini, nada más.
—Ya. Pero... no hace falta.
—Cuando mi lengua se hunda en tu coño no quiero que nada me distraiga.
Miley jadeó al imaginar su lengua ahí. Definitivamente tenía que hacer algo con su calenturienta imaginación. No era normal que, sólo de pensarlo, sus pezones se irguiesen y su vagina se humedeciera... más todavía.
El hombre usó la navaja con cuidado en cada centímetro de su pubis, tirando de la piel con sus dedos, tocando el clítoris con los nudillos como quien no quiere la cosa, abriendo sus labios vaginales delicadamente cada vez que estiraba la piel sobre ellos para rasurarla.
Miley se aferró con fuerza al borde de la mesa. Su respiración era un silbido entre dientes; su estómago subía y bajaba al ritmo de los latidos del corazón; los músculos de sus piernas, todavía atadas, se contraían sin que ella pudiera evitarlo.
¿Cómo podía ser un simple afeitado tan excitante? ¿Había algo mal en su cabeza o es que ese hombre era tan bueno en lo que hacía que ella no podía resistirse a él? Estaba a punto de sufrir su segundo orgasmo y apenas había pasado un cuarto de hora desde el anterior.
Justo cuando la cabeza empezó a darle vueltas, él terminó.
Volcó un buen chorro de agua para deshacerse del jabón y la acarició con la palma de la mano, complacido con su obra de arte. Miley tenía una piel suave y preciosa y su pubis depilado era lo más hermoso que había visto en su vida. Se inclinó y depositó un beso en el monte de Venus. Sonrió al oírla jadear. Perfecto.
Fue depositando suaves besos en cada milímetro de su ingle mientras con las manos acariciaba lentamente el interior liso y sedoso de sus muslos.



Summer Hot Cap.11




Él caminaba por delante de los caballos. Con las riendas en una mano los iba guiando a través de los árboles que había detrás de la cabaña hasta la valla del cercado.
Verlo fue casi una conmoción, las piernas le temblaron y se tuvo que agarrar con fuerza al tronco de la encina.
Vestido sólo con unos vaqueros cortados a la altura de los muslos y unas deportivas viejas, parecía salido de sus sueños más eróticos. Podía imaginar los músculos de su estómago ondear a cada paso, sentir sus muslos firmes y vigorosos al caminar entre la hojarasca del bosque, saborear el sudor que cubría su piel. Jadeó al fantasear con su cuerpo fibroso.
Entornó los ojos intentando descubrir quién era, pero fue imposible. Llevaba un sombrero que le cubría los rasgos. Miley sonrió para sí, si ésta fuera una escena de alguno de sus libros románticos, sería un Stetson digno del más aguerrido de los vaqueros del salvaje oeste. Pero no era una novela y el sombrero era el típico de paja y ala ancha con el que cualquier españolito se protegía del sol en la playa. Siendo sincera consigo misma, debía de reconocer que el sombrerito de marras le quitaba bastante sex appeal. O tal vez no... La imperfección le hacía parecer más sexy porque era más real.
Siguió observándole, intentando reconocer en sus movimientos algún gesto conocido, algún indicio de quién era.
Sus ademanes eran relajados, tranquilos. Acariciaba con la mano libre las quijadas de los corceles y estos le respondían empujándole la espalda con la testa. Al entrar en el cercado les quitó los bocados dejándolos libres y les dio un par de palmaditas en el lomo, después se dirigió hasta la puerta del establo. Allí se quitó las deportivas de un par de puntapiés y quedó parado frente a algo. Miley no lograba ver qué era. Estaba demasiado lejos.
Lo vio inclinarse y enganchar una ¿manguera? a un extraño aparato.
Sus dedos se tensaron ante el deseo de acariciarle la espalda, brillante por el sudor.
Estaba doblado por la cintura, de espaldas; sus brazos sujetaban algo, subiendo y bajando con fuerza y rapidez. Ella se mordió los labios y asomó más la cabeza intentando averiguar qué estaba haciendo.
La manguera recorría unos metros hasta una vieja bañera pegada a la valla, en el interior del cercado. Los caballos de acercaron y hollaron el suelo impacientes. De repente, de la goma comenzó a manar líquido.
Lo entendió de golpe. Lo estaba extrayendo de un pozo subterráneo con una bomba manual. ¿No tenía agua allí? No. Se respondió a sí misma. Estaban en mitad de un cerro, rodeados por el bosque y a más de media hora, caminando a paso rápido, del pueblo. No
tenía agua corriente ni luz, pensó recordando la cabaña. No había lámparas ni bombillas, ni nada parecido.
¡Vivía en una cabaña similar a las del Salvaje Oeste en pleno siglo XXI!
¡Alucina, vecina!
Cuando se quitó el estupor de encima y volvió a mirar, el agua ya no caía sobre la vieja bañera, pero él seguía dale que te pego a la bomba. De improviso paró, se quitó el sombrero, cogió un cubo metálico del suelo y, todavía dándole la espalda, alzó los brazos con el cubo entre las manos y se lo echó por encima de la cabeza.
¡Igualito que Hugh Jackman en Australia! Estuvo a punto de gritar Miley.
Observó cómo el agua resbalaba por su espalda lisa y morena, recorría el camino hasta la cinturilla de los vaqueros, le mojaba las nalgas... Se lo imaginó de cara a ella, el agua recorriéndole el pecho, el abdomen, las ingles... Y sin poder evitarlo, apretó los muslos con fuerza. ¡Dios! Estaba más caliente que un turista perdido en las dunas de Maspalomas.
Él volvió a bombear agua y Miley se preparó para otra sesión de calentura imaginaria, pero se equivocó.
El hombre hizo amago de girarse, pero recordó algo en el último segundo. El sombrero. ¡El estupido sombrero ! Se lo encajó en la cabeza, colocándolo de tal manera que lo protegiera del sol y le cubriera la cara. Cogió el cubo y se dirigió al semental para, ni corto ni perezoso, echárselo por el lomo. El caballo respondió con un testarazo de su frente contra el estómago del hombre y éste rió. Fue una risa potente, desinhibida, amigable, que acabó cuando agarró la crin con una mano y de un salto se subió sobre el lomo del animal, sentándose casi rumbado sobre él, con los pies desnudos anclados en los ijares y sus manos cálidas acariciándole la cruz con cariño.
La yegua se acercó a la pareja y bufó envidiosa, el hombre se bajó del semental y abrazó el cuello de la alazana, ésta lo arqueó satisfecha. Cuando hubo repartido mimos, volvió a llenar el cubo y se lo echó a la yegua por encima. Jugó con los caballos un buen rato, riendo a carcajadas y susurrándoles cosas en las orejas.
Miley sintió calor en el estómago. No era excitación, era anhelo. Quería alguien que la tratara con ese cariño, con esos mimos. Que jugara y bromeara con ella, que le susurrará al oído en cualquier momento del día, no sólo durante un polvo salvaje.
«¿Pero qué gilipolleces estás pensando?», se reprendió a sí misma. Ella no quería nada de eso, ya lo había tenido con su marido y sabía de sobra lo que venía después, aunque Kevin nunca fue tan cariñoso como el desconocido lo era con sus caballos. O al menos no lo fue con ella. Con las demás, francamente, ni idea.
¡Se acabó! Ella iba a lo que iba. Ni más ni menos. Y estaba perdiendo el tiempo a lo tonto.
Dio un paso saliendo de su escondite. Respiró hondo e hizo lo que se hacía siempre en las películas: toser con fuerza para darse a conocer.
El desconocido alzó la cabeza sobre el lomo del semental y la miró, o eso esperó Miley, ya que el jodido sombrero de los cojones seguía ocultándole el rostro.
Salió de entre los caballos, fue hasta la bomba, llenó por enésima vez el cubo de agua y se dirigió con él a la cabaña sin mirarla en ningún momento. Al llegar a la puerta, sacó del bolsillo trasero del pantalón lo que Miley imaginó que eran unas llaves y abrió. Entonces, y sólo entonces, se giró hacia ella envuelto en las sombras del porche; oculto, misterioso. Entró en la cabaña y dejó la puerta abierta.
Miley aceptó la invitación.
Al entrar se llevó la primera sorpresa de la tarde. Las cortinas estaban descorridas y la luz entraba a raudales por las ventanas, iluminando por completo el interior. Dio un paso hacia delante con la mirada fija al frente, temerosa de girar la cabeza y ver lo que no debía ver. Una cosa era imaginar y otra muy distinta saber sin ninguna duda quién era él.
Escuchó la puerta cerrarse a su espalda y sintió sus pies desnudos caminar sobre el suelo de madera hasta situarse tras ella.
Miley se quedó petrificada. Si se giraba, le vería. Ordenó a sus ojos cerrarse. No iba a darse la vuelta y romper el hechizo. No iba a joder la única fantasía hecha realidad que había tenido en su aburrida vida.
Era cierto que había pasado horas imaginando quién podría ser él, pero eso era parte del juego; al menos para ella. Observar sus gestos y escuchar sus susurros intentando averiguar quién era el hombre al que pertenecían, era excitante y divertido. La hacía sentir viva; más aún, la hacía sentir distinta, ser otra persona, alguien libre, sin reglas. Podía ser quien quisiera sin pensar en nada, en ninguna norma establecida u obligación social. Si él decidía mostrarse ante ella, poner cara al misterio, entonces se acabaría el juego. Más que eso, ella sería otra vez Miley, la mujer convencional, la madre de Frankie y la currita anónima. Se vería obligada a volver al mundo real.
Pero él no hacía nada. Estaba allí, plantado tras ella, esperando. ¿Esperando qué? ¿Que se diera la vuelta y se enfrentara a él? No lo haría. No era tan valiente. Si reconocía su rostro, no habría fuerza en el mundo capaz de impedirle salir corriendo, muerta de vergüenza, y regresar a su casa de Madrid para esconder la cabeza, o más bien el cuerpo entero, bajo su aburrida cama.
¡Joder! ¿Quién era ese tipo para ponerla en esa tesitura? ¿Qué se creía? ¿Que ella era cómo la mujer de Lot, que se daría la vuelta y se convertiría en estatua de sal?
¡Pues estaba muy equivocado! La sal era mala para el corazón, ni de coña se daría la vuelta.
Abrió los ojos dispuesta a permanecer inmóvil. A no mirar. Buscó frente a ella algo que desviara su atención del hombre que la asediaba incluso en sueños. Y lo encontró. Vaya si lo encontró. Dio un paso inseguro al frente. ¿Qué era eso?

Él parpadeó cuando ella se movió. Salió del letargo en que se había sumido en el instante en que Miley entró en su cabaña y su precioso cuerpo se vio rodeado por la luz dorada que rebotaba en las paredes de madera. Era una diosa. Tan hermosa... Y estaba en su cabaña, en su terreno. Era suya. Al menos por unas horas.
«¿Cuánto tiempo he estado mirándola absorto?», se preguntó cuando ella dio un paso hacia adelante. «¿Cómo puedo medir el tiempo ante su presencia?»
La había visto de lejos y había entrado en la cabaña esperando que ella lo siguiera, sin pensar ni por un momento que no estaba preparado para ella.
No iba vestida como siempre, con shorts, faldas largas o pantalones de lino. Tampoco iba tan desnuda como en Guisando, cuando ese biquini normal y corriente le hizo perder la poca razón que conservaba. Llevaba una cortísima minifalda vaquera que acababa apenas unos centímetros bajo sus hermosas nalgas en forma de corazón, dejando al descubierto sus piernas largas y doradas, ocultando lo que sus manos morían por tocar. La camiseta roja se pegaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel, no tenía mangas ni tirantes, sino que se anudaba a la nuca dejando al descubierto sus perfectos omóplatos y parte de su espalda.
Alzó la mano sin ser consciente de ella Necesitaba tocarla. Se había recogido el pelo en una coleta alta dejando al descubierto el cuello, un cuello perfecto para ser besado... y mordido.
Volvió a parpadear cuando ella comenzó a andar. Se dirigía con paso dudoso hacia el centro de la estancia.
«¡Gracias a Dios que no se ha dado la vuelta!», pensó aterrado. Se había perdido de tal manera al contemplarla, que no se había dado cuenta de que ella podía verle. Reconocerle. Acabar con el juego, con el sueño. Sacudió la cabeza y centró sus pensamientos, aún no podía dejarse llevar, no hasta que estuviera oculto a sus ojos.
Pronto, sonrió al ver lo que había llamado la atención de María.
—¿Qué coño es esto? —preguntó ella en voz baja, mirando el techo de la estancia.
—Un juego —susurró él a su espalda. Miley sintió su aliento sobre su piel desnuda quemándole las terminaciones nerviosas, colándose en su interior y recorriendo su cuerpo hasta quedar alojado en sus pezones, como si su boca estuviera acariciándolos. Dio un paso atrás hasta que su espalda quedó pegada al húmedo y musculoso torso del hombre. El vello de su pecho le hizo cosquillas cuando él la rodeó con sus fuertes brazos, hundió la cara en su nuca y comenzó a lamerla y mordisquearla. Centró su vista en lo que tenía frente a ella, decidida a resistir la tentación de volverse y devorarlo.
En el techo de la cabaña, donde antes no había nada, ahora estaban ancladas un par de poleas, separadas entre sí unos dos metros. De cada una de ellas colgaba una larga cuerda que reposaba sobre la mesa de madera, la misma mesa sobre la que la poseyó con la fusta la última vez.
¿Dónde se estaba metiendo? ¿Qué clase de juegos le gustaban a él? Y lo que era peor, ¿qué clase de juegos le gustaban a ella? Porque en esos momentos, sus braguitas estaban empapándose por la excitación que fluía de su vagina.
Alargó la mano hasta asir una de las sogas. El tacto le demostró que no eran las típicas cuerdas a las que ella estaba acostumbrada; es decir, las de tender la ropa, el bramante para atar el redondo, las de saltar a la comba de niña... Estas eran más suaves, muchísimo más, y eran negras. Acarició con dos dedos el cabo, descubriendo que estaba completamente equivocada. No eran cuerdas, sino cuero. Cuero grueso y suave, trenzado y trabajado hasta formar un cordel redondo, resistente y... exquisito.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó sin dejar de acariciarlo.
—Sí.
—¿Cuándo? —Tenía que ser un tipo con mucho tiempo libre, sólo hacía tres días que había estado allí por última vez y entonces no había nada de eso.
—No duermo bien últimamente —susurró a modo de respuesta.
¡Genial! Su amante misterioso era un manitas con el cuero, dormía poco, tenía un cuerpo de infarto y le iban los jueguecitos... ¡Qué combinación más apropiada! Y por si todo esto fuera insuficiente, además tenía unos atributos muy, pero que muy notables; determinó al sentir su erección contra la parte baja de su espalda.
Mmm. ¿Por qué estaba perdiendo el tiempo? ¿Por qué él no se poma manos a la obra? Con una sonrisa ladina en los labios, decidió intentar algo que esperaba le hiciera reaccionar. Recorrió con los dedos los cabos de cuero y fue subiendo hasta que tuvo los brazos alzados. Enredó las manos en ellos, como si estuviera atada, y sintió que sus pezones se tensaban reclamando atención. Esa postura la excitaba, reconoció para sí misma. Sólo había algo que la molestaba: la mesa. Estaba justo debajo de las poleas y chocaba contra sus muslos. Empujó con ellos para apartarla, pero él posó sus enormes manos en sus piernas y se lo impidió. Miley las abrió un poco y esperó a ver qué juego se traía él entre manos.
Él dio un paso atrás, alejándose de la piel de su diosa para recuperar la cordura. Antes de empezar nada debía asegurarse de que ella no lo descubrirla. De hecho, eso era lo primero que debería haber hecho en el mismo momento en que ella pisó la cabaña, a fin de protegerse de su curiosidad; pero había sido incapaz de pensar.
Buscó en el bolsillo trasero del pantalón lo que instantes antes había guardado allí. Sacó el antifaz de cuero que había hecho un par de noches atrás y lo colocó en su sitio: sobre los ojos de Miley. Lo ató con cuidado, cerciorándose de que no quedara ni demasiado apretado ni demasiado flojo. Entonces, y sólo entonces, se permitió dejar fluir la pasión.
Recorrió los brazos femeninos lentamente hasta llegar a las manos enredadas en el cuero. Las envolvió en las suyas. Las hizo soltar el amarre obligándolas a bajar hasta que quedaron apoyadas en su erección. Le tentaron, recorriéndolo por encima de los vaqueros. Él se dejó llevar por las sensaciones. Necesitaba esas candas mis que respirar. No se había permitido así mismo ningún alivio en tres días. Tres días en los que su pene había despertado cada vez que la veía, cada vez que la recordaba. Tres noches en las que sus testículos gritaban su deseo en cada sueño que tenía.
Frenó sus candas apenas un minuto después, si la dejaba continuar acabaría corriéndose antes de empezar, y quería cumplir un par de sueños antes de eso. Sobre todo necesitaba cumplir uno.
La agarró de las manos y la obligó a girarse. Quedaron frente a frente.
Ella estaba ciega gracias al antifaz, si hubiera podido verle, vería la cara de un hombre a punto de cumplir su más deseado anhelo. Vería las emociones recorrer unos rasgos duros y curados. Vería unos labios conocidos tornarse en una sonrisa ilusionada, cuando su imagen se quedó grabada en los ojos claros del hombre.
Levantó lentamente las manos hasta que enmarcó con ellas la cara de Miley y recorrió con los dedos sus rasgos, intentando borrar con lentas caricias las arrugas de preocupación que los años habían formado en su frente. El pulgar trazó la forma de sus pómulos hasta llegar a la comisura de los preciosos labios. Unos labios finos y sonrosados, en absoluto voluptuosos; el inferior quizá un poco más grueso que el superior, pero no mucho.
Al sentir la presión del pulgar sobre ellos, Miley los abrió, sin ser apenas consciente de ello, y succionó lentamente. El cuerpo del hombre se tensó. Conteniendo un gemido pegó su rostro a la mejilla lisa y suave de Miley y respiró profundamente, inhalando su aroma a cítricos; limpio y fresco. Su incipiente barba raspó la piel femenina en un roce tan tierno que ella, en respuesta, apresó con los dientes el dedo que mantenía en el interior de su boca, mordiéndolo con la intención inconsciente de llevar el juego un paso hacia adelante. Lo consiguió.
El mordisco despertó su lado más salvaje, le hizo desear más, y estaba a su alcance obtener lo que quería. Apartó el pulgar, giró su cara y arañó con cuidado el labio inferior de la mujer con los dientes, para a continuación succionarlo con fuerza.
Ella gimió y desplazó sus dedos hasta el pecho masculino, desnudo.
Él perdió el control.
Llevó con rapidez sus manos a la sensible nuca de Miley y tiró con fuerza del nudo de la camiseta hasta que se deshizo. Con dedos temblorosos deslizó la molesta prenda por el cuerpo de su amada hasta que ésta cayó al suelo, a sus pies. Se recreó un momento en los contornos suaves de la espalda femenina hasta dar con la cintura de la falda. Buscó la manera de quitársela, pero el botón se le resistió durante unos segundos, los justos para hacerle perder la paciencia. Tiró con fuerza hasta que lo arrancó y la falda se abrió mostrando el tono dorado de las caderas de Miley. Sin pararse a pensarlo recorrió la piel hasta dar con el tanga; no se molestó en averiguar su color o su forma, directamente metió los dedos bajó él y lo arrastró junto con la falda hasta el suelo.
Cuando tuvo su cuerpo tal y como lo deseaba, sin la interferencia de la ropa, la sujetó por las manos y la obligó a que las deslizara por su cuello. Miley se aferró a él como si le fuera la vida en ello.
Y así era. Sus piernas flaqueaban, su estómago temblaba, todos los músculos de su cuerpo se estaban derritiendo. Necesitaba anclarse a él para seguir de pie.
Cuando sintió que estaba fuertemente aferrada a él, volvió a besarla a la vez que bajaba sus rudas y callosas manos por los costados, trazando los surcos entre las costillas hasta llegar a la cintura. Entonces extendió los dedos en abanico hacía su espalda y siguió bajando para llegar a las redondeadas nalgas, amasándolas brevemente.
Miley respondió a sus caricias apretándose más contra su cuerpo, intentando fundirse con él sin dejar de besarle.
Él cortó el beso y la miró fijamente, sopesando si continuar con su plan o llevarla directamente a la cama. Apenas podía pensar en nada que no fuera penetrarla y dar alivio a su dolorido miembro.
Miley tiró de sus manos unidas, exigiéndole que volviera a acercar sus labios a los suyos, que volviera a besarla. Él obedeció, aferró su labio inferior con los dientes y succionó con fuerza.
Ella levantó la pierna izquierda envolviendo las fuertes caderas masculinas, intentando sentir en su ingle el pene enhiesto que tanto deseaba en su interior.
Él sonrió contra sus labios al percibir la urgencia del deseo. Deslizó los dedos en la unión de las nalgas femeninas, sujetó con las palmas su precioso trasero y la subió hasta que las ingles quedaron pegadas. Miley no desaprovechó la ocasión, le rodeó las caderas con la otra pierna y se balanceó contra su erección enfundada en los vaqueros. El áspero roce de la tela contra su clítoris la hizo gritar. Él arqueó la espalda apretándola contra su verga, moviéndose contra ella hasta que jadeó con fuerza, desesperada por llegar al orgasmo. Entonces, sin ápice de compasión, la alejó de él y la sentó sobre la mesa con el trasero justo en el borde.

Miley gruñó y tensó los músculos de sus brazos y piernas para pegarse de nuevo a él.
Él no se lo permitió, soltó sus nalgas y asió las manos de Miley que aún estaban aferradas con fuerza a su nuca, las obligó a soltarse y empujó hasta que la espalda de la mujer quedó pegada a la madera de la mesa. Ella intentó incorporarse, pero se lo impidió aplastándola con su cuerpo.
Tumbada boca arriba sobre la mesa, con el torso de él pegado a sus pechos y sus fuertes dedos sujetándole las manos por encima de la cabeza, Miley continuó aferrándose a sus caderas con las piernas, apretándose rítmicamente contra él, buscando el alivio que él no le proporcionaba.
Él cerró los ojos cuando Miley se pegó más contra su ingle. Incluso a través de los vaqueros sentía la humedad que recorría el sexo de su mujer. El aroma a excitación que emanaba del cuerpo de la joven se filtraba en sus fosas nasales, convirtiéndolo en poco más que un semental en celo con la mente en un solo objetivo: follarse a la mujer que permanecía bajo él con los pechos alzados, los pezones erguidos y la vagina dispuesta.
Jadeó con fuerza y sacudió la cabeza para ordenar sus ideas. Abrió los ojos y se deleitó con la erótica visión. Inspiró un par de veces intentando serenarse. Apretó la mandíbula hasta que le dolieron los dientes y se alejó del cuerpo anhelado.
Miley sintió un vacío frío cuando él se separó de ella, apoyó los brazos en la mesa e intentó alzarse en su busca, pero él se lo impidió posando una mano sobre sus pechos, acariciándolos sin tocar los pezones. Miley se rindió y se dejó caer de nuevo. El desconocido la asió las manos obligándola a estirar los brazos por encima de la cabeza hasta tocar el borde superior de la mesa. Le giró las palmas y dobló sus dedos con suavidad hasta que se aferraron al borde de madera. Luego la soltó.
Al sentirse libre, Miley alzó los brazos intentando agarrarle, él la sujetó las manos de nuevo y las volvió a colocar en la posición inicial. Ella entendió. Se aferró al borde de la mesa y esperó.
Al cabo de unos segundos y al ver que ella aceptaba el juego, sonrió.
Miley dio un respingo cuando el desconocido la agarró los tobillos, que aun permanecían anudados a sus caderas, y los colocó sobre sus fuertes hombros, abriéndola completamente, exponiéndola a su mirada. Su primer impulso fue cerrar los muslos, apretar las rodillas y así impedir su escrutinio. Sus piernas temblaron a punto de cerrarse, pero se aferró con fuerza al borde de la mesa determinada a seguir el juego, a ver hasta dónde era capaz de llegar. Excitada; convertida de nuevo en esa desconocida, esa mujer sexy y sumisa que había descubierto en su interior hacía apenas una semana.
