–Se acabó Wilmer–dijo él de pronto.
Demi se quedó de piedra.
–¿Qué?
Él encogió los hombros con pereza.
–Creo que hemos demostrado empíricamente que no quieres a Wilmer.
Demi se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago.
Moviéndose rápido, se quitó de encima de él y se puso en pie. Arrastró una sábana y se tapó con ella para no sentirse tan expuesta.
–¿Se trata de Wilmer?
–Claro que no. Se trata de ti –dijo Joe, frunciendo el ceño.
–¿Qué pasa conmigo?
–Pero ¿por qué te pones así? –Joe se recostó contra el cabecero de la cama y extendió una mano hacia ella.
Pero Demi apretó la sábana contra su cuerpo con más fuerza.
–¿Me has hecho el amor para demostrarme que no quiero a Wilmer?
–¡No! Bueno, sí, pero esa no es la única razón –él bajó la mano e hizo ademán de levantarse de la cama para ir tras ella.
Pero Demi ya no necesitaba que le demostrara nada más. Recogió su ropa del suelo, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta.
El pomo de la puerta giró.
–¡Demi! ¡Demi! ¡Por Dios! Abre –el pomo se movió de nuevo–. ¡Demi!
Pero Demi no estaba escuchando. Ya había oído suficiente. Abrió el grifo de la ducha a tope para no oírle. Soltó la sábana y se metió debajo del reconfortante chorro de agua caliente. Puso la cara justo delante. No quería sentir las lágrimas cuando empezaran a caer.
Había vuelto a equivocarse, de nuevo. Estaba enamorada de Joe Jonas. Se quedó en la ducha hasta que el agua caliente se acabó. Abrió la puerta del dormitorio, quitó la maleta de la silla, y empezó a echar cosas dentro. Joe apareció en la puerta en un abrir y cerrar de ojos.
–¿Qué estás haciendo?
Ella ni se molestó en volverse.
–Estoy haciendo las maletas.
–¿Por qué? –él entró en la habitación y trató de agarrarla por el brazo.
Ella se apartó, fue hacia el armario, sacó toda su ropa y la enrolló con brusquedad para meterla en la maleta.
–Me voy a casa –dijo, intentando mantener la calma, sin siquiera mirarle a los ojos.
–No digas tonterías. Tu abuela te necesita.
–Mi abuela va a estar bien. Tiene a muchos médicos y enfermeros que la van a cuidar muy bien. Yo puedo estar pendiente por teléfono. Y a lo mejor me la llevo a San Francisco cuando salga del hospital.
–No va a querer. Ya lo sabes.
–Pues qué pena. Yo trabajo allí. Toda mi vida está allí. ¡Wilmer está allí! –en ese momento sí que se dio la vuelta y miró a Joe a los ojos.
Le fulminó con la mirada, furiosa. Pero ella no era la única. Los ojos de Joe echaban chispas.
–No estás hablando en serio. ¡No puedes volver con él después de lo que acabas de hacer conmigo!
–Bueno, no tengo pensado decírselo –dijo Demi, dolida–. En eso tienes razón.
–¡No puedes casarte con él!
–¡No me digas lo que tengo que hacer y lo que no! –gritó Demi. Cerró la maleta con violencia, la arrastró hasta el salón y empezó a bajar las escaleras.
Joe fue detrás de ella.
–Estás exagerando. No me acosté contigo solo para demostrar algo.
–Muy bien. Entonces solo fue algo accidental, para pasar el rato –le espetó Demi en un tono corrosivo.
Metió la maleta en el coche, cerró la puerta con gran estruendo y volvió a recoger a los gatos. Él se interpuso en su camino, le impidió el paso.
–Es cierto –dijo, insistiendo–. Aunque ahora supongo que irás y te casarás con él por despecho.
–Bueno, será mejor que casarme contigo –dijo Demi, dándole un empujón y pasando por delante. Subió las escaleras. Afortunadamente, Bas y Hux estaban localizables. Los tomó en brazos a los dos, pasó por delante de Joe y volvió a bajar.
Él fue detrás de ella. Sus pasos sonaban fuertes, decididos.
–¡Demetria! Maldita sea. Para un momento.
Pero ella no se detuvo hasta haber metido a los gatos en el coche.
Entonces se dio la vuelta y volvió sobre sus propios pasos. Le hizo frente.
–¡No escuchas! Nunca lo haces. Escucha esto –la agarró con fuerza y le dio un beso feroz, como si la estuviera marcando sin remedio y para siempre.
Demi podría haberle dicho que ya lo había hecho. Para toda la vida… ¿Pero de qué hubiera servido? Se quedó quieta y aguantó. Se mantuvo firme.
–Estoy escuchando –le dijo cuando él se apartó por fin–. ¿Qué quieres decirme?
–Quiero decirte que he impedido que cometas el error más grande de toda tu vida.
Y eso era exactamente lo que ella creía haberle oído decir. Simplemente eso. Nada más.
–Bueno, muchas gracias –Demi subió al coche, arrancó y salió a toda prisa.
No había canción que pudiera animarla un poco en ese momento…
Joe dudaba mucho que existiera una palabra en el idioma inglés para describir el maremágnum de emociones, todas ellas caóticas, que sintió al ver marchar a Demi. Entró en la casa, cerró dando un portazo y le dio una patada a la silla de la cocina que se interponía en su camino… Ella no regresó. Simplemente le dejó con un nuevo fardo de recuerdos que le estaban volviendo loco.
Le amaba. Estaba seguro de ello. Pero no sabía cómo abrirle los ojos. Hablar con ella no iba a funcionar…
Cada vez que sonaba el teléfono, esperaba que fuera ella, pero siempre era otra persona. Su madre le había llamado otra media docena de veces. Su hermana le había llamado dos veces también, pero él no había contestado a sus llamadas. No quería verse involucrado en otro lío familiar. Ya tenía suficientes problemas. Las únicas personas con las que había hablado habían sido clientes y
distribuidores. Y también había hablado con Maggie.
Pensaba que se lo iba tomar muy mal, pero Maggie tenía muchos años y era muy sabia.
–Ya la he retenido aquí durante mucho tiempo –le dijo cuando él le
preguntó por Demi un día después de su marcha–. Tiene trabajo. Los niños deben de estar deseando verla. Y creo que ella también los necesita. Echa de menos a Harry.
Joe sabía que era así. Le pidió la dirección de Misty y le envió el peluche que Demi había comprado para Harry. También le mandó su dirección. A lo mejor Misty le escribía, para darle las gracias. No era mucho, pero era lo único que podía hacer sin que ella se volviera en su contra. Después de enviar el paquete para Harry se fue a casa. Agarró la tabla de surf y se fue a la playa. Hacía
un día lluvioso y frío. Estaban en pleno marzo… No había nadie más en la orilla.
Pero las olas no estaban del todo mal… Finalmente, agotado, regresó a la casa.
Comió un par de porciones de pizza fría y se fue a su taller. La noche anterior había pasado las horas allí, lijando el aparador. Se suponía que el trabajo le calmaba, pero en esa ocasión no estaba surtiendo efecto.
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