lunes, 4 de febrero de 2013

Summer Hot cap.17




—¡Fuera! —chilló tapándose apresuradamente con una toalla rasa.
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó alucinado. No podía estar haciendo lo que parecía. Su pene se alzó entusiasmado sólo de pensarlo.
—¡Y a ti qué coño te importa! —exclamó ella con la can tan roja como un tomate. De todas las personas del mundo, tenía que ser justo su cuñado quien la hubiera pillado en esa postura. ¡Joder! No estaba haciendo lo que parecía: se estaba dando crema hidratante en el pubis, ni más ni menos—. ¡¿No sabes que es de buena educación llamar antes de entrar?!
—Si no quieres que te interrumpan, te aconsejo que eches el cerrojo —comentó él.
—¡No soy capaz de echar el puñetero cerrojo! ¡Está duro como una piedra! —Se quejó Miley—. Y ahora, ¿qué te parece si te das la vuelta y te largas?
—¿Está duro?—No es el único, pensó Nick a la vez que entraba en el cuarto de baño.
—¿Qué haces?
—Echarle un vistazo.
Miley dio un paso atrás cuando Nick llenó con su presencia el pequeño habitáculo. Observó estupefacta cada uno de los músculos que se tensaron en su sudorosa y mugrienta espalda cuando cerró la puerta y la empujó con fuerza para, a continuación y sin dejar de presionar, de un golpe seco cerrar el pasador. ¿Cómo era posible que tuviera una espalda tan hermosa y ella no se hubiera fijado nunca? Porque siempre iba con camisa, se respondió a sí misma.
—No le pasa nada —dijo Nick sin volverse—. Sólo hay que empujar un poco la puerta.
—Perfecto. Ahora ya lo sé. Muchas gracias y hasta luego —dijo Miley agarrando con fuerza la diminuta toalla con la que se cubría.
—No.
—¿No? No, ¿qué?
—No me voy —contestó girándose y quedando frente a ella.
—Genial, simplemente genial —afirmó Miley, cogiendo la ropa limpia que cuidadosamente había dejado sobre el bidé—. Entras sin avisar, me fastidias el baño y en vez de disculparte y largarte, ¡me echas! —Recogió la bolsa de plástico que contenía su ropa sucia del suelo—. Eres la educación personificada —aseveró irguiéndose frente a él—. No me dejas pasar. Aparta.
Nick la miró a los ojos, sonrió y se quitó de en medio. Miley bufó indignada y aferró el cerrojo con la mano que le quedaba libre. No logró descorrerlo. Soltó la ropa y volvió a intentarlo, esta vez con las dos manos.
—¡Mierda! —Se quejó cuando se hizo evidente que no tenía fuerzas para abrirlo. A su cuñado le había resultado sencillo, pero ella era, simplemente, incapaz—. Si no es mucha molestia, ¿te importaría volver a descorrer el cerrojo? —solicitó irónica, sin molestarse en volverse hacia él.
—No.
—¡No! —Se giró enfadada—. ¡¿Por qué no?!
—Tenemos que hablar —dijo Nick a modo de explicación.
—¿Aquí? —preguntó Miley, estupefacta al ver que Nick se estaba quitando los calcetines sentado sobre la taza del inodoro—. ¿Ahora?
—Sí.
—Pero, ¿tú eres tonto o te lo haces?
Nick no respondió, se limitó a levantarse y comenzar a aflojarse el cinturón.
—Pero ¿se puede saber qué haces? —preguntó Miley, más indignada que confusa.
—Tengo calor.
—¡Toma, y yo! Y aun así no me estoy desnudando.
—Ya estás desnuda —comentó Nick mirándola lentamente de arriba a abajo.
—Nick —dijo Miley tan calmada como le fue posible—, déjate de estupideses y abre la puerta.
—No. Tenemos que hablar.
—¿No puede ser en otro momento y lugar más... adecuados?
—No. Me evitas continuamente. Cada vez que intente hablar contigo, sales corriendo.
—Yo nunca salgo corriendo; encuentro cosas más interesantes que hacer —comentó Miley apoyándose en la puerta, cruzando los brazos a la altura del pecho y un tobillo sobre el otro.
Nick la miró hambriento. Estaba seguro de que ella no tenía ni idea, pero en esa postura sus pechos quedaban enmarcados y alzados por sus brazos; la toalla rosa que antes apenas le tapaba, se había subido hasta el principio de sus muslos y, por si fuera poco, al cruzar las piernas se había abierto, mostrando en su piel dorada una huella pálida que no era otra cosa que la marca del biquini en la cadera. Tragó saliva a la vez que, sin ser consciente de ello, se desabrochaba el primer botón del pantalón. El calor del cuarto de baño había aumentado de repente varios grados, tornándose abrasador.
Miley observó embelesada como una gota de sudor descendía por la nuez de Adán de su cuñado hasta quedar alojada en el hueco de su clavícula, dejando a su paso una línea blanca sobre su piel polvorienta. Se fijó sin poder evitarlo en su bíceps ondulante cuando éste se cruzó sobre su estómago y su mano cayó sobre la cinturilla de los vaqueros. Se quedó casi hipnotizada cuando retiró los dedos y pudo ver una sombra de vello oscuro y rizado asomar por la bragueta entreabierta. Salió del trance al percatarse de que la
bragueta no se abría sólo por la falta del botón, sino que más bien era debido a cierta protuberancia que se tensaba contra ella.
—¡Te has empalmado! —exclamó alucinada con voz ronca. Ella misma se notaba demasiado acalorada.
—Sí —contestó él mirando con el ceño fruncido el bulto prominente de su pene erecto.
—¿Para esto me has dejado aquí encerrada? ¿De esto es de lo qué querías hablar? —Se calló de golpe, indignada consigo misma por sonar tan... mojigata. Parecía una virgen de telenovela.
—No. Esto —dijo señalando el bulto de su pantalón—, es un efecto colateral. Podría decirse que mis sentidos se han exaltado al verte medio desnuda.
—¡No estoy medio desnuda! —contestó ella, justo antes de bajar la mirada y ver que sí lo estaba. Dio un gritito demasiado cursi para su gusto y se recolocó la toalla todo lo que pudo para quedar más tapada.
—Si te molesta, tiene fácil solución —aseveró Nick con una sonrisa diabólica en los labios.
—¿Cuál? —preguntó Miley, pegándose más a la puerta. No le gustaba la sonrisa de Nick, pero menos todavía le gustaban las sensaciones que se estaban despertando en su cuerpo. ¿En qué clase de zorra se había convertido? Una cosa era montárselo con un desconocido y otra muy distinta desear a su ¡cuñado!
Sin dudar un segundo, Nick se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría. Miley jadeó cuando todos los músculos del cuerpo del hombre se tensaron, sabía por propia experiencia que el agua en el pueblo estaba helada. Ya fuera de fuentes, ríos, arroyos o de la misma ducha, salía a una temperatura tan gélida que era difícil resistirla; al menos ella.
El hombre cerró los ojos y alzó la cabeza para que el helado líquido le golpeara en el pecho y resbalara hasta la ingle. Sus abdominales ondularon cuando el agua los tocó y el bulto de su pantalón se redujo poco a poco.
—¿Contenta? —preguntó guiñándole un ojo.
—Deja de hacer payasadas —respondió Miley alucinada. ¿Su cuñado le había guiñado un ojo? No. Había parpadeado por culpa del agua. Seguro.
—Mujeres. Nunca estáis satisfechas —suspiro, compungido.
Miley abrió los ojos de par en par. ¿Nick acababa de hacer una broma?
—Déjate de chorradas y abre la puerta. Por favor.
—No. Tenemos que hablar —respondió él de nuevo, serio.
—Vale, ¿de qué quieres hablar? i
—¿Por qué me odias? —preguntó, directo al grano.
—No te odio —respondió Miley, alucinada.
—Pues lo disimulas muy bien. Hace cinco años que me evitas —afirmó, saliendo de la ducha con un escalofrío. Desde luego, el calor se había evaporado.
—Hace cinco años que no piso el pueblo. No te evito a ti. Simplemente no vengo.
—Ahora estás aquí —contestó él alzando una ceja.
—Y estamos hablando, ¿o no?
—Porque te tengo encerrada.
—Efectivamente. No creo que la mejor manera de tener una conversación sea secuestrarme.
—No estás secuestrada, sino retenida —comentó él sonriendo y apoyando las manos en las caderas.
Miley lo miró desafiante, cruzó los brazos bajo su pecho e inspiró y exhaló con fuerza en un intento de mostrar su irritación sin usar palabras.
—Si sigues así, esto no va a funcionar.
—¿Así, cómo?—preguntó ella, chasqueando la lengua.
—Exaltando mis sentidos.
—¿Cómo? —Miley desvió la mirada hacia su ingle y vio que la ducha de agua fría había dejado de hacer efecto— ¡Eres imposible! —exclamó casi sonriendo.
—¡No es culpa mía! —Al ver que Miley se disponía a recriminarle su actitud, optó por no permitirla hablar—. Me niego a darme más duchas heladas, sus efectos pueden ser perniciosos para mí salud. Antes he sentido como los huevos se me encogían y la polla mermaba hasta parecer la de un niño de pecho —contestó Nick haciendo que temblaba y agarrándose la ingle como si lo hubieran herido de muerte.
—Idiota —articuló Miley entre risas.
—¿Te he dicho alguna vez que cuando te ríes eres aun más hermosa? —susurró Caleb, extendiendo la mano y acariciándole la mejilla con los dedos.
Miley dio un respingo al oír su susurro y entornó los ojos como si recordara algo.
Nick apretó los dientes y se regaño a sí mismo por ser tan idiota de dejarse llevar cuando no debía. No todavía.
—Hagamos un trato —propuso—. Yo abro la puerta ahora y tú hablas conmigo, a solas, después de comer.
—Trato hecho.
Nick alzó los brazos y los colocó a ambos lados de la cara de su cuñada.
Miley no intentó apartarse.
Él bajó la cabeza hasta quedar a escasos centímetros de sus labios y se perdió en sus ojos.
Miley creyó leer en ellos anhelo y deseo, mezclados con un poco de tristeza y una pizca de esperanza. Se lamió los labios, nerviosa; se acababa de dar cuenta de que deseaba besarle. Él se acercó hasta tocar la comisura de su boca con su aliento.
—No olvides tu promesa.
Se separó de ella lentamente, sin dejar de mirarla.
Miley oyó el sonido rasgado del cerrojo al abrirse.
Él asintió con la cabeza, se dio media vuelta y se metió en la ducha. Y sin comprobar si Miley se había ido o no, se bajó los pantalones y abrió de nuevo el grifo del agua fría.
Miley se quedó obnubilada ante la panorámica de sus nalgas blancas y duras en contraste con la piel morena de sus piernas. «Toma el sol en pantalones cortos», acertó a pensar al ver que la piel blanca acaba a medio muslo. Acto seguido sacudió la cabeza, regañándose mentalmente por tan obvio pensamiento, y salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia las escaleras. No paró su carrera hasta estar segura en la intimidad de su cuarto.
No sabía qué era exactamente lo que había pasado en el cuarto de baño, pero estaba segura de que no era nada buena Ella tenía que llevarse mal con su cuñado. Era necesario para su salud mental.
Lo había conocido la primera vez que visitó el pueblo con su por entonces novio, ahora difunto exmarido, y le había chocado mucho la diferencia entre ambos hermanos. Nick era responsable y serio, mientras que Kevin era todo diversión y locura. Ese verano lo había tomado por un tipo soso y aburrido, más interesado en sus estudios y las tierras que en pasárselo bien. Ella tenía dieciocho años y Kevin casi veintidós. No le entraba en la cabeza que su hermano, dos años menor, fuera tan reservado y circunspecto.
El siguiente año, cuando regresaron al pueblo, Frankie tenía tres meses, ella había madurado varios años de golpe y porrazo y Kevin se había quedado estancado en sus juergas infantiles. Pasó el verano entre biberones, pañales y llantos, mientras su marido salía todas y cada una de las noches; al fin y al cabo, era tontería que se quedaran los dos para cuidar al bebé cuando ella lo hacía genial y él llevaba meses sin ver a su «gente». Ese verano se encontró sola, abandonada. Quizá llevara todo el año así, pero en Madrid, en compañía de su familia y amigos, no se sentía de ese modo. Aunque Kevin no estuviera en casa, ella se sentía arropada. Su madre la había acompañado a cada eco grafía y consulta ginecológica, sus amigas habían estado con ella en todo momento, no sentía la soledad rodeándola; sólo la necesidad de estar con su marido, siempre ausente. Pero en el pueblo no tenía a nadie excepto un marido invisible. Si no hubiera sido por Paul y Nick, ese verano habría sido el peor de su vida. Tanto su suegro como su cuñado se volcaron con ella cuando las ausencias de Kevin se hicieron cada vez más seguidas. No era raro ver al abuelo paseando orgulloso a su nieto, o al tío cambiando los pañales del bebé y dándole biberones cuando ella estaba rota por el cansancio y la impotencia de verse sola con un niño recién nacido al que, a veces, tenía dudas de cómo cuidar, de cómo hacer para que dejara de llorar.
Cada año veraneaban en el pueblo y cada año se repetían las mismas escenas del primero. Miley se aisló, no se encontraba a gusto con los amigos de su marido y asimiló que si alguien fallaba, era ella. Si su marido y sus amigos disfrutaban cuando ella se aburría como una ostra, no era culpa de él, sino suya por no saber adaptarse. Optó por volcarse en las únicas personas con las que se sentía querida: su suegro y su cuñado. Nick se convirtió en el héroe de Frankie, en su mejor amigo, en su ejemplo a seguir. Llevaba al niño de acá para allá sin quejarse jamás, sin poner un mal gesto; le enseñaba todo lo que sabía, hablaba con él como si la conversación chapurreada del niño fuera el discurso del más prestigioso orador. Todo lo contrario que Kevin, y Miley empezó a desear que su marido se pareciera más a su cuñado. Que fuera un hombre con el que su familia pudiera contar en todo momento, que jugara con su hijo ignorando a sus amigotes, que la escuchara como si lo que Miley dijera fuera más importante que su propia vida. Que fuera tan responsable y cariñoso como lo era Nick...

El tiempo pasó inclemente e inmutable hasta que, cinco años atrás, su propia estupidez e ingenuidad le golpearon de lleno en la cara arrasando cualquier sentimiento que pudiera tener hacia el pueblo y su gente. La decepción que la anegaba el día que hizo las maletas y regresó con su hijo a Madrid, se transformó rápidamente en la rabia necesaria para seguir viviendo. Juró que no volvería y así había sido. Hasta que su hijo le pidió que le acompañara ese verano.
Ahora, después de dos semanas allí, comenzaba a pensar que se había equivocado. Había volcado toda su rabia contra el pueblo, olvidando los buenos ratos pasados antaño y a la familia cariñosa que la había protegido del olvido de su marido. También se estaba dando cuenta de que la gente del pueblo no era como había pensado durante todos esos años. Poco a poco había ido conociendo a las personas a las que antes sólo saludaba de refilón en las escasas ocasiones en que paseaba con su ex, y que resultaron ser mucho más amables y divertidos que los estúpidos amigos de Kevin. Hombres y mujeres que disfrutaban de una conversación amigable y que tenían ese sentido del humor, lleno de chanzas y pullas cariñosas propias del pueblo que ella no había sino empezado a saborear.
Miley cerró la puerta de su habitación, se quitó la toalla mojada y se tumbó en la cama. Necesitaba recapacitar.
En tan sólo quince días había olvidado su promesa de odio eterno hacia el pueblo y sus habitantes. Había disfrutado cada vez que se había encontrado con cualquiera de ellos en la cola de la panadería, dando un paseo por la Soledad, o simplemente sentada en el poyo de la entrada de la cuando su suegro se empeñaba en que le acompañase un rato y los paseantes se detenían para charlar con ellos.
Se sentía cómoda con la gente del pueblo. Con todos menos con uno.
Su relación con su cuñado siempre había estado llena de discusiones amistosas y divertidas. Siempre se había sentido bien con él; de hecho, casi desde el principio se había sentido demasiado cercana a él, demasiado a gusto con él. Incluso había empezado a asustarse cuando estaban juntos como cuñados, como amigos, porque había empezado a pensar en él de una manera en la que no debía pensar. Y justo entonces fue cuando estalló toda la mierda.
Había sido fácil maldecirlo, matar al mensajero. Mucho más fácil que enfrentarse a una realidad que hacía años debería haber visto y solucionado.
—Ya es hora de dejar atrás el pasado —aseveró para sí misma.
Se levantó de la cama, dispuesta a vestirse y afrontar el resto del día como una mujer adulta en vez de como una niña malhumorada y rencorosa. Buscó la ropa que tan cuidadosamente había seleccionado y, en ese momento, se dio cuenta de que se la había dejado olvidada arriba, en el cuarto de baño junto con la bolsa con la ropa sucia. Sintió cómo la cara se le ponía roja como un tomate.
—No seas tonta —se reprendió a sí misma—. Nick no va a mirar nada, seguramente ni se dará cuenta de que he dejado ahí la ropa.
Con ese pensamiento en mente, se decidió por un sencillo vestido de algodón blanco sin mangas que le llegaba por debajo de las rodillas. Se hizo una cola de caballo y salió de la habitación, decidida a disfrutar de la estupenda comida que había preparado.


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