Él clavó la mirada en la vulva hinchada y brillante humedad. Se lamió los labios al imaginarse cómo sería su sabor en su lengua, sentir su clítoris terso contra sus labios. Deseaba enterrar la cabeza entre sus piernas y olvidarse del mundo. Pero no lo iba a hacer.
Desató los nudos de las valencianas lentamente, acariciándole con ligereza las pantorrillas, despertando el placer en lugares que ella ni imaginaba. Besó con ternura la piel enrojecida por las cintas y recorrió con los labios sus pies, lamiendo el empeine para a continuación arañarlo suavemente con los dientes. Y mientras hacía eso, sus dedos subían por las pantorrillas, delineaban la corva de sus rodillas, transitaban indolentes por el interior de los suaves muslos femeninos hasta tocar los húmedos rizos que apenas podían ocultar su sexo excitado y dispuesto.
Miley contuvo la respiración al sentirlo jugar al borde de su vagina, arqueó la espalda y su pubis se alzó en busca de todo aquello que prometían los dedos de su amante imaginario. Pero éste tenía otra idea en la mente. Sonrió juguetón y le posó la mano sobre el vientre.
—No tengas tanta prisa —susurró con voz ronca.
—Jo... der —jadeó Miley entre dientes—. ¿A qué coño esperas?
—Ya lo descubrirás.
Miley estaba a punto de gruñir su frustración cuando sintió un tenue roce sobre sus pezones, casi como la caricia de una pluma, pero con más peso. El roce se repitió una y otra vez hasta que sus pezones estuvieron tan duros que dolían.
—¿Qué es eso? —preguntó gimiendo.
—Imagínatelo —respondió en voz baja, casi divertido.
Miley soltó una mano del borde de la mesa y la alzó para coger aquello que la atormentaba. Él chasqueó la lengua y la sujetó por la muñeca obligando a los dedos finos y largos a volver a aferrarse al borde de la mesa.
—Has sido mala —comentó—, pensaba darte pistas, pero no has esperado. —Lo que fuera que había rozado sus pezones danzaba ahora sobre su pubis—. Tenía pensado jugar en tu clítoris con esto. —Miley sintió un roce fugaz sobre su sexo, apenas un suspiro—. Pero, no mereces que lo haga —algo resbaló por su vulva. Algo largo y delgado, suave y firme a la vez—. ¿No imaginas lo que es?
—No... —gimió ella, moviéndose, intentando llevar ese roce hasta su clítoris anhelante.
—¿No? Piensa.
Sintió la mano del hombre sobre en su estómago, sujetando algo. Sintió los dedos de la mano libre de él deslizarse por su muslo y cerrarse en un puño. Luego el roce se hizo más fuerte, más preciso. Algo se clavó en su vulva, penetrando todo el largo entre los labios vaginales.
—Las cuerdas —jadeó Miley.
—¡Premio!
Presionó un instante la cuerda contra el clítoris, y después la fue subiendo lentamente por el muslo izquierdo. Dejó atrás la rodilla y la trenzó con delicadeza alrededor de la pantorrilla. El hombre comprobó que la atadura no se clavara en la piel y repitió la misma operación con la otra cuerda en la pierna que continuaba libre. Cuando hubo concluido, sostuvo con las manos las piernas de Miley y se alejó lentamente.
Miley permaneció inmóvil. No tenía ni idea de a qué pensaba jugar él, pero aquello le estaba gustando, y mucho.
Cada roce de sus manos, de su piel, de sus labios la pillaba desprevenida. El antifaz le impedía ver y cada caricia era inesperada y muy deseada. Cuando ató las cuerdas de cuero a sus pantorrillas, en vez de asustarse se sintió todavía más excitada. Ignorar lo que le esperaba daba alas a su imaginación; las fantasías se sucedían en su mente, divagando con la manera en que él le daría placer a continuación. La certeza de saber que tenía las manos presas sólo porque ella así lo decidía le daba la confianza necesaria para plegarse a las órdenes de su amante.