Estaba cubierto de serrín, pegajoso por el barniz… No se había afeitado. Pero daba igual. Solo una persona podía estar llamando a su puerta a esa hora de la noche. Al final ella había escuchado a su propio corazón…
Abrió la puerta bruscamente y se quedó perplejo.
–¡Mamá!
Parpadeó. Apretó los párpados y volvió a abrir los ojos. Denise Jonas estaba allí en carne y hueso. El pelo canoso se le rizaba con la lluvia. A su lado había una maleta.
–¿Mamá? –repitió, cada vez más preocupado–. ¿Qué demonios… Qué estás haciendo aquí?
Ella esbozó una sonrisa espléndida y decidida.
–Me voy a divorciar, cariño. He dejado a tu padre.
–¿Pero que dices? –exclamó Joe, haciéndose a un lado para dejarla
entrar–. No te puedes divorciar de papá.
Su madre se volvió hacia él y puso las manos sobre las caderas.
–No empieces con eso. Tú no. Eres la única persona que me queda.
Fue hacia la cocina, como si estuviera en su propia casa. Puso agua a hervir para preparar té.
–Ellos no lo entienden. Y él tampoco. Pero yo sabía que tú sí, porque no crees en el matrimonio.
Joe sacudió la cabeza y se preguntó si aquello era una alucinación. Sus padres llevaban cuarenta años casados. Eran el cimiento de su vida. Existía gracias a ellos.
–¿Dónde tienes las tazas de té? –le preguntó su madre.
Las sacó para ella.
–Son tazas normales y corrientes, mamá. No tengo tazas de té.
–No importa. Nada importa. Pregúntale a tu padre –dijo con amargura, metiendo una bolsita de té en cada una de las tazas.
–Mamá, creo que tienes que calmarte un poco.
Ella se dio la vuelta de golpe. Tenía las mejillas encendidas.
–Tienes toda la razón. Ya estoy más que harta de ese hombre. No quiere ver la realidad. No quiere darse cuenta de que no es inmortal. ¿Sabes lo que me dijo cuando le recordé lo de la reunión familiar?
–Que tenía que trabajar –Joe conocía muy bien a su padre.
–¡Que tenía que trabajar! –Denise gritó a todo pulmón–. Y no solo eso. También me dijo que tenía que irse a Grecia. Pero ¿qué le pasa?
Joe se limitó a sacudir la cabeza.
–No sé. Yo tampoco lo sé. Pero ya estoy cansada de pelear con él. Estoy cansada de intentar hacerle entrar en razón. Estoy… cansada.
Joe le puso un brazo alrededor de los hombros.
–Mamá, a lo mejor no necesitas tomarte un té. A lo mejor lo que necesitas es irte a la cama.
–A lo mejor –dijo ella. Su voz sonaba tan exhausta que apenas podía oírla en ese momento.
–Yo preparo la cama.
Dejó a su madre sentada en la cocina con tu taza de té y le preparó la habitación que había usado Nick. Se preguntó si debía llamar a su padre. ¿Sabía que ella le había dejado? ¿Se habría dado cuenta su padre, siempre adicto al trabajo, de que su madre ya no estaba allí?
Metió una almohada en su funda, alisó las sábanas y regresó a la cocina.
–Tienes que hablar con papá.
–No.
–Mamá…
–No.
Joe le lanzó una mirada inflexible, pero ella siguió sacudiendo la
cabeza. Sonrió con tristeza y le acarició la mejilla. Se dirigió al dormitorio.
–Tengo que dormir –le dijo por fin–. Llevo días sin hacerlo.
–Yo también –murmuró Joe para sí.
Pero tampoco pudo dormir esa noche. Se quedó en vela toda la noche, preguntándose quién había puesto patas arriba todo su mundo. Quería tener a Demi en sus brazos en ese momento. Lo necesitaba desesperadamente. Quería que Demi volviera a su vida. Quería a Demi.
Un día después de volver a San Francisco, Demi le dijo a Wilmer que no podía casarse con él. Él se había acercado a verla después del trabajo, encantado de tenerla de vuelta… Pero la alegría no le había durado mucho.
–No es por ti. Soy yo –le aseguró ella.
Y él, siempre tan seguro de sí mismo y de sus cualidades, se lo creyó sin problema. Incluso llegó a sonreír.
–Pensé que te lo estabas pensando mejor cuando empezaste a remolonear con lo del vestido. Sabías que esa vida no era para ti.
¿Había sido eso solamente? ¿Joe no había tenido nada que ver? La
idea era reconfortante. Demi solo podía esperar que Wilmer la conociera mejor que ella misma.
–Pero vas a venir conmigo a la fiesta, ¿no?
Ella parpadeó.
–¿Quieres que vaya?
–Bueno, ahora tienes el vestido, y yo no tengo cita –extendió las manos y esbozó una sonrisa de esperanza.
Demi, sorprendida, decidió que no era mala idea. Así por lo menos tendría algo de qué hablar con la abuela cuando la llamara por la noche. No mencionaría lo de la ruptura, no obstante. Ya habría tiempo para eso cuando la viera en persona.
Fue hacia la ventana y se sentó en el sofá, bebiendo una taza de té y observando a la señora Wang. La anciana estaba en el porche de su casa, al otro lado de la calle, peinando a su gato… Cincuenta años más tarde esa sería ella…
El matrimonio de sus padres no era su problema. Joe se lo repitió una y otra vez esa noche, pero por más que quería creerlo, no podía. Llevaba toda la vida dando por sentado que sus padres eran inseparables. Tenía que hacer algo para que volvieran a estar juntos. Pero ellos tampoco se lo ponían fácil.
–Estoy teniendo la vida que quiero –le decía–. Me he pasado los últimos cuarenta años viviendo la de tu padre.
–¿No lo quieres?
–Claro que sí. ¡Viejo estúpido! Lo quiero, pero no quiero sus negocios. Y no
me gusta que sea tan egoísta. Hace lo que le da la gana sin pensar en las consecuencias, sin pensar en cómo sus actos afectan a los demás. Le quiero, pero le voy a perder –parpadeó varias veces y se frotó los ojos.
–No vas a perderle. Vas a divorciarte de él.
–Pero no quiero quedarme de brazos cruzados, viendo cómo se destruye.
–¿Y es mejor dejarle? –Joe no lo comprendía.
–Sí –dijo su madre con firmeza–. Lo es. Quedarme me está matando poco a poco.
Pasó un día completo. Y otro. A la noche siguiente, su padre todavía no había llamado para saber de su madre. Y su madre no mostraba signos de darse por vencida. Pero cuanto más la escuchaba, más entendía sus sentimientos. Por alguna extraña razón, lo que su madre le decía le hacía pensar en Demi. Las dos
eran mujeres entrañables, daban amor sin esperar nada a cambio… Y eso le llevaba a pensar que él tenía mucho más en común con su padre de lo que quería creer. Ambos eran egoístas, hombres testarudos, ciegos…
–Voy a llamar a papá, mamá.
Eran poco más de las siete del jueves por la noche; más de las diez en Nueva York, si su padre estaba allí. Denise Jonas levantó la vista hacia su hijo.
Estaba pálida, desolada. No dijo ni una palabra.
–Si no quieres que lo haga, será mejor que me lo digas ahora –le dijo Joe.
–No sé si servirá de algo –dijo ella con un hilo de voz, bajando la vista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